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Teatro 12 polvos, o la pornografía con muñecos y varillas


Títeres con cabeza

Hasta que decidieron hacer 12 polvos, los veinte actores del grupo Jinetes del Marote no tocaban un títere desde su más tierna infancia. Para este reencuentro, protagonizan un espectáculo de pornografía de juguete, en el que no faltan devoradoras de hombres, monjas judías tentadas por el Diablo, hermanos que mantienen promiscuas relaciones carnales y rituales de perversos sacerdotes satánicos.

Por Natalia Fernández Matienzo

La compañía se llama Jinetes del Marote. La obra 12 polvos. Y es, bueno, una suerte de asombroso evento que cabalga entre la pornografía más chabacana y la inocencia usualmente asociada a los títeres (que, como los mimos, han sabido apropiarse de todos los atributos de pureza de la disciplina teatral). Los veinte integrantes del elenco de este espectáculo de títeres porno, que acaba de estrenarse en una sala del off Corrientes, saben que la suya no es tarea fácil porque, ¿puede cosa alguna ser más chocante que una larga saga de orgías organizada por nuestros muñecos de la infancia?
La idea surgió casi como una ocurrencia durante una gira que el director de 12 polvos, Sergio Rosemblat, realizó por Alemania junto a la compañía de titiriteros del San Martín. “Llevar adelante este proyecto fue una especie de compromiso tácito que asumí en ese momento, entre cervezas, con Ariel Bufano”, cuenta Rosemblat. Para conformar tan temerario grupo, capaz de derribar pruritos tales como incluir sexo en la vida de las marionetas, Rosemblat tuvo la atinada idea de descartar a todos aquellos que, de un modo u otro, hubieran tenido alguna experiencia en el oficio, tal vez para purgar todo parecido con lo convencional. Por eso, el conjunto de neotitiriteros que da vida a estos personajes proviene de las más diversas áreas del mundo de la actuación. Entre ellos –y tal vez para dejar bien en claro que lo de la diversidad es en serio–, Carolina Peleritti. Dice Rosemblat: “Yo quería, necesitaba, ponerlos en contacto directo con un método totalmente novedoso para ellos, en donde el desafío no estuviera puesto en sacar partido de lo técnico, sino en utilizar como herramienta primordial la esencia de un chico que juega, llegando a los estadios primitivos de percepción”. Complicado, es cierto.
O no tanto. A partir de allí (y de esto hace escasos diez meses) el grupo comenzó a trabajar en pequeños “comités” de organización, e incluso ideó un eficiente método de registro para plasmar las vergonzantes perversiones que todos ellos aportaban. “Utilizamos una especie de site de Internet al que sólo nosotros podíamos acceder. Fue muy fuerte lo que pasó, porque las cosas que escribimos ahí son muy privadas, muy íntimas. Entonces instauramos un sistema de anonimato, para preservar nuestros vapuleados pudores”, cuenta Fernando Locatelli. Además de escarbar entre sus más desvergonzadas fantasías sexuales y/o experiencias en el área, el grupo se vio obligado a recurrir a las nunca bien ponderadas revistas pornográficas, que en este caso fueron una franca ayuda para ampliar el panorama. “Yo incluso saqué el abono de Venus, que jamás había tenido”, dice Rosemblat. “Nos hartamos de ver pijas y conchas”, resume Damián Ramil, en un rapto de franqueza que todos sus compañeros agradecen.
Elegir el nombre de la obra fue sólo una formalidad, porque nadie puso en duda que 12 polvos era el mejor apelativo que podía darse a un espectáculo de doce actos cuya temática principal es el sexo. En cuanto al nombre de la compañía, bueno, consensuarlo implicó ribetes algo más pasionales. “No encontrábamos ninguno que nos convenciera”, dice Rosemblat. “Teníamos uno (HTIPPO, Honorables Titiriteros Populares y Pornográficos) que a los actores no les gustaba porque sonaba a célula peronista de barrio, según Damián. Así que llamamos a elecciones internas. Tras una larga jornada de proselitismo a favor de Jinetes del Marote... ganaron, lamentablemente”, se queja el director, único simpatizante del nombre original.
Ahora bien, el lector probablemente se preguntará hasta qué punto ha podido la perversión de estos sujetos desvirtuar la naturaleza ingenua de un muñeco de goma espuma. La respuesta es simple: la obra, señores, es una seguidilla de doce escenas en las que pueden verse, como en los mejores momentos de la programación reservada a adultos, largas y descarnadas escenas de sexo explícito... entre títeres de trapo de unos treinta centímetros de altura. El repertorio de encuentros sexuales es ciertamentevariado y reúne escenas que van desde relaciones convencionales entre homosexuales, por ejemplo, hasta prácticas que rozan la patología. Entre ellas, un médico con severas tendencias al sado-maso que golpea furiosamente la pierna quebrada de su paciente mientras él mismo se retuerce de placer, o una monja que susurra una especie de plegaria judía y es finalmente tentada por un curioso Satanás, o dos extraños seres que practican la concupiscencia carnal con cadáveres en una morgue, o un ritual con tintes medievales en el que la muchacha en cuestión es finalmente sacrificada (y éstos son sólo algunos ejemplos). Lo curioso, claro, es de qué manera la gomaespuma (esa segunda naturaleza del tan cándido como soso Topo Gigio) logra dar una cabal ilusión de carnalidad, acompañando con rara idoneidad los procaces textos.
A juzgar por la reacción del público, que se levanta a aullar marranadas a una stripper con atuendo de mujer policía, entre silencios nerviosos y ojos ávidos del resto de la platea, esta ilusión se consigue ampliamente. Y no son sólo hombres los que participan espontáneamente del espectáculo: es notable la cantidad de señoras mayores que ríen bajito y se revuelven en la silla ante semejantes y lujuriosas fantasmagorías (y atención: que el espectáculo empieza a la una de la mañana). Será que es más bien universal esta puesta en escena de la perversión de los más sagrados preceptos de nuestras infancias, a través de títeres, nada menos, pobrecillos (¿o alguna vez se nos cruzó por la cabeza que ellos tuvieran algo que ver con esas bajas pasiones que el mundo nos reservaba más adelante?).
En todo caso, y para consuelo de alguna que otra anciana enardecida, no son solamente los muñecos los que hacen posible la obra. Por detrás del escenario, la veintena de valientes hace aparición, resaltando con gestos y exclamaciones de todo tipo el accionar de sus personajes, haciendo tal vez más fácil la identificación del público. Lo que hace que la pornografía complete su sentido puede atribuirse tal vez a la homogeneidad que se logra entre esos cuerpitos semirrígidos y en principio inexpresivos y las voces y gestos de quienes los manipulan: ese límite que difumina y a la vez estimula a discernir si lo que gime es un muñeco, un actor, o algo que está en algún punto entre ambos.
Como cada personaje es manejado por varios actores, por momentos cada uno de ellos es apenas una pierna, la cabeza, el movimiento de un brazo o la voz de los títeres. El resultado de tamaña coordinación y fluidez de conocimientos por parte del elenco lleva al espectador a pensar si no se ha equivocado de sala y en realidad se ha metido en otro de esos ciclos de animé. Esta perfección técnica, aplicada a la pornografía, consigue situaciones tan escabrosas que hasta el más escéptico (léase frígido) se convence. “Al principio hacíamos todo entre nosotros: nos poníamos cañitas de bambú en los dedos para que el proceso de adaptación fuera más paulatino, y nos manejábamos entre nosotros. Después pasamos a títeres neutros, y finalmente a los caracterizados”, cuenta Peleritti.
Tal vez para que nadie diga que no hay más que sexo salvaje en este espectáculo (o para separar la paja del trigo y enfatizar que, detrás de la pornografía, es teatro lo que uno está viendo), los títeres se dan el lujo de incluir, entre polvo y polvo, algunos bocadillos de comicidad que tienen el don de bajar el nivel de sonrojo generado entre el público. Casi al final de la obra hace aparición una cabeza sepulcral, blanquecina y presa de múltiples tics nerviosos que afirma lo siguiente: “De todas las perversiones sexuales, la más incomprensible es la castidad”.
En cierta medida, utilizar algo tan puro y poético como un títere para hacer pornografía casi parece una falta de respeto al género, que tantas molestias se ha tomado para permanecer sin mácula entre los espectáculos infantiles. Y esto, como casi todas las convenciones venidas a menos, genera un cierto clima tenso que fácilmente puede devenir en rechazo porparte de los más conservadores. “Es como hacer un número de clowns que le peguen a un nene”, dice Locatelli. “Pero en esa contradicción, en ese choque, se produce el espectáculo. Con los títeres se llega a un límite: hay creer que un pedacito de tela se coge a su hermano, que es otro pedacito de tela, y encima cieguito y perverso. O no entrás para nada, o te metés en un mundo completamente diferente, como en un viaje”. Rosemblat lo confirma: “La construcción de lo que sucede en escena la hace el público en última instancia. Con los títeres esto es llevado a sus últimas consecuencias. El títere es apenas un objeto inerte: lo más primitivo y básico para generar una convención. Lo que le falta de vida, de caliente, de sangre, tiene que ponerlo el público. Y la pornografía es maravillosamente eficaz para que esto suceda”. Pero el director del grupo no puede privarse de desenmascarar a su elenco, antes de que se apague el grabador que registra esta entrevista: “Varios de mis titiriteros todavía no invitaron a sus padres al ver el espectáculo”, se ríe Rosemblat, y agrega: “En un momento hasta pensamos seriamente en hacer una función light exclusivamente para ellos”. La famosa historia de nunca acabar, que le dicen.

12 polvos se presenta viernes y sábados a la una de la mañna en el Teatro Belisario, Corrientes 1624. Entrada $ 4.

 

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