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Cine Se estrena Gracias por el chocolate, de Chabrol

Lagos, pianos
y unas gotas de veneno

Un virtuoso del piano. Una heredera de un imperio chocolatero. Y una premisa tan hipnótica como provocativa: “La mayoría de los perversos trabajan para el bien”. Con el paisaje de los lagos suizos como fondo y otra extraordinaria actuación de Isabelle Huppert, el impenitente Claude Chabrol ha realizado otra de sus pequeñas obras maestras de la comedia dramática, lúdica como las de Hitchcock, trágica como las de Fritz Lang.

Por Horacio Bernades

“¿Qué hay en Suiza? Chocolates y relojes cucú. Si algún día ambientara una película allí, usaría alguno de esos elementos como parte de la trama.” Alfred Hitchcock nunca llegó a ponerlo en práctica, pero uno de sus discípulos más obstinados lo hizo por él. Dejando para otra ocasión un asesinato al ritmo de un cucú, Claude Chabrol se dio el gusto de filmar su película suiza con chocolates. Si la hubiera hecho Hitchcock, habría puesto veneno en el más delicioso de los manjares. No otra cosa hizo Chabrol en Gracias por el chocolate, confirmándose como el más hitchcockiano de los directores vivos.
Opus número 52 en una carrera que va para el medio siglo y cuenta, entre muchos otros, con títulos como Los primos, El carnicero y La ceremonia, Gracias por el chocolate resultó una de las películas más exitosas de este eterno sobreviviente de la nouvelle vague. Como en Niña de día, mujer de noche y La ceremonia, Gracias por el chocolate le permitió reunirse, por sexta vez, con la pecosa Isabelle Huppert, a quien lanzó hace más de veinte años. Desde entonces, Huppert es para Chabrol lo que alguna vez Anna Karina fue para Godard o Fanny Ardant para Truffaut: actriz-emblema, musa y objeto de fascinación.
La diferencia es que, en este caso, la musa en cuyo rostro las emociones se opacan y disimulan, se disfrazan y enmascaran, parecería el correspondiente exacto del cine de Chabrol. En otras palabras, su alter ego, algo que las actrices no suelen ser para los directores varones. Es que el cine de Chabrol es, en buena medida y como bien lo dice el título de una de sus películas, asunto de mujeres.

PECOSA ENGAÑOSA
Como suele ocurrir cada vez que se juntan, la nueva asociación Chabrol/Huppert le permitió a la actriz, poco menos que un tesoro nacional para sus compatriotas, agregar varios premios a su colección personal. Hasta ahora, Huppert había sido, para Chabrol, precoz filicida (en Niña de día, mujer de noche, 1978), abortista de entreguerras (Un asunto de mujeres, 1988), la más célebre esposa insatisfecha de la literatura universal (Madame Bovary, 1990), vengadora de clase (La ceremonia, 1995) y encantadora chantajista (No va más, 1997). Tres años después de la última colaboración, la cuarentona de pecas maliciosas preguntó a su Pigmalión si tenía algún nuevo papel para ofrecerle. “¿Querés ser una perversa total?”, retrucó Chabrol, golpeteando su chandleriana pipa contra el escritorio. Se ve que Huppert quería: en Gracias por el chocolate, encarna a la heredera de un imperio chocolatero, detrás de cuyo aspecto impecablemente suizo, con tailleurs bien alisados y permanente semisonrisa, se huele aquello que Chabrol le ofreció ser. Sin embargo, habrá que esperar hasta el último fotograma, cuando los títulos finales desfilan y los ansiosos comienzan a levantarse, para que su personaje dé un giro secreto pero inesperado. Para que su gélida fachada comience a derretirse, como el chocolate.

AUTOR, AUTOR
Para rastrear la obra de Chabrol hay que remontarse hasta 1958. En ese año, prenunciando el ritmo de producción que sostendría a lo largo de toda su carrera, se despachó con dos películas, anticipo de una ola que venía y que, a partir del año siguiente, pasaría a llamarse nouvelle vague. El bello Sergio y Los primos fueron el preludio para Los 400 golpes, Sin aliento e Hiroshima mon amour, que inauguraron “oficialmente” la nueva corriente. De allí en más, Chabrol no paró. Hasta el día de hoy sigue haciendo lo mismo: filmar a todo tren, cómodamente instalado desde hace rato en la clase de madurez creativa que distingue a un clásico.
Antes de alcanzar esa condición que comparte con Godard y Eric Rohmer, sus compañeros de nueva ola, Chabrol pecó durante años de incontinente. Su vasta y casi inabarcable obra (a los cincuenta y pico de largometrajes hay que sumarle una veintena de telefilms) conoció momentos de desorientación y oscuridad. Alcanzó una primera floración a fines de los 60, con Les biches, El carnicero y La ruptura, y se consolidó diez años más tarde, con Lazos de sangre, Niña de día, mujer de noche y Los fantasmas de un hombre respetable. De allí en más, el adjetivo “chabroliano” permite hablar de un estilo, unos personajes, una mirada inconfundible sobre el mundo. Todo lo que define a la clase de cineastas que, desde que los Cahiers du Cinéma, impusieron el término hoy clásico de auteur.
Curiosamente o no tanto, Chabrol formaba parte por entonces del grupo fundacional de esa revista, y desde ese lugar ayudó a acuñar el término. Según la idea desarrollada por los Cahiers, “autor” es todo aquel que logra desarrollar un discurso personal y una forma acorde, de película en película, participe o no de los guiones. Es el caso de Chabrol, que puede partir de textos literarios preexistentes como de guiones propios o ajenos. Prueba definitiva de la condición de “autor”, las películas basadas en textos de otros –La ruptura, La bestia debe morir, La ceremonia, ahora Gracias por el chocolate– son tan “chabrolianas” como aquellas que tienen guiones propios, se trate de un film temprano (como El ojo del diablo), uno recientísimo (como El corazón de la mentira) o de exponentes clásicos (como Les biches o El carnicero).

SEMBRAR LA INCERTIDUMBRE
Ahora bien, ¿en qué consiste “lo chabroliano”? En primer lugar, en la delimitación de un territorio. Desde temprano, Chabrol decidió que, a diferencia de sus compañeros de ruta de la nouvelle vague, la zona de caza para sus correrías cinematográficas no sería SaintGermain-des-Près sino la Francia del interior, ésa en la que el odio y la locura crecen sin que se note. Sobre un fondo de campiña o junto al mar, en balnearios de moda o pueblitos perdidos, dentro de palacetes veraniegos o residencias de medio pelo, todo film verdaderamente chabroliano consiste en la demolición larvada pero implacable de las apariencias burguesas y la calma chicha de provincia. Detrás de la tersa fachada, Chabrol hurga, con mirada clínica e ironía cínica, las huellas de la pudrición. La mirada suele ser distante y, como en Hitchcock, lejanamente divertida. Pero este asceta de la puesta en escena no se permite la burla ni la autoindulgencia, dando la sensación de que puede entender, en secreto, crímenes y pecados de sus personajes.
Formado en una férrea tradición de relato clásico, Chabrol no deja detalle librado al azar, no desperdicia un solo plano en nada que no sea esencial para el desarrollo de la trama. Construye el relato con lógica cartesiana, lo llena de pistas e indicios, de detalles reveladores. Todo ello, en procura de su objetivo de máxima: sembrar la incertidumbre, transmitir la certeza de que nada puede darse por seguro, de que detrás de un tipo cualquiera puede haber un asesino.

EL TONO Y LAS REGLAS
Pertinaz lector de policiales, Chabrol es seguramente el cineasta contemporáneo que más ha contribuido a enriquecer el género en cine, en términos de cantidad y de calidad. Cuando aborda superclásicos como Georges Simenon (Los fantasmas de un hombre respetable y Betty) de Nicholas Blake (La bestia debe morir), de Ed McBain (Lazos de sangre) o de Patricia Highsmith (El grito de la lechuza), su status de lector avezado le permite hacerlo sin falsos respetos, apropiándose de esos crímenes ajenos como si fueran propios. Pero, además, la condición de connaisseur le permite volver sobre autores olvidados (el caso de Ellery Queen, de quien adaptó La década prodigiosa). O rescatar a otros no tan conocidos, como hizo con la inglesa Ruth Rendell (de quien trasladó La ceremonia y planea adaptar otro relato) o cierta ignota nativa de Wisconsin llamada Charlotte Armstrong. En una novela de esta norteamericana se basaba La ruptura, uno de sus films capitales de comienzos de los 70 y, ahora,Gracias por el chocolate, cuyo origen literario fue el libro conocido en inglés como The Chocolate Cobweb (adaptado por Chabrol junto a la psiquiatra de niños Caroline Eliacheff, con quien ya había coescrito La ceremonia). Claro que, cuando Chabrol lee policiales, no lee lo mismo que cualquiera. “El género tiene sus propias reglas. Pero además es un sistema de apariencias, y eso permite desarrollar un tono determinado. Estoy más interesado en el tono y la apariencia del policial que en sus reglas. No me interesan la intriga o el suspenso, sino lo más íntimo de los personajes. Si me ocupo de la intriga, es porque no tengo más remedio, porque esa es una de las reglas del género. Si reincido una y otra vez en el policial es porque, desde Fritz Lang hasta Hitchcock, ése es el mejor vehículo con que cuenta la cultura popular para desarrollar todo argumento abstracto”, sostiene este empedernido fumador de pipa.

LA TELA DE ARAÑA
Como La ruptura, Gracias por el chocolate es una historia de crímenes familiares. Pero esos crímenes tienen una peculiaridad: son más potenciales que reales. Si no hay cadáver, no hay asesino, reza un viejo adagio del policial. A lo largo de Gracias por el chocolate no se ve un solo cadáver. Podría haberlos, eso sí: nada más chabroliano que esa potencialidad, que abre el camino a la sospecha. ¿Qué otra cosa es la sospecha, sino una brecha entre lo que se ve y lo que se supone, entre lo que se dice y se calla? En esa brecha tiene lugar el cine entero de Chabrol, y Gracias por el chocolate no es la excepción.
La película se abre con un concierto de rumores, que pasan de boca en boca entre los asistentes a una fiesta. Un rumor es una suposición, la hipótesis maliciosa que imagina el horror y el escándalo detrás de la honorable apariencia del vecino. ¿Por qué Suiza? “Quería filmar lagos”, dice Chabrol. Tal vez porque un lago oculta más de lo que muestra. Como el propio Chabrol. O el acaudalado matrimonio de André Polonsky (Jacques Dutronc) y su segunda esposa, Marie-Claire Müller (la Huppert), que parecen vivir en perfecta armonía, en compañía del hijo de él (Rodolphe Pauly). Polonsky es un prestigioso concertista de piano. Marie-Claire es la última de los Müller, reyes del chocolate helvético.
Gracias por el chocolate comienza con André y Marie-Claire celebrando su boda. En el momento en que se ponen los anillos, cierto comentario introduce el primer interrogante en medio de ese perfecto protocolo suizo. “¡Ah, los mismos anillos que la vez anterior!”, dice, juguetona, Marie-Claire. Como quien tira de un hilo, desovillando ese mínimo comentario se llega hasta el secreto familiar de los Polonsky-Müller, una red tan compleja y exuberante como la que ella teje a lo largo de la película. Y que tiene, claro, el dibujo de una telaraña.

EL MINUTO 100
En esa red que Chabrol desteje hilo a hilo, hay una primera esposa, una muerte en misterioso accidente, un hijo que podría no ser de Polonsky y una intrusa que sí podría serlo. Hay, sobre todo, una mujer-enigma, a quien, cada vez que prepara un rico chocolate caliente para los suyos, se le caen gotas de un peligroso somnífero. “¡Caramba, qué torpe soy!”, exclama, ligeramente divertida, Marie-Claire, apodada Mika. “Porque suena al chocolate Milka”, asegura o bromea Chabrol. “Pero también porque la mica, ese mineral opaco, ofrecía un contraste perfecto con el nombre de ella, puro como María y transparente como Claire”, completa, con precisión de bisturí.
Si ella es la perversa, ¿son inocentes quienes la rodean? Abstraído en la excelsitud de su piano y su música, demasiado ocupado en atender los requerimientos de una bella discípula (Anna Mougialis), Polonsky sabe que su primera esposa no murió de muerte natural. Sin embargo, nunca le preocupó demasiado aclarar esa muerte. Cuando la situación se repite, cíclicamente, Polonsky volverá a su Steinway como si nada pasara. Irónica a lo largo de todo su recorrido, de aire despreocupado y socarrón, Gracias por el chocolate parece una comedia durante 99 minutos. Sin embargo, el último plano –ése que los ansiosos por levantarse del asiento no llegarán a ver–, demuestra que lo que parecía comedia era tragedia, que la red atrapa también a la araña. Lúdico como Hitchcock, trágico como Fritz Lang, Chabrol se limita a decir acerca de esta película y su imprevisible desenlace: “Para mí, la perversidad es el mal absoluto. Existe una relación muy cercana entre el bien y el mal. La mayoría de los perversos trabajan para el bien. Y el bien ligado a la perversidad nos brinda el mal absoluto”.

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