Hallazgos
Helen DeWitt y su extraordinaria novela sobre los azares del conocimiento
El camino del samurai
Quinientas páginas, un recorrido panorámico por todas
las ramas del conocimiento (entendido como aventura física, además
de intelectual),una madre soltera que oculta a su hijo de seis años
la identidad del padre y lo estimula, en cambio, a buscarlo entre las
eminencias más dispares y polémicas del mundo. Sepa quién
es Helen DeWitt y en qué consiste la proeza que logró
con su primera novela, El séptimo samurai.
POR
JUAN IGNACIO BOIDO
Si
hay algo que en el futuro va a identificar el sello imperial de Estados
Unidos sobre nuestra época es su capacidad de improvisar términos
sobre la marcha para señalar los mismos fenómenos que
va generando. Como la trivia: esa forma básicamente absurda de
acumular información, esa versión personalizada de eso
que, hasta la caída del imperio cultural europeo, se conocía
como cultura general. Si Internet fuese la cultura, la trivia vendría
a ser esa selección caprichosa de sites que cada uno guarda en
su navegador de Internet, como esos tiestos a través de los cuales
la arqueología intenta reconstruir un todo que parece cada día
más inabarcable y a la vez inaccesible.
Ahora, ¿qué pasaría si alguien decidiese cargarse
a la trivia, desafiar la forma trivial de conocimiento bajo la que vivimos?
¿Qué pasaría si alguien intentase realmente saber,
es decir, asimilar y entender el corpus cultural en la acepción
más extrema y enciclopedista, más europea del término?
Pasaría que, antes de emprender tamaña odisea, sería
conveniente que leyera El séptimo samurai, un libro que retrata
como pocos el fascinante trayecto del conocimiento y su alevosa inutilidad
en un mundo como el que conocemos.
La cosa es más o menos así: Ludo es un chico que, a los
cuatro años, ya lee La Odisea en idioma original, a los cinco
aprende por sí solo la lógica de los ideogramas japoneses
y, a los seis, ya domina con fluidez buena parte de las lenguas vivas
y casi todas las muertas. Sybilla, su madre, es una mujer que nació
en el Medio Oeste norteamericano y cambió el próspero
negocio paterno de unos cuantos moteles por los claustros de Oxford,
en un esfuerzo extremo por dejar atrás la tradición familiar
de ver todo sueño postergado. Una vez en Oxford, consciente de
su rechazo a la hiperespecialización que le espera al final de
la carrera académica, y también de su incapacidad para
saltear el recorrido convencional ostentando algún rasgo de genialidad,
cuelga los botines y se dedica a diletar con desgano como una suerte
de lumpen del enciclopedismo inglés. Hasta que una noche, y por
sólo una noche, cae en la cama de un consagrado escritorzuelo
de poca monta. De esa desgracia nace Ludo. El padre nunca lo sabe. Y
ella pretende que el hijo tampoco. A falta de una figura paterna, la
madre decide someter a la pobre criatura a la visión ininterrumpida
de Los siete samurais, la película de Kurosawa, con la idea un
tanto extraña de proveerlo no de una sino de siete figuras masculinas
para forjar su personalidad. A los once años, Ludo que,
a esa altura, es un encantador cerebro con patas que compara verbos
irreflexivos en cinco idiomas, cuenta hasta cien en lenguas muertas
para no perder la paciencia y que, en manos de otro autor, podría
resultar un monstruo insufrible que obligaría a cerrar el libro
con sincero odio obvia toda sutileza didáctica que pueda
encerrar la película de Kurosawa y decide tomarla al pie de la
letra: así como Rikichi sale a reclutar ronins samurais
sin amo para defender su aldea, Ludo decide poner toda su capacidad
sináptica al servicio del único desafío verdadero
que se le presenta. Encontrar a su padre.
La madre, dispuesta a no revelar el nombre de ese padre, pero también
empecinada en evitar la costumbre familiar de estropear la vida de los
hijos, lo deja buscar en paz. Ludo hace, básicamente, lo que
se le canta. Como Harry Potter (quien sí sabe quiénes
fueron sus padres, pero hay algo de ellos su condición
de magos que desconoce), Ludo enfrenta por las suyas un mundo
desconocido el de los adultos masculinos sin amo con la
misma naturalidad con que deja atrás a su madre en las sucesivas
proezas cognitivas de su precoz vida intelectual. Y, como pasó
con el fenómeno Harry Potter, la vida de su autora amenaza, al
menos en principio, con opacar la del libro.
Hija de un miembro del Foreign Office británico, Helen DeWitt
nació hace 44 años en Estados Unidos y se crió
en México, Brasil, Colombia y Ecuador.Ya adolescente, entra en
Oxford para atravesar sin dificultades ni mayores gratificaciones las
carreras de Lenguas Clásicas y Filosofía, y desembocar
en el umbral de una promisoria carrera académica, que abandona
en 1989 para dedicarse a algo todavía más demencial, al
menos para sus parámetros: escribir. El séptimo samurai
es su centésimo primera novela. Entre aquella deserción
académica en 1989 y la mañana del 2000 en que pisó
las oficinas de Chatto & Windus con ese manuscrito, DeWitt empezó
y abortó un centenar de novelas, de las que todavía guarda
en disquetes casi quinientos capítulos: una saga ambientada en
Sudamérica, otra cercana al academicismo de Umberto Eco que por
suerte dejó atrás, otra basada en The Rakes Progress
(la ópera de Stravinsky y Auden que por estos días se
presenta en el Colón) y otras noventa y siete. Empezó
El séptimo samurai como una más, hasta que una tarde
me encontré con la trama más imposible que jamás
se me había ocurrido, y la verdad es que amo las cosas imposibles.
Aunque no se jacta, como J.K. Rowling, de escribir en las servilletas
de los bares donde toma café de a sorbos para hacerlo durar más,
DeWitt trabaja como vendedora de donuts, copista de diccionarios y enciclopedias,
secretaria nocturna para la filial londinense de un estudio de abogados
de Wall Street. Cuando termina el manuscrito del Samurai, prueba en
algunas editoriales chicas, que gentilmente prefieren ahorrarse el riesgo
de publicar un libro que incluye grafía griega, árabe
y japonesa, demostraciones aritméticas, fragmentos de guiones
cinematográficos, juegos tipográficos y hasta fotogramas
de una película japonesa que Hollywood ya adaptó con actores
norteamericanos bajo el título de Los siete magníficos.
Pero alguien en Chatto & Windus acepta el libro, con la única
condición de entablar una batalla campal entre autora y editora
para pulir un poco el original. DeWitt acepta, firma el
contrato y, una vez adentro, defiende con los dientes hasta la última
coma. Editora y autora se convierten en enemigos íntimos, capaces
de llamarse a altas horas de la madrugada sólo para comunicarse
que no piensan ni remotamente aceptar una sugerencia, y otra, y otra.
Al final, DeWitt se impone y la editora apenas consigue justificar su
trabajo eliminando los fotogramas de Los siete samurais porque nadie
garantiza que las imágenes salgan bien impresas. DeWitt inesperadamente
acepta, el libro sale sin que nadie espere demasiado y, casi como con
el primer Harry Potter, enseguida empieza a correr el rumor en partes
iguales entre quienes leen mucho y quienes no leen demasiado. Germinan
a velocidad de laboratorio tesis universitarias, que disparan sobre
el libro desde los más diversos ángulos: que es un libro
sobre la traducción, que es un libro sobre el zapping, que es
un libro sobre la precocidad, que es un libro sobre la genialidad, que
es un libro sobre la muerte de la cultura. Para entonces, ya ha entrado
en escena Tina Brown, la británica matriarca de los massmedia
norteamericanos, quien ordena capitalizar el fenómeno naciente
a través de Hyperion/TalkMiramax, uno de esos engendros
que aglomeran editoriales de libros, revistas de moda y productoras
de cine alguna vez independientes.
Se podría pensar que Potter es a la mitología modelo Star
Wars lo que Ludo es a la cultura clásica. Pero también
podría pensarse que si Harry Potter es uno de esos libros para
una de esas películas de Spielberg, El séptimo samurai
es uno de esos libros para una de aquellas películas de Kubrick.
Porque, a diferencia de la lógica más bien fumona de la
criatura de J.K. Rowling (pot = porro; potter = fumón), DeWitt
hace avanzar a Ludo con esa pacífica lucidez a la que sólo
acceden muy pocos ascetas. A medida que el tiempo avanza, la atención
de la historia se va desplazando de la saga familiar, los devaneos maternos
por satisfacer el apetito intelectual de un cerebro voraz y las miserias
financieras que les impide pagar la calefacción (y, por lo tanto,
los lleva a refugiarse en museos y subtes) para depositarse, con una
ductilidad que al menor resbalón podría pasar por virtuosismo,
en el corazón del libro: el encuentro por separado entreLudo
y seis hombres (la saga de Harry Potter se va a completar, precisamente,
con seis libros después del primero), cada uno de ellos una eminencia
en su campo, a los que Ludo intenta convencer de que son su padre. Esos
encuentros, en los que DeWitt demuestra un oído afinadísimo
para los más imperceptibles matices de un estado de ánimo,
de la sarta de estupideces que uno escucha por día hasta el ruido
que uno hace cuando no tiene nada que decir, y a través de los
que el libro nos lleva de la sabana africana a los casinos de Montecarlo,
de Japón a los Andes, con escalas en el Polo Norte y el fondo
del mar, tranquilamente podrían armar un libro de cuentos antológicos.
Pero es en Ludo, en lo que duele verlo ofrecer su cerebro a cambio de
un padre, donde el libro confluye y deja de ser un prodigioso artefacto
que se vale de trivia cultural para arrastrarnos de las narices a través
de 500 páginas. Leer El séptimo samurai es si se
puede imaginar algo así como encontrar a alguien que consiga
toda nuestra atención frente a la televisión con su propia
manera de hacer zapping. Pero incluso si se despega esa capa de erudición
aleatoria de trivia, el libro permanece. Y permanece precisamente
como lo que es: la historia de alguien que descubre que, por lo menos
en esta época, no sirve ser mago ni genio ni Harry Potter para
enfrentarse al mundo real. A menos que uno decida, conscientemente,
vivir del otro lado del espejo.
Un
fragmento de El séptimo samurai
La
sangre del Cordero
POR
HELEN DEWITT
Lo
que necesitábamos no era un héroe al que adorar, sino
dinero. Si tuviéramos dinero, podríamos ir a cualquier
parte. Con dinero, nosotros seríamos los héroes (...).
Perdone, ¿puede decirme dónde encontrar al señor
Watkins, el artista, el que se sumergió en la bañera llena
de sangre?
Lo que ves es lo que hay dijo él.
No supe qué decir. Pregunté:
¿Era sangre de cordero?
Él se echó a reír.
¿Qué te ha hecho pensar en eso?
Yo dije: ¿Has acudido a Jesús para limpiarte? ¿Te
has lavado en la sangre del Cordero? ¿Crees ahora plenamente
en su gracia? ¿Te has lavado en la sangre del Cordero, en la
sangre del Cordero que limpia el alma? ¿Están tus ropas
inmaculadas? ¿Son blancas como la nieve?
Él dijo:
No sabía que ésas fueran las palabras, pero sí.
Eso no es todo. Hay dos estrofas más. Dicen...
Ya. No fue fácil conseguirla, ¿sabes? No tienen
mucha, un litro a lo sumo. Debieron de hacer falta cincuenta de esos
pequeños cabrones. A mí me importaba un carajo la religión.
A mí me importaba el color. Cuando volví a Inglaterra,
sabía que tenía que seguir con el rojo, pero no tenía
las ideas claras y, mientras aún estaba confuso, fui al matadero
y arreglé para que me dieran la sangre de cincuenta corderos.
En cuanto empecé supe que era un error. Banal, irrelevante. Pensé
en volver y pedir sangre de vaca o de oveja o de caballo, pero decidí
dejarlo tal como estaba y ya vería qué ocurría.
Pero si alguien preguntaba diría la verdad. Yo no miento sobre
mi trabajo. Me sorprendió un poco que nadie cayera en la cuenta,
pero la gente no se interesa demasiado por las creencias dijo.
Y sacó un paquete de cigarrillos. ¿Fumas? me
preguntó.
No respondí.
¿Has venido por eso? ¿Para satisfacer tu curiosidad?
He venido a verlo porque soy su hijo.
¿Con quién?
¿Perdón?
¿Quién es la supuesta madre?
Seguramente no lo recordará. Me dijo que los dos estaban
muy borrachos en aquel momento.
Qué oportuno. Has venido a pedirme dinero, entonces. ¿Pensabas
que podrías aprovecharte de mí? Elige mejor la próxima
vez.
No es tan fácil. Si eliges a una persona a quien podrías
estar agradecido, puede que sufras una decepción. ¿Ha
visto Los siete samuráis?
No dijo.
Le hablé de la película y él dijo:
Así que he ganado dijo.
Si hubiéramos luchado con espadas de verdad, lo habría
matado dije.
Pero no eran de verdad dijo él. Vamos.
Echó a correr, llevándome a rastras. Pasamos por delante
de tiendas de saris, de dulces indios y de libros islámicos,
hasta que por fin subió corriendo las escaleras de un edificio.
El interior era de una blancura deslumbrante, y a lo largo de las paredes
había estantes con potes y tubos y papeles de cientos de colores.
A un lado estaba la caja registradora. En la cola, dos personas nos
miraron con asombro, y un vendedor dijo:
Señor Watkins, ¿en qué puedo ayudarle?
Necesito una navaja Stanley.
Mientras un ayudante iba corriendo a buscárselo, él se
paseó por la tienda. Aún me tenía cogido por el
brazo. Caminó con ímpetu por entre los estantes de papeles.
Cogió una hoja, recibió el cuchillo, siguió caminando
por el aire como si fuera agua, entre los potes de colores, y las piezas
de seda para pintar: pañuelos, corbatas, corazones envueltos
en celofán.
Esto servirá. Esto era justamente lo que estaba buscando.
Cogió un corazón de seda y dejó un billete de diez
libras en la caja y fuimos hasta una plataforma donde había tres
mesas y tres sillas. Acercó una segunda silla a una de las mesas,
se sentó y me depositó en la otra. Rompió el celofán
con los dientes y desenvolvió el corazón de seda. Luego
sacó la navaja Stanley.
¿Conoces a mi agente? Él te dirá quién
daría dinero por esto.
Entonces levantó un pulgar, sopló sobre él hasta
humedecer la suciedad que tenía en la piel y lo dejó marcado
sobre la seda blanca.
Ya sabes el viejo chiste dijo. Yo sufrí por
mi arte y ahora te toca a ti.
Me cogió un pulgar con fuerza. Pensé que haría
lo mismo que con el suyo, porque también el mío estaba
bastante sucio. Pero me lo apretó con tanta fuerza que me hizo
daño, y antes de que comprendiera sus intenciones, me había
hecho un corte con la navaja. Una gran gota de sangre salió del
corte. Él dejó que la sangre se acumulara en la hoja de
la navaja y luego hizo algo en la seda, y luego recogió más
sangre con la navaja y la trasladó a la seda, y luego dejó
la navaja y apoyó mi ensangrentado pulgar sobre la seda, junto
a la marca negra que había hecho su pulgar.
Soltó mi mano, que cayó sobre la mesa, dobló la
hoja de la navaja y se la guardó en el bolsillo. En la seda blanca
había dos huellas de pulgares, una negra y otra roja. Debajo
había escrito con húmedas letras de sangre:
Lavado en la Sangre del Cordero.
arriba