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Los
unos
y los otros
Como
su comadre Lucrecia Martel (con quien trabajó en La ciénaga
y reincide en la próxima La niña santa), la fotógrafa
Florencia Blanco tiene un don para hacer elocuente el detalle. Pero, en
vez de hacer foco en el desbarranque de la clase alta, sus imágenes
registran la fiesta de los pobres y la edad de las cosas cuando están
al límite. Su muestra Salteños, en la Fotogalería
del San Martín hasta el 2 de setiembre, es un paseo impagable por
esa entelequia que es para los porteños la vida de provincia.
POR
LAURA ISOLA
Cuando
Florencia Blanco, fotógrafa y autora de la muestra Salteños
que se expone en la Fotogalería del San Martín, llegó
a la provincia del norte donde transcurriría el fin de su infancia
y toda su adolescencia, tenía once años. Nueva en el colegio
y en la sociedad, una compañera de escuela quiso invitarla a su
casa a jugar, pero la madre que no conocía ni a la niña
ni a la familia Blanco se mostró reticente ante el pedido,
hasta que su hija la convenció: Pero, mamá, si es
rubia. Blanco dejó de ser niña (y rubia), pero la
anécdota se ha transformado en uno de los núcleos productivos
de su relato fotográfico, que no se detiene en el color local ni
se regodea en la miseria o los prejuicios, pero misteriosamente hace que
se hable de todo esto cada vez que se habla de sus fotos.
Si se toma la muestra de Blanco como un todo, puede decirse que es un
recorrido por distintas partes de la ciudad... pero de la ciudad de Salta,
y ahí la cosa cambia. Porque, aunque urbana, esa ciudad tiene sus
modos particulares de relación con el campo, con los animales,
con el ocio y con las viviendas familiares. Y Blanco tiene un ojo infalible
para lo esencial. Veamos una de sus fotos. Un caballo muerto ocupa casi
todo el espacio. Llama la atención un corte que deja al descubierto
la carne en el anca trasera del animal. La explicación se hace
necesaria: Es un caballo atropellado por un colectivo y el colectivero
se bajó y le cortó la marca que decía a quién
pertenecía el animal para ir a hacer la denuncia.
Blanco,
que se encargó del casting salteño para la película
La ciénaga de su coterránea Lucrecia Martel y que ya está
trabajando en La niña santa, la próxima película
de la misma directora, tiene más de un punto en común con
la estética de Martel. Evita lo pintoresco o las vistas panorámicas
en su trabajo: prefiere develar la identidad menos visible de la ciudad
en la decoración del frente de una casa, así como rastrea
los modos de vida en un living o en el respaldo de una cama en una casa
de adobe. También se propone contar la historia y para eso elige
una sala con su mobiliario de fines del siglo XIX para que contraste con
un comedor de la década del 70.
Tan interesada por la edad de las cosas como por el modo en que van desapareciendo
del paisaje, sus fotos ofrecen un vívido registro de lo perecedero,
o de lo inmutable frente a lo que se desintegra. Para lo primero elige
los cuartos de esas casas, abarrotados de muebles y adornos y hasta ancianas
de más de noventa años. También registra lo que no
está, como en la foto que muestra el terreno baldío dejado
por la demolición y futura edificación de un departamento.
Me interesa la edad de las cosas precisamente cuando están
al límite, o cuando ya no están. Eso es el paso del tiempo:
algunas de las fotos del living (o salas, como le decimos allá)
son de gente que ha muerto. Otros se conservan junto a sus objetos, pero
están al límite de la edad, los unos y los otros.
Lo que a Blanco le interesa de la cultura urbana en sí son
las cosas que hace la gente y la energía que pone en eso.
Está cansada de esa mirada paternalista sobre el Noroeste,
que pone el acento sólo en los mendigos y los coyas, o en la monumentalidad
de los cerros. Seguro que Salta es pobre, pero además hay
otras cosas. Y la gente pobre también se divierte, va al río,
festeja los cumpleaños y trabaja. De esa gente que va al
río o al balneario, por ejemplo, hay una serie que rebalsa vitalidad
y exuberancia: hombres con perros, hombres con sombrero, hombres con guitarra,
hombres y mujeres tomando mate y niñas con trajes de baño
enterizos son la marca distintiva de esa entelequia para los porteños
que es la vida de provincia. Estos ríos están pegaditos
a la ciudad y los días de verano la gente se toma su recreo. Aunque
también hay algo de que a ciertos ríos van unos y no van
los otros. Cuando voy al preferido por la clase baja, no me puedo mezclar.
Siempre sigo siendo de otra clase, aunque vaya y vuelva a ir. También
están los balnearios municipales, que apuntana lo mismo: tomarse
un rato y disfrutar. Generalizando, se puede decir que ésta es
una sociedad muy conservadora y que hay un racismo bastante importante.
Sobre todo en la clase media, que se fija más que ninguna en los
códigos del dinero y las apariencias, porque la clase alta está
segura de su origen y la clase popular tiene otros modos de integración
y clasificación del mundo, explica Blanco.
Sin desconocer que en su posición hay cierta extranjería
al describir prácticas sociales, sus retratos de jóvenes
quinceañeras luciendo vestidos empeñosamente pagados evitan
todo paternalismo. Muy por el contrario: La gente tiene un montón
de energía y la despliega en estas fiestas, que son muy importantes
allá. Yo prefiero ver el empeño que pusieron en comprar
el vestido, pagar la fiesta y disfrutarla que en la cosa trágica
de la pobreza. Reconozco el rasgo conservador de este tipo de celebraciones,
no soy tan ingenua, pero hay fiestas que están buenas y me gusta
que se hagan. Incluso las religiosas. A partir de la foto de los ángeles
del pesebre viviente, por ejemplo, intento contar una historia de júbilo
y festejo. Sabiendo, por supuesto, que en una sociedad como la salteña,
la religión tiene bastante de oscurantista.
Como Blanco no está a la caza de un instante, hace que el momento
fotográfico surja tal como se incita a que dé comienzo una
narración. Por ejemplo, en las fotos de la Reina de los Estudiantes,
con su vestido de tafeta y sus encajes de nylon. Su rubio dudoso, como
de Barbie, se pelea por el foco con el fondo que nítidamente muestra
el estacionamiento del supermercado donde acaba de finalizar la elección.
Como quería que se viera el fondo, tuve que sacarla un poco
de foco. Ahí está más explícito eso del racismo:
la Reina de los Estudiantes es rubia mientras el 95 por ciento de los
estudiantes que estaba allí era morocho, concluye aquella
que alguna vez fue confiable por el solo hecho de ser rubia.
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