La
luz de una
estrella lejana
Debutó
en los tiempos del cine mudo y murió en 1956. De las 85 películas
que filmó, sólo sobreviven 31. Maestro absoluto del melodrama,
Godard, Fassbinder y Tarkovski reconocieron deberle todo o casi todo.
Sin embargo, el nombre de Kenji Mizoguchi era un secreto entre iniciados
en la Argentina, cosa que se paliará con el ciclo de doce de
sus mejores films que se proyectará en la Lugones entre el martes
7 y el domingo 19 de agosto.
POR
HORACIO BERNADES
La
revelación del cine japonés es sin duda el acontecimiento
cinematográfico más importante desde el neorrealismo italiano.
La afirmación pertenece a André Bazin, a quien bien puede
considerarse el fundador de la crítica cinematográfica
contemporánea, y no es de hoy ni de ayer. En marzo de 1955, Bazin
publicó en la revista Arts uno de los primeros ensayos sobre
cine japonés en Occidente. Más poblado de hipótesis
y conjeturas que de certezas, Bazin reconocía allí lo
tardío de la revelación. La belleza de los films
japoneses nos llega con retraso, como la luz de estrellas lejanas,
escribía. Y fijaba una fecha, un evento y una película
para el primer avistamiento occidental.
La fecha: setiembre de 1951 (aunque, curiosamente, Bazin cometía
un error en la cita, estirándola hasta un año más
tarde). El evento: el Festival de Venecia. La película: Rashomon,
del por entonces desconocido Akira Kurosawa, premiada con el León
de Oro. Confirmando que no se trataba de un hecho aislado, en las siguientes
ediciones del mismo festival tres películas japonesas se adjudicaron
sendos Leones de Plata. En 1952 fue La vida de Oharu; en 1953, Ugetsu
Monogatari, y en 1954, El intendente Sansho (conocida también
como Sansho, el gobernador). Las tres habían sido dirigidas por
el mismo realizador, diez años mayor que Kurosawa y a quien el
propio Akira y el resto de sus coterráneos consideraba, desde
hacía rato, como un maestro. Su nombre: Kenji Mizoguchi.
LA
MALA FORTUNA
A diferencia de Kurosawa, que con Rashomon iniciaba lo que puede
considerarse el cuerpo duro de su obra, al momento de su consagración
en Occidente Mizoguchi tenía detrás treinta años
de carrera y por lo menos veinte de consumación artística.
Mientras que las obras maestras del primero estaban por venir, Mizoguchi
venía produciéndolas desde hacía décadas.
Si hubo una razón para que el nombre de Kurosawa trascendiera
en Occidente de un modo que jamás ocurrió con el de su
colega y maestro, es por el carácter de contemporáneo
del realizador de Los siete samurais. A partir de Rashomon, Occidente
pudo seguir sus pasos película a película, desde Vivir
hasta Madadayo, pasando por Dersu Uzala, Kagemusha o Ran.
Mizoguchi es el caso contrario, ya que tuvo la mala fortuna de morir
pronto. Tenía cincuenta y ocho años cuando sucumbió
a la leucemia, en agosto de 1956. De allí en más se hizo
necesario redescubrirlo, tarea a la cual son más propensos los
críticos, historiadores y cinéfilos que el espectador
medio. Mientras en Europa proliferaron retrospectivas, ediciones en
video y estrenos tardíos, Kenji Mizoguchi sigue siendo prácticamente
un desconocido en la Argentina, a casi medio siglo de su muerte. De
sus 85 películas se estrenaron sólo dos, las citadas La
vida de Oharu y Ugetsu (esta última con un título bellísimo:
Cuentos de la luna pálida de agosto). Hubo que esperar casi cincuenta
años para empezar a conocerlo: desde el martes próximo
hasta el 19 de agosto, en la sala Lugones del San Martín tendrá
lugar una retrospectiva integrada por doce de sus películas,
organizada por las autoridades del teatro, junto con la Cinemateca Argentina
y el Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón. Ahora
sí, Kenji Mizoguchi, el hombre a quien cineastas como Godard,
Fassbinder, Tarkovsky y Theo Angelopoulos siempre reconocieron deberle
todo o casi todo dejará de ser un secreto a voces, para empezar
a ocupar el lugar que le cabe.
GEISHAS,
PUTAS Y VICTIMAS
Mizoguchi había debutado en tiempos del cine mudo y lo hizo
a todo vapor. En 1923, año del debut, completó la friolera
de once películas. De allí en más no se detuvo
hasta su muerte. A lo largo de su carrera, filmó de todo, desde
melodramas contemporáneos hasta películas de samurais,
desde films sociales hasta historias de fantasmas. Muchas de ellas se
perdieron para siempre durante la guerra: se estima que de las 85 que
completó, sólo sobreviven, al día de hoy, treinta
y una.
Formado en artes plásticas, lector impenitente y conocedor de
todas las formas de teatro japonés (Nô, Kabuki y teatro
de marionetas), como la mayoría de los pioneros del celuloide
Mizoguchi cayó al cine casi por accidente, el día
que acompañó a un amigo hasta la sede de los estudios
Nikkatsu. Allí fue conchabado, primero como actor y luego como
asistente de dirección, pasando pronto a la realización.
Aunque le llevó una treintena de películas encontrar una
voz propia, de entrada nomás quedó fijado para siempre
el que sería uno de los motivos centrales de su obra: cuando
las autoridades del estudio, que consideraban cubierto el mercado masculino,
le encargaron que atendiera el rubro películas para mujeres.
De allí en más, Mizoguchi se convertiría en uno
de los grandes cineastas especializados en el mundo femenino, junto
con Max Ophuls, George Cukor, Ingmar Bergman o Almodóvar.
Su historia personal parece haberlo empujado en el mismo sentido, ya
que provenía de un hogar en donde el padre no sólo castigaba
con regularidad a la madre, sino que además llegó a vender
a la hermana mayor de Mizoguchi a un burdel, para paliar un momento
de crisis en la economía doméstica. Por otra parte, el
propio Kenji supo frecuentar desde joven casas de geishas y barrios
rojos, así como mantuvo turbulentas relaciones pasionales. Tanto,
que de una de ellas salió con varias puñaladas, producto
de la ira de una amante despechada. Fruto de estas experiencias personales
y de una visible afinidad con lo femenino, no es raro que en su obra
aparezcan, una y otra vez, mujeres sufridas, explotadas por los hombres,
condenadas por el orden social a trabajar como geishas o prostitutas.
LAS/12
Se cae de maduro que el género en el que Mizoguchi incursionó
más frecuentemente fue el melodrama, al que supo convertir en
vehículo de denuncia social. No sin consecuencias: en una sociedad
eminentemente patriarcal como la japonesa y teniendo en cuenta
que tanto para el budismo como para el confucianismo la mujer es inferior
al hombre, esa empatía con las heroínas le trajo
más de un conflicto con las autoridades, así como algún
episodio de censura (que, si no llegó a mayores, fue porque el
cineasta siempre constituyó, para propios y extraños,
algo así como un monumento nacional viviente).
El ciclo de doce películas programado en la sala Lugones describe
un amplio arco en la obra de Mizoguchi, desde mediados de los años
30 hasta dos décadas más tarde, cuando el cineasta completó
la que sería su última película. Empieza donde
debe, con las dos películas que el propio realizador consideraba
las primeras en las que logró desarrollar un mundo propio: Elegía
de Osaka y Hermanas de Gion, ambas de 1936, que podrán verse
el martes 7 y miércoles 8. Prohibida en su momento por sus tendencias
decadentes, Elegía de Osaka narra el via crucis de una
mujer soltera, que comienza trabajando como empleada para sostener a
su padre y a su hermano menor, y termina prostituyéndose tras
sufrir acoso sexual por parte de su empleador.
Las Hermanas de Gion son dos geishas que encarnan modelos opuestos de
mujer: mientras la mayor asume su rol social como servidora
del hombre, la otra prefigura a las heroínas fassbinderianas,
al intentar forjar su propia independencia económica mediante
una complicada serie de estratagemas. El fracaso de ambas no hace más
que corroborar la supremacía del orden patriarcal por sobre la
voluntad individual, conflicto que se hará presente en toda la
obra de Mizoguchi y que en todos los casos se resuelve del mismo modo.
De modo sorprendente para su época y país, Mizoguchi disecciona
en ambos films el poder del dinero, elemento que reaparecerá
sistemáticamente en films posteriores (y que llevó a quemuchos
vieran en él a un marxista de hecho). Tanto Elegía de
Osaka como Hermanas de Gion terminan con apelaciones directas al espectador,
verdaderos mazazos emocionales que aún hoy conservan intacto
su poderío.
La historia del último crisantemo (1939), que se verá
el jueves 9, inaugura otra variante temática, sobre la que el
realizador volverá reiteradamente: el sacrificio de la mujer
por su hombre, como palanca para el triunfo social de éste. Se
trata, en este caso, de la historia de un actor de teatro Kabuki, que
logra desarrollar su arte gracias a la guía de su amante y ex
criada, que deberá autoaniquilarse para que aquél alcance
la máxima elevación.
ESPIRITU
Y MATERIA
Nueva manifestación de la clásica oposición
mizoguchiana entre espíritu y materia, La historia del último
crisantemo ratifica al cineasta no sólo como artista mayor, dueño
ya de una maestría incomparable para la puesta en escena, sino
como un especialista en grandes catarsis: la escena final, en la que
se opone, por montaje paralelo, el acceso del héroe a la gloria
mundis con la solitaria agonía de la heroína, es pura
gloria cinematográfica. Los leales 47 Ronin, saga en dos partes
que suman casi cuatro horas, es un Mizoguchi atípico: una épica
de honorables samuráis basada en una vieja leyenda que el cineasta
accedió a filmar en 1941, justo antes de Pearl Harbour, cediendo
a presiones oficiales. Se verá el viernes 10 y sábado
11, y será una buena ocasión para verificar hasta qué
punto el realizador podía ejercer su maestría, aun en
condiciones adversas.
Con Una geisha (1953), que se proyectará el domingo 12, se inicia
la segunda etapa del ciclo, la de los films de posguerra. La película
es una variante de Hermanas de Gion, otra vez con dos geishas encarnando
el conflicto entre tradición y rebelión en el seno de
la sociedad japonesa. Entre el martes 14 y el jueves 16, se suceden
las tres obras mayores que establecieron el nombre de Mizoguchi en Occidente.
La vida de Oharu es tal vez la película en la que Mizoguchi llevó
más lejos su idea de la mujer como gran víctima del orden
social, con la protagonista en imparable descenso desde las alturas
nobiliarias hasta los más solitarios albañales, todo por
culpa de su intento de rebelión ante la autoridad paterna.
EL
ORDEN MUTABLE
Ubicadas en pasados más o menos remotos, Ugetsu y Sansho,
el gobernador son sendas parábolas en las que Mizoguchi, a través
de una sucesión de las más cambiantes peripecias, ratifica
sus ideas sobre el reino de este mundo, en sintonía con ciertas
ideas del budismo. En ambas, la fortuna se encarniza con los protagonistas.
En Ugetsu, como consecuencia de la desmesurada ambición de los
héroes masculinos, las mujeres se mantienen obstinadamente aferradas
a la tierra. En Sansho es el poder político y económico,
en su forma más barbárica y cruel, el que lleva a una
familia a la pulverización. Tanto Ugetsu como Sansho sugieren
que el mundo real, la gloria y el dinero son meras apariencias, que
todo es pasajero y mutable, y que, como bien lo indican los planos finales
de ambas películas, el yo termina diluyéndose, inevitablemente,
en la totalidad.
Los amantes crucificados (1954, viernes 17) y La princesa Yang Kwei
Fei (1955, sábado 18) representan nuevas vueltas de tuerca sobre
la trágica connivencia entre amor, dinero y poder. La primera
está basada en una famosa obra teatral y narra una historia de
adulterio. Con la peculiaridad de que los amantes son perseguidos no
tanto por razones morales como meramente económicas: la mujer
es la esposa de un poderoso comerciante, circunstancia que los competidores
de éste aprovecharán para destruirlo. Primer film del
cineasta en color y de una belleza visual sobrecogedora, La princesa
Yang Kwei Fei se basa en un poema chino del siglo VIII. Tiene,en la
historia de amor entre un emperador y una plebeya, el aire de una leyenda,
incluyendo sorprendentes puntos de contacto con la historia de La cenicienta,
en la subtrama de la criada que llega a emperatriz.
Lo notable de La princesa es que, llevando su sistema a un grado culminante,
Mizoguchi contrapone los elementos de novela del corazón
con la más brutal guerra de clanes, intereses palaciegos y miseria
de los poderosos. El resultado logra ser, así, una sublime historia
de amor y, al mismo tiempo, una visión terminal del poder político,
en la que ambas líneas se aniquilan mutuamente. El hecho de que
el emperador destronado sea, a su vez, un excelso músico y poeta,
agrega una capa más de desesperanza sobre el tema de las relaciones
entre política y belleza.
Finalmente, el domingo 19, cierra el ciclo Calle de la vergüenza,
canto del cisne en el que el cineasta, presintiendo tal vez que la despedida
estaba próxima, busca refugio, junto al grupo protagónico
de prostitutas, en un burdel llamado El País de los Sueños.
Allí detecta, por última vez, que en el país de
los sueños manda el dinero. Como en toda su carrera, en aquella
ocasión Mizoguchi no permitió que la furia le tiñera
el estilo. Un estilo hecho de planos distantes, tomas largas y suaves
e inconfundibles travellings laterales, cuya extrema fluidez parecía
destinada a disimular o contrarrestar cualquier exceso dramático
y respondía a un estricto credo estético, que alguna vez
el propio Mizoguchi se ocupó de detallar: Algunos directores
a veces filman un plano próximo. Por ejemplo, una pequeña
campana mecida por el viento. Suponiendo que eso generará una
atmósfera poética. Las cosas no deberían presentarse
de esa manera. Es innecesario apoyarse en primeros planos, excepto cuando
la parte señalada guarda relación con el contexto del
drama. Odio los primeros planos.
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