The
Buenos Aires Affair
Un
10 de agosto de hace noventa y un años, llegó a Buenos
Aires Eugene ONeill, por entonces un ignoto marinero, en fuga
de su padre actor y de una dama embarazada con quien se había
casado momentos antes de embarcar. Durante sus nueve meses en suelo
argentino, el futuro Premio Nobel sería despedido de la Swift,
la Westinghouse y la Singer, planearía un asalto que a último
momento se arrepentiría de encabezar y, cansado de dormir bajo
una chapa en las dársenas del Dock, volvería a Nueva York
borracho y tuberculoso, para sentarse a escribir las obras teatrales
que lo inmortalizarían. Ésta es la historia de esos funambulescos
nueve meses.
POR
ANDREW GRAHAM-YOOLL
Según
el cuaderno de bitácora del capitán Gustav Waage, el velero
Charles Racine ancló en la rada de Buenos Aires el 4 de agosto
de 1910. En su sección marítima del sábado 6 de
agosto, el Buenos Aires Herald confirma el arribo: Bergantín
noruego Charles Racine, 1526 toneladas, de Boston, con carga de madera.
Agencia Christophersen Hermanos. El miércoles 10, el mismo
diario anunciaba el amarre en el Riachuelo, para descarga. A bordo,
como tripulante de cubierta, viajaba Eugene Gladstone ONeill (1888-1953),
futuro dramaturgo y ganador del Premio Nobel en 1937. Ese primer viaje
como marinero no sólo le dejó a ONeill una apetencia
por el mar que lo llevaría a coleccionar el resto de su vida
modelos de veleros, estadísticas y anécdotas marítimas
(a tal punto que en 1946 le diría a un entrevistador: Lo
más hermoso que se ha construido en los Estados Unidos fueron
los veleros Clipper) sino también un material tan sórdido
como valioso para sus obras teatrales.
El velero había partido el 6 de junio de Boston, envuelto en
una densa niebla. Según Waage, el viaje duró 57 días
(ONeill anotaría en su diario que la experiencia duró
65 días, incluyendo los días de embarcado antes de partir
y la demora en la rada antes de entrar a La Boca). Era el segundo viaje
de ONeill en diez meses. El primero había sido a Honduras,
donde estallaría una revuelta contra el gobierno cuando ya estaba
llegando a Buenos Aires. Ambas partidas habían sido en fuga de
Kathleen Jenkins, una muchacha de la clase media alta cuya casta dictaba
que había que llegar virgen al matrimonio. Kathleen estaba embarazada
de dos meses cuando ocurrió el casamiento con ONeill, en
Nueva Jersey, el 2 de octubre de 1909, a espaldas de los padres de ambos
y dos semanas antes de que el futuro dramaturgo cumpliera veintiún
años (aunque declaró tener veintidós en el acta
matrimonial).
James ONeill, un actor oriundo de Kilkenny, Irlanda, respetado
en los escenarios de Estados Unidos por su legendaria adaptación
teatral de El conde de Montecristo (que estuvo ininterrumpidamente en
escena durante treinta años, dando a la familia una desahogada
posición económica), había recomendado a su hijo
la primera fuga a Centroamérica. El actor era apoyo económico
de sus dos hijos, y a la vez guía autoritario a quien siempre
recurrían. Si bien el joven ONeill le confesó el
embarazo de Kathleen a su padre, antes de partir a Honduras, prefirió
ocultarle el casamiento. De hecho, sólo aceptaría conocer
a Eugene junior más de diez años después, aun cuando
la noticia de su paternidad fue revelada en esos días por un
periodista de la farándula, cuando el aspirante a marino estaba
en Nueva York, de regreso de Honduras, escondido de las iras de su padre
y de su esposa parturienta. Confundido por el revuelo, y aunque para
esas fechas ya había intentado sus primeras incursiones literarias,
ONeill se fugó nuevamente del entorno familiar. A bordo
del Charles Racine uno de los últimos veleros que intentaban
competir con los vapores, ONeill se dedicó a las
lecturas marítimas de Joseph Conrad y John Masefield, y elaboró
sus primeros poemas inspirados en la vida marítima. El mar y
aquella residencia en Buenos Aires que le daría un sinfín
de situaciones y personajes definieron en gran medida el viraje del
joven ONeill al universo teatral. Basta citar, por ejemplo, el
monólogo del más bien autobiográfico Edmund Tyrone
en Viaje de un largo día hacia la noche (1940), obra inspirada
en un verano en familia en 1912, recordando vívidamente el ritmo
del mar y el vaivén del velero acompañando los vaivenes
de su atormentado interior. De Buenos Aires también saldrían
varias de las escenas sobre borracheras y abstinencias en otra de sus
obras capitales, El hombre de hielo llega (1939). Pero ese ONeill
aún estaba lejos de ser el fabuloso renovador de quien Tennessee
Williams diría que parió el teatro norteamericano
y murió por él.
La única razón de poner proa a Buenos Aires fue por ser
el destino final del Charles Racine: no hubo nada significativo en la
elección de BuenosAires. Según lo consignado en una excelente
biografía, publicada en 1962 y actualizada el año pasado,
de Arthur Gelb (ex crítico de teatro del New York Times) y Barbara
Gelb (ONeill: Life with Monte Cristo, Applause, New York, 2000,
760 páginas), la emoción de vivir que había
experimentado en alta mar no podía continuar en tierra. En Buenos
Aires, sin embargo, el joven no se contactó con el mundo de los
jóvenes poetas, como en Honduras, sino que se sumergió
en el ambiente funambulesco de las recovas del Bajo y agotó rápidamente
los sesenta dólares que le había regalado su padre antes
de zarpar, única reserva para solventar aquella estadía
en el Río de la Plata. Más tarde, ONeill diría:
Entré en Buenos Aires como un caballero, y terminé
como una piltrafa en las dársenas del puerto.
Luego de alojarse en el Hotel Continental (no el de Diagonal Norte,
que se fundó en 1929, sino uno cerca de Plaza Constitución),
buscó la calidez de un bar de marineros en el Paseo Colón.
Su objetivo era buscar empleo en tierra, pasar unos meses en la ciudad,
y luego recuperar la libertad en alta mar. Durante el viaje
a Buenos Aires, alguien le dijo que había una numerosa comunidad
norteamericana que fácilmente le daría trabajo en tierra,
cosa que él sospechaba que le permitiría sentar cabeza.
Pero pronto se dio cuenta de que un aspirante a poeta y marinero no
tenía calificación alguna para conseguir trabajo. Aun
así, en el Continental conoció a un ingeniero californiano,
Frederick Hettman, que estaba de paso en la ciudad rumbo a Córdoba.
Hettman quedó impresionado con ONeill, más por su
filiación con el famoso actor que por méritos propios
del joven viajero. Y se ofreció a presentarlo en las oficinas
de la recién inaugurada sucursal porteña de la Westinghouse
Electric Company, donde ONeill fue contratado como dibujante (falsedad
que rápidamente tuvo que confesar al hacerse evidente que no
sabía trazar una línea). Así y todo le dieron un
puesto calcando planos, ocupación que logró conservar
durante seis semanas.
Cuando renunció, debió irse también del Hotel Continental
por no poder pagarlo y terminó instalándose en una pensión
de marineros en el Bajo. Poco después consiguió empleo
en el galpón de lanas en Dock Sud de la Swift Meat Packing Company.
Pero el depósito se incendió al poco tiempo, ahorrándole
a ONeill el trabajo de renunciar a su puesto. Su pequeño
sueldo se consumía en los boliches y burdeles de Paseo Colón.
Su preferido era una pocilga llamada Sailors Opera, cerca de Parque
Lezama. La biografía de los Gelb registra el recuerdo afectuoso
que ONeill retuvo de ese lugar: Era un loquero, pero siempre
había algún programa para los habitués. Todo el
que se hallaba en el salón aportaba alguna actuación...
Algún viejo lobo de mar contaba un cuento, otro bailaba... Había
acaloradas discusiones entre marineros yanquis y europeos acerca de
la calidad de sus barcos. Y si alguna noche no prometía otro
entretenimiento, siempre se podía iniciar una buena pelea para
pasar el rato.
Los bajos fondos de Buenos Aires hacían que los andurriales de
Nueva York parecieran una fiesta parroquial, según ONeill.
Marineros borrachos, burreros empedernidos, funcionarios desclasados
del servicio diplomático, mujeres que ofrecían y homosexuales
que pedían, además de esos jovenzuelos que entregaban
por las mesas tarjetas rosadas y amarillas que ofrecían paraísos
en rojo... Y siempre, como ruido de fondo, alguna melodía producida
a martillazos por un pianista, el único sobrio. Otro de
los destinos predilectos de ONeill eran las salas de cine pornográfico
en Barracas. Sus amigos en Nueva York se sorprenderían por el
florido relato del joven bien educado que jamás pronunciaba una
palabrota. Esos cines no dejaban nada librado a la imaginación.
Toda forma de perversidad se exhibía en la pantalla y a los marineros
les deleitaba. Pero, salvo las excepciones de siempre, no eran hombres
violentos. Por lo general eran honestos, corajudos sin heroísmo,
y sólo trataban de pasar un buen rato entre borrachera y borrachera.
En el Sailors Opera de Paseo Colón, ONeill se hizo
de un amigo, un joven inglés que pasaría a ser el personaje
Smitty en tres futuras obras de teatro. En Rumbo a Cardiff (1914), La
luna del Caribe (1917) e In the Zone (1917), Smitty es un marinero en
cambiantes etapas de miseria emocional. En la realidad, era un joven
de 25 años, hijo de un noble inglés con una educación
de primera, pero su alcoholismo había terminado con su noviazgo
con una chica inglesa de buena familia. Era casi demasiado bello,
como la descripción de Dorian Gray que hace Oscar Wilde. Bebía
para consolarse. Y, entre borracheras, bebía para recuperarse,
recordaría ONeill, que para entonces, ya en las vísperas
de su cumpleaños número 22, también vivía
borracho constantemente. Con lo que les quedaba de dinero a ambos, decidieron
compartir una pieza en otra pensión del Bajo. A pesar del estado
calamitoso en que se hallaba, ONeill encontró otro trabajo,
a dos dólares por día, en la Singer Sewing Machine Company,
que para entonces fabricaba 575 modelos de máquinas (aunque,
según el propio ONeill, jamás aprendió a
identificar más de diez y por esa razón fue despedido
al poco tiempo, cosa que lo hizo sentir como un colegial fugado
y sin lugar adonde ir).
Con los bolsillos vacíos y ninguna esperanza laboral en el horizonte,
dormía al reparo de algún depósito en las dársenas.
Las dos semanas que trabajó como estibador en el vapor alemán
Timandra serían tan vívidas que la embarcación
ingresaría en su obra El largo regreso a casa (1917). De esa
período final en Buenos Aires, ONeill luego diría
que no había banco de plaza en toda la ciudad sobre el
que no durmiera alguna vez. Aparte del hambre continuo y la necesidad
de hallar dinero suficiente para bebida, ONeill también
estaba en fuga constante de los sádicos vigilantes
que buscaban extorsionar a marineros sin papeles. La fuga constante
lo llevó a improvisar diversos escondrijos en el puerto, durmiendo
bajo cobertizos de chapas, colchones y frazadas sacadas de la basura.
Allí encontró el apoyo y la solidaridad de marineros anarquistas,
cuyo discurso repetía sólo para lograr compartir su comida.
Compartió un techo de chapa con una adolescente flaca y hambrienta
(de la que el libro de los Gelb no consigna más información)
y su principal fuente de alimento pasó a ser la cantina de los
barcos, desde donde un tripulante tiraba restos a los hambrientos en
tierra. Los personajes más autodestructivos de Extraño
interludio (1927) y A Electra le sienta bien el luto (1931) se basan,
según los Gelb, en personas conocidas por ONeill en esos
tiempos en Buenos Aires.
De hecho, el futuro Premio Nobel recordaba aquellos meses como un descenso
al infierno. En un momento hasta consideró participar de un asalto
a una agencia de cambio, pero se disuadió a sí mismo reconociendo
que no tenía el coraje. Un cronista del Buenos Aires Herald,
Charles Ashleigh, que también escribía poesía,
recordaría luego que halló a ONeill insoportablemente
morboso, excepto cuando hablaba de Joseph Conrad o de la poesía
de John Keats. El ingeniero Hettman quedó tan impresionado
por el derrumbe de su joven amigo que fue hasta una pensión donde
ONeill era conocido y pagó varios meses de alquiler por
adelantado. Pero cuando Hettman volvió poco después de
Córdoba, su compatriota ya no estaba. Ante el desolado panorama
de la vida en tierra, ONeill había decidido embarcarse
nuevamente. Años después, en apuntes autobiográficos,
recordaría haberse sumado a la tripulación de un vapor
que llevaba ganado y mulas a Durban. Pero, al llegar a Sudáfrica,
las autoridades coloniales británicas no lo dejaron bajar a tierra
porque no reunía los cien dólares necesarios para ingresar
al país.
De regreso en Buenos Aires, ONeill reconoció que era hora
de retornar a casa. Cargaba en su cuerpo con un comienzo de tuberculosis
que le llevaría varios años superar. Dejó la ciudad
en el vapor Ikala, un carguero construido en Glasgow sin más
rumbo que el destino incierto de sus cargas. La nave había arribado
el 22 de febrero a Buenos Aires, donde la representaba la agencia J.R.
Williams. El 21 de marzo de 1911, a nueve meses de su partida de Boston,
ONeill subió por la planchada del Ikala, y se sumó
a la tripulación de treinta ingleses y escandinavos. El sueldo
de tripulante era de 27,50 dólares por mes.
Semblanzas de ese viaje aparecerían en cuatro de sus futuras
obras, entre 1913 y 1917. El Ikala llegó a Nueva York el 15 de
abril. Allí, ONeill se reunió con sus padres, contratados
para actuar en un teatro local. Su primer objetivo fue emborracharse,
y con un grupo de sus compañeros de cubierta se dirigió
a un boliche infernal conocido como Jimmy The Priest, demolido en 1966
para dar lugar al World Trade Center. Los parroquianos perennes del
bar, que se autotitulaba hotel por alquilar habitaciones
por hora en el primer piso, tendrían un lugar prominente en futuras
obras. Al joven viajero le costó reinstalarse con sus padres,
cuya agitada vida en las tablas decidió que jamás seguiría.
Al hijo que había dejado recién nacido en esa ciudad lo
vería por primera vez diez largos años después.
El 22 de julio de 1911, ONeill volvió a embarcarse, en
el carguero New York, esta vez rumbo al país de sus padres, Irlanda.
De ahí pasó a Liverpool y Southampton. Fue su último
viaje como tripulante. El 26 de agosto de 1911 la nave atracó
en el puerto de Nueva York. La paga que recibió ONeill
luego de los descuentos (léase gastos de bar) fue de 14,84 dólares.
En 1913 empezaría a cambiar su suerte, con la publicación
de tres obras en un acto (A Wife for A Life, The Web y Thirst, la primera
basada en su enamoramiento de la esposa de un conocido). Pero sus personajes
más potentes, entre ellos muchos que había conocido en
Buenos Aires, aún deberían esperar unos años para
verse inmortalizados en el escenario.
Yo,
Edmund Tyrone, también
conocido como Eugene ONeill
Por
A.G.Y.
Hasta
ahora, el paso por Buenos Aires de Eugene ONeill había
sido usado en un cuento por Pedro Orgambide, y también por Juan
José Delaney en una ocurrente pieza teatral, basada en una carta
apócrifa atribuida a un tal Patrick Hickey (compañero
de trabajo de ONeill en la Swift), cuando se descubre como el
personaje del mismo nombre en El hombre de hielo llega. A ellos se les
suma ahora Miguel Sottolano, con El largo viaje del hijo del Conde de
Montecristo, que ganó el año pasado el Premio de Novela
Breve Leopoldo Marechal del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires
y acaba de ser publicado por Ediciones De la Flor. En las 125 páginas
de su texto ficcional, Sottolano recrea la vida de ONeill en Buenos
Aires a través del personaje autobiográfico Edmund Tyrone
(protagonista de Viaje de un largo día hacia la noche) y las
observaciones de Frederick Hettman (aquel ingeniero californiano afincado
en Córdoba). La novela logra recrear el ambiente de Buenos Aires
a principios del siglo XX para dar vida a Tyrone, un ONeill en
fuga de su padre y atormentado por sus propias debilidades (en comparación
con la abrumadora seguridad que le ha dado al padre su perenne éxito
teatral encarnando al héroe de Alejandro Dumas). La recreación
resulta en un texto entretenido y potente, que refleja bien la crisis
de identidad e independencia por la que pasa ONeill en Buenos
Aires. Pero es indudable que el descenso del joven Eugene a su fondo
existencial fue más duro en vida que en la ficción de
Sottolano. Eso no le quita mérito a las excelentes escenas ambientadas
en prostíbulos y bares como telón de fondo para un ser
humano experimentando la temporada de descomposición: esa caída
que el mismo ONeill usaría fructíferamente durante
el resto de su vida literaria.
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