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Las paredes que hablan

Hasta el 15 de setiembre, el Centro Cultural Borges presenta una exposición de 64 obras del más importante artista español vivo: el catalán Antoni Tàpies. Pinturas, dibujos, relieves, grabados y una escultura, que abarcan el período 1951-1998, permiten entender por qué, cuando miramos una pared especialmente descascarada, pensamos de inmediato que es una obra de Tàpies.

Por Fabián Lebenglik

Cuando los artistas plásticos, músicos o escritores reconstruyen y precisan el origen de sus vidas como artistas, generalmente apelan a una ficción de origen. Atribuirle el carácter de ficción no intenta invalidar el grado de verdad que pueda tener el relato; más bien es un modo de clasificar la estructura de ese relato, que se repite en series, como si se tratara de modelos narrativos.
En el caso de Antoni Tàpies (nacido en Barcelona en 1923), esa ficción de origen está relacionada con una larga convalecencia causada por una grave intoxicación que sufrió a los diecinueve años. El envenenamiento le produjo una severa asfixia y una posterior parálisis que derivó en una enfermedad pulmonar que lo postró durante veinticuatro meses. Esos dos años de inactividad física fueron el caldo de cultivo para otras dos enfermedades, tal vez más graves en aquellos tiempos del Generalísimo: el pensamiento y la pintura. Ya se sabe: pensar y pintar son hijos contagiosos del ocio. El año de aquella iniciación es 1942, una trasposición numérica del año del Descubrimiento. Desde entonces y hasta ahora, el arte español de la posguerra civil sería impensable sin Tàpies, no sólo porque con él se produjo un corte y una ruptura de los límites de lo que se entendía por pintura, sino también por sus posiciones políticas antifranquistas y catalanistas, que dieron pelea ideológica y estética al régimen que lo mantuvo aislado durante cuatro décadas. Tàpies, además, es un teórico del arte, que fue desarrollando su pensamiento estético en libros como La práctica del arte, El arte contra la estética, Por un arte concreto y progresista, El arte y sus lugares y su autobiografía Memoria personal.
Si bien su pintura terrosa, densa, cargada de materiales y también de vacío, resulta todavía intragable para muchos, Tàpies es hoy un modelo de pintor canónico, no sólo para España sino también para la escena del arte internacional. Esto se ve confirmado por algunas de las grandes retrospectivas que ha realizado desde 1995, en el Jeu de Paume de París, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Museo Reina Sofía de Madrid (inaugurada por los reyes de España). La exposición del Centro Borges no tiene en absoluto la magnitud de aquéllas, ya que sólo incluye obra pequeña y mediana, y ninguna de sus telas de gran escala, a las que el pintor viene dedicándose con energía durante los últimos años.
La presente exhibición, al cuidado de la curadora española Marisa Oropesa, reúne obras provenientes de distintas colecciones y ofrece un panorama ilustrativo, aunque colgado de manera confusa. Por la variedad de obras, hubiera resultado más idóneo un montaje cronológico. Salvo en el caso de la extensa serie de litografías “Variaciones sobre un tema musical” –montada en una misma zona de la gran sala–, que muestran cabalmente al Tàpies melómano, lo demás debe armarlo en su cabeza cada espectador, fuera del orden propuesto en la exposición. De todos modos, la cronología en Tàpies no debe pensarse en el sentido tradicional: su obra propone un itinerario más bien circular y sin tiempo, que podría haberse apreciado mejor en la muestra si se seguían sus idas y vueltas a lo largo de los años.
Hay una notoria atemporalidad en la obra de Tàpies, más allá de algunas modalidades iniciales apenas insinuadas en esta exhibición, como sus inicios surrealistas –influido por Miró– y algunos extraños dibujos obsesivos y de cuño adolescente. Casi toda la obra realizada de los años 50 en adelante, con la irrupción del uso de tierra, polvo de mármol, arena o paja en las telas, ofrece un aspecto de pared descascarada. Con el paso de los años, la violencia controlada del gesto pictórico, el desgarramiento de sus particulares superficies, la densidad visual y el tratamiento intuitivo y arriesgado de la materia, Tàpies consiguió lo que muy pocos artistas contemporáneos logran: generar un público masivo y un modo propio de mirar el arte y el mundo. La operación visual de mirar uncuadro y decir que parece una pared se invirtió después de él: luego de haber pintado con su estilo más de siete mil obras a lo largo de sesenta años, el catalán consiguió que, cuando miramos cierta clase de pared, digamos: “Parece un cuadro de Tàpies”.
Ese descascaramiento y desgarro, esa densidad de capa sobre capa que nos habla del tiempo, se impuso como un lenguaje que rompió con la tradición del cuadro pensado “solamente” como superficie pintada. La obra de Tàpies se compromete con los materiales reales como una manera de contacto y al mismo tiempo de interpretación de esa realidad. Hay un abandono de la noción histórica que dice que un cuadro debe ser una obra “terminada”, con pintura aplicada sobre una superficie. Las obras de Tàpies nunca se terminan: son en sí mismas un work in progress permanente, porque la “precariedad” e inestabilidad de los materiales hace que la obra se vaya transformando con el tiempo. Más allá de las mutaciones, accidentes y efectos que el paso del tiempo produce sobre las cosas, en Tàpies hay un componente absolutamente deliberado, en el que la mutación del cuadro es parte del desarrollo estético.
Para seguir con el hilo de la historia, en 1948 Tàpies se sumó al grupo de artistas e intelectuales catalanes Dau al set, que a través de exposiciones y de una publicación propia buscaba romper la inercia y el acartonamiento de la cultura española de entonces. Dau al set (“Dado de siete”) intentaba desde su mismo nombre atravesar la lógica imperante a través de la difusión de las propuestas y experiencias de las vanguardias europeas, especialmente del surrealismo. A comienzos de la década del 50, Tàpies comienza a delinear un repertorio de materiales, colores y gestos que lo transforman en un precursor de lo que en Italia después se llamó Arte Povera. La incorporación en el cuadro de materiales cotidianos y de desecho les fueron dando a sus obras una densidad matérica y un carácter efímero y “vulgar” que las alejaba cada vez más de los cánones habituales.
El repertorio de Tàpies va conformando un alfabeto, algo así como un dispositivo estético y ético en variación continua –dentro del mismo repertorio, todo es cuestión de combinaciones y variaciones “alfabéticas”-, casi en sentido musical. Paralelamente, terminada la Segunda Guerra Mundial, el expresionismo abstracto norteamericano se transformó en una apuesta fuerte, exportado al mundo por las instituciones progresistas de Estados Unidos. En sintonía estética con aquella tendencia renovadora, en Europa surgió el informalismo. Fue el crítico francés Michel Tapié el que lanzó ese nombre para referirse a artistas como Dubuffet, Michaux o Fautrier. En este sentido, el arte informalista venía a luchar contra la figuración y sobre todo contra las vanguardias geométricas derivadas del cubismo. El informalismo venía a oponerse al rigor abstracto de Mondrian y el grupo De Stijl (aunque en Mondrian hay una tremenda sensibilidad que los informalistas no supieron ver). A comienzos de los 60, los españoles Manolo Millares, Lucio Muñoz y a su manera el propio Tàpies, así como el argentino Alberto Greco –entonces residente en España– fueron piezas importantes de aquella pasión por el caos que destilaba el informalismo: el juego con la materia, el espesor de la pintura, el uso del collage, los grafismos y la espontaneidad de la expresión gestual. Puede verse en aquellas obras –como en varias de las que se muestran en la antología Tàpies del Centro Borges– el vértigo del arte por fijar su propio presente con la improvisación como dato clave. Así, lo efímero también dejaba su marca, su huella vital y contradictoria que buscaba atrapar el instante, perpetuar la fugacidad.
Desde la perspectiva de Tàpies, el arte es un modo de conocimiento a través de la materia y en este sentido sus pinturas son extraños textos a ser descifrados por la mirada. En su obra también es notoria la deuda con el arte primitivo, con la idea del arte como parte del pensamiento religioso y trascendente. Aunque, como él lo aclara cada vez que puede, setrata de una trascendencia bien terrenal y territorial: en sus obras no hay otro mundo sagrado ni un más allá. En todo caso, si hay otro mundo, es éste, el que nos rodea.

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