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Los
gozos y las
sombras
Los baños
públicos convertidos en lugares de encuentro entre varones. Las fiestas
secretas en el Tigre o en mansiones de la aristocracia porteña o en la
mismísima comisaría de la Casa Rosada. Las primeras reuniones de minúsculos
grupos de militantes gays y los festejos paralelos al Mundial �78. Radar
anticipa algunos de los fragmentos salientes de Fiestas, baños y exilios,
la poderosa investigación de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli que
publicará Sudamericana sobre uno de los aspectos menos conocidos de la
vida cotidiana bajo la última dictadura militar.
Por
FLAVIO RAPISARDI
y ALEJANDRO MODARELLI
Todavía hoy, que el
servicio de trenes se ha privatizado y la vigilancia extrema
de los andenes de la estación de Belgrano R hace mermar el merodeo
en torno del baño público, sobre la pared de los mingitorios
sigue escrito con trazo grueso un graffiti que dice: Lissette, ama
y generala de las teteras, 1980. El curioso que orina en dirección
a esa pared y detiene ahí la mirada supone que se trata apenas
de la huella autobiográfica de un invertido. Uno más,
piensa, de esos que pueblan desde hace siglos los relatos populares acerca
de prácticas homosexuales en lugares públicos, y contra
los cuales lo han prevenido desde la niñez el padre y los curas.
Ama y generala de las teteras: he ahí un desorden de
género, puesto que el autor del graffiti sin duda un varón
se refiere a sí mismo en femenino. Y también un uso burlón
de la nomenclatura militar, a pocas cuadras de donde vivía entonces
el general de la dictadura Albano Harguindeguy. Pero el curioso se pregunta,
sobre todo, qué nuevo y bizarro significado se le habrá
querido dar a un término tan doméstico como tetera,
de modo que alguien pueda llegar a convertirse en su ama y
generala. Si se iniciara en ciertas prácticas o en
ciertas amistades, aprendería que el vocablo designa, en el argot
de los gays, todo baño público transformado, bajo determinados
códigos y condiciones, en ámbito subterráneo de actividad
sexual. Acción ésta que, a la vez, recibe también
el nombre de tetera. No en cualquier baño se hace tetera,
y no cualquier baño puede llegar a ser o ha sido una tetera.
Cada una de ellas tiene una época de ganado prestigio y una época
de decadencia.
SEXO
CON BOTAS En tiempos de la dictadura, cuando toda instancia
de control social se había vuelto semiclandestina o miliciana,
la División de Moralidad, siempre en el límite de lo delictuoso,
mejoraba su estatuto dentro de la fuerza y su performance económica,
gracias a que las directivas emanadas de las autoridades militares incluían
dentro del accionar subversivo a la homosexualidad, cuando menos la que
se manifestase en las calles, baños públicos y lugares de
encuentro. Pero en su trabajo de caza y chantaje podía llegar a
ocurrir que se cruzasen de pronto con otros policías de cuadros
más respetables que, ya de ropa civil, se trocasen en maricas en
los andenes.
Conocí a mi primera pareja en el 79, cuando yo tenía
veinte años y él veintitrés, en la estación
de Belgrano R. Los dos bajábamos del tren y él, de apurado,
tropezó conmigo. Lo miré muy mal, medio amenazante; estaba
muy acostumbrado a ese tipo de gestos autoritarios. Yo trabajaba en una
empresa vinculada a Fabricaciones Militares, rodeado de milicos, y estaba
embebido de la soberbia de ellos. El chico me devolvió la mirada
del mismo modo, pero luego me sonrió. Era hermoso y estaba de novio.
Nos pusimos a conversar y me contó que era estudiante de abogacía
y oh, sorpresa, que hacía guardias en la comisaría de la
Casa Rosada, porque era oficial de policía recién egresado
de la Ramón Falcón.
A través
de la memoria de uno de los grandes expertos en teteras de ferrocarril,
La Richard, ingresamos entonces al más secreto rincón de
encuentro entre subversivos bajo la dictadura. Uno que jamás podríamos
haber imaginado, puesto que es el más vedado a nuestros ojos: la
misma Casa Rosada, ya que de la comisaría de Balcarce 50 se trata.
Helos ahí, pues, bajo las oficinas asexuadas del general Videla,
jóvenes entrenados en la masculinidad obligatoria sobándose
en las camas destinadas al descanso.
El diseño de la comisaría de Casa de Gobierno es o
era como el de cualquier otra comisaría. Hacia el lado derecho
estaba el Casino de Oficiales, donde yo me quedaba a dormir. Era una situación
no sabida, aunque ahí dentro él me presentaba como su pareja
a otras maricas tapadas. Era muy amigo de un chico de la Casa Militar,
un teniente de caballeríaespléndido, que uno lo veía
y se desmayaba: alto, engominado y de bigotes. Lo conocí un día
que entró golpeando las botas al dormitorio, muy estilo macho pesado.
Me relojeó un segundo, recostado como estaba yo en la cama, junto
con mi pareja, y lanzó un suspiro delator. Se quejaba de que tenía
los pies hechos mierda. Yo le dije: ¿Y entonces por qué
no te sacás las botas? Me miró sorprendido, pero con mucha
gracia, y me respondió: ¿Sacarme las botas, estás
en pedo? Mirá cómo me lucen.
AMA Y GENERALA
¿Sólo sexo impersonal y anonimato en los baños públicos?
No necesariamente. Había un variado número de teteras y
la práctica privada en esos interiores tenía muchas formas.
Las del centro, limpias y colmadas, se especializaban en masturbaciones
y felaciones apresuradas, y convocaban a oficinistas, ejecutivos y flaneurs
perversos, en busca de rincones aún no visitados. Otras más
lujosas pertenecían al circuito VIP de la avenida Santa Fe de
Pueyrredón a Plaza San Martín, o de Florida, desde
el Garden a la Richmond. En estos circuitos, un chico venido de los barrios
podía atraer la atención de algún señor con
cierta clase que, casi siempre, se retrasaba en los espejos, acomodándose
la corbata y mirando al joven de reojo. Con suerte, la aventura podía
terminar en un departamento del Barrio Norte y ser el inicio de una relación
de amantes o de servicios rentados esporádicos.
En los baños de las estaciones de tren, más proclives al
coito, y sobre todo en sus adyacencias ociosas, se instauraban redes humanas
inestables. Al amparo del buen aire de los andenes se habían formado
algunos círculos sociales entre habitués de varias edades
y clases sociales, ya cansados de hacer cruzas entre ellos. Mientras esperaban
la llegada de clientes nuevos, intercambiaban bromas, datos y consejos.
Se conocían los nombres o se inventaban apodos. Y, si bien nada
los unía, más allá de esas rutinas de las estaciones,
su solidaridad era similar a la de un grupo organizado que comparte un
oficio y una experiencia determinada, y en el que a veces surgían
caudillos.
Así como se formaban espontáneamente, algunas de esas redes
de habitués ponían en funcionamiento cierto orden de jerarquías.
Había en muchas estaciones como en la de Belgrano R,
regentas cuyo título no estaba dado por su pertenencia a un estrato
social superior ni por la simulación de esa pertenencia. Tampoco
por la belleza. Su origen era producto de una audacia particular que se
tenía en forma innata o se adquiría en el yiro de los andenes.
La Lisette del graffiti, aquella ama y generala de las teteras,
por ejemplo, había logrado hacerse de un derecho de feudo gracias
a su arrebatadora presencia su sobreactuación y al
dominio que ejercía sobre los asustados participantes, que por
su culpa a menudo escapaban de los baños como ratas. Cuenta La
Richard:
Como la mayoría de las regentas, La Lisette era inteligente,
creativo, mentiroso y autoritario. Creativo con los graffiti, ingenioso
y venenoso con la lengua. Mentía en cosas ridículas. Por
ejemplo, una vez contó que había conocido a un chongo superdotado,
que lo había invitado a su mansión y que todo el piso del
salón, que tenía como veinte metros, estaba hecho de una
sola pieza de mármol. Todos fingíamos creerle, porque de
otra manera empezaba a los gritos y los golpes. Cuando entraba a la tetera
alguien que le desagradaba por algún motivo o sin motivo,
lo sacaba a empujones. Uno se atrevió a desafiarlo y una noche
se metió en el baño. Uno de los súbditos de La Lisette
la llamó y se lo contó. Para qué: la loca se fue
disparando y terminó metiéndole al pobre tipo la cabeza
en el inodoro turco. Ninguna regenta invadía el territorio conquistado
por la otra. Pero yo muchas veces hice de embajador itinerante. La Lisette
manejaba al baño como su reino. Apenas llegaba, empezaba a palmear
las manos, dar órdenes y exigir explicaciones. Se aprovechaba de
que la mayoría de las locas necesitaban desesperadamente el silencio.
Todosteníamos más o menos la misma edad. Quizás alguno
pasaba los treinta, pero viejos no permitíamos, y hasta los hostigábamos
en aquellos baños. En eso éramos muy de segregar. Estaba
La Pingüino, La Betty Boop (que tenía la costumbre de pegar
grititos, de ahí le quedó el nombre). Tiempo después
me invitaron a una fiesta en un piso paquetísimo, frente al Círculo
Militar, y de pronto me presentan al dueño de casa... era nada
menos que la Betty Boop. Me pidió que no hablase de las teteras,
porque ahí iba a ser un quemo. A La Lisette la vi por última
vez en una especie de taller de costura del barrio de Once, donde hacían
trajes para vedettes, espaldares de plumas. Me dijo que estaban confeccionándole
el vestuario para su debut como estrella principal de una obra de teatro.
Otra mentira.
LA CONTRAFIESTA
DEL MUNDIAL Cada
uno de sus ademanes nos inmoviliza en el pasado. Cada fotografía
que nos acerca busca confirmar aquello que las locas dicen de sí:
Éramos tan audaces. Zapatos de plataforma, pantalones
blancos, turquesas, amarillos, que ajustaban quién sabe cómo
más las nalgas que las protuberancias viriles; oxfords
de botamangas gigantes, bajo camisas de talle imposible, más pegadas
a la carne que la carne misma. El pelo complicado sobre los hombros, de
un tono en evasión al rubio. Los personajes de esa foto que muestra
La Turca (un morocho hoy vestuarista, ayer escenógrafo, de desarrollados
músculos) recién salidos del barco que los cruzó
desde Montevideo, se preguntan si en el puerto de Buenos Aires la policía
se dejará engañar; si, engañados, los tomarán
por otra cosa que no fuese sólo eso:
Éramos un grupo de locas amigas, la mayoría conocidas
de las fiestas, recién llegadas de Brasil, vía Uruguay.
Seguíamos con toda la libertad del carnaval encima, con la sunga
bajo el oxford, y ni pensamos en cambiarnos de ropa. Si nos paraba la
cana, íbamos a presentarnos como una troupe de artistas. Porque,
como sabrán, primero fuimos artistas y después subversivos.
Veníamos con ganas de planear una fiesta monumental para prolongar
el despilfarro. El party, como se decía entonces, era un buen pretexto
para hacer, aunque más no fuese por unas horas, un hueco en la
ciudad de los milicos, abrir una especie de pasaje. Ahí podíamos
ser lo que realmente éramos: locas. Me acuerdo de que por entonces
se desató una represión terrible contra los homosexuales.
Empezaba a prepararse el Mundial de Fútbol de 1978, y nosotros,
con nuestro modo de vivir, éramos algo así como una red
de linyeras que había que esconder o, como dije, de subversivos.
Una noche hubo una razzia monumental en un boliche de la Plaza Dorrego,
en San Telmo, donde se hacía un show musical, y nos detuvieron
a un montón de locas, incluso al cantante. Querían sacarnos
de la calle, de la Feria, de San Telmo, del planeta, para que se viese
que el país había sido purificado. Porque los homosexuales
y los marxistas no eran argentinos, para ellos.
Poco antes del Mundial de Fútbol se inauguró el sistema
de identificación inmediata, llamado DIGICON. En torno de los patrulleros
se formaban filas de ciudadanos demorados, a la espera de que se controlase
su situación penal o contravencional. Si se confirmaba que alguno
había sido detenido antes o estado preso, era remitido a la comisaría.
El prontuario, así, se convertía en una marca indeleble,
un rasgo de la personalidad. Entre la miríada de demorados sobresalían
las locas, que estaban ya demasiado habituadas a los ejercicios de control,
y se permitían por tanto algunas bromas entre ellas (¿Nombre?
Rafaella Carrá. ¿Dirección? Baños de Retiro).
La orden dada por el jefe de la División de Moralidad (Espanten
a los homosexuales de la calle) no logró consecuencias permanentes
en los baños de la estación Retiro.
Se estaba festejando el triunfo. Venían hordas de varones
de todos lados, salían de los trenes, de las alcantarillas, con
banderas, camisetas. Se llenó el baño, y un grupo de locas
nos quedamos ahí duranteun buen rato, a ver si de tanta algarabía
se ligaba algo. De pronto las luces se apagan; quedamos casi a oscuras.
Era un sueño. Todos los tipos se pusieron a cantar y uno gritó
A ver quién es el macho que me la chupa. Los disfrazados de machos
aparecimos en seguida. Las mariquitas armamos en la tetera la contrafiesta
del Mundial, recuerda La Turca.
VIUDA DE
PEÑALOZA En
el barrio, las fiestas que organiza aquel que se conoce como el
maricón se intuyen como muy divertidas. Los gritos, la música
a alto volumen, la traza de los asistentes, casi todos varones, hacen
presumir que algo poco común acontece en la casa de al lado. Habrá
que ser invitado para comprobarlo. Por lo pronto, el discurso homofóbico
atenúa su grandilocuencia, se liberaliza, en contacto con el suave
vecino cuyas maneras inquietan pero que ha tenido más de una gentileza.
En esa proximidad se produce un discurso de trastienda, que
llama a tolerar aquello que, de todos modos, se sabe contra natura. Así,
los prejuicios forjados en el orden lejano de los valores oficiales se
desvían o se transforman en el orden próximo de las relaciones
cotidianas. Se debe perdonar el traspié del familiar y, por qué
no, también el del buen vecino. La marica, muchas veces, se convierte
en sujeto de interés social. En ocasiones, consejera cultural
para eventos de fin de semana o para asuntos vinculados a moda e indumentaria.
La Cuca, en el suburbio de Gerli, es dueña de un kiosco donde las
vecinas concurren a ilustrarse sobre esmaltes de uñas. Ella lleva
un color distinto en cada uña, para demostraciones inmediatas.
Saca sus manos a través del mostrador, y sus conocimientos producen
gran respeto:
La historia de La Cuca es una de las más formidables que
solemos repetir. Este personaje se había instalado, junto a su
kiosco, en una zona de clase media baja de Gerli, en épocas del
peronismo de los 70, cuando todavía era muy joven y bello. Era
amante de uno de los guardaespaldas del gobernador, y todo el barrio lo
sabía. Había alcanzado cierto prestigio social a raíz
de su amancebamiento, y además era muy requerido como instructor
en cuestiones de cosmética. Un día el guardaespaldas, que
sería uno de esos matones tan corrientes dentro del ambiente de
custodios de personajes públicos, muere en un enfrentamiento con
rivales. Ocurre que La Cuca se nombra a sí mismo como la Viuda
de Peñaloza, y todo el vecindario acepta esa nueva dignidad originada
en el dolor de la pérdida. Todos respetan su silencio, su luto;
nadie se ríe cerca de él, hasta que alguna señal
indica que la herida ha empezado a cicatrizar. Pero lo más cómico
es que desde la muerte del guardaespaldas, los recibos que extendía
La Cuca en su comercio llevaban la inscripción Viuda de Peñaloza,
siempre (Héctor Anabitarte, ex militante del Partido Comunista).
EL PARTY
SIGUE EN LA COMISARIA No
siempre los privilegios de clase alcanzan para sustraerse al castigo.
Mientras La Chiquita ha sufrido el hostigamiento policial en la tetera
de Belgrano R, un Bunge deberá dar explicaciones en
una comisaría sobre las razones y los detalles de una fiesta de
varones que organizó un sábado de 1977 en su casa del Barrio
Norte:
Yo salía con un chico pintor exquisito llamado Manuel C.,
que era amigo de este Bunge, dueño él de la segunda planta
de una de esas casas viejas de doble entrada, que sólo usaba para
hacer fiestas. En la planta de abajo vivía una señora, que
ya le había advertido a Bunge que no iba a tolerar más reuniones
de esa clase. Fui, entonces, a una fiesta de Bunge, a la una de la madrugada.
La puerta estaba abierta; subo la escalera y me encuentro en una joda
selecta y fabulosa. Estaba el que había sido director del Di Tella
su nombre no lo recuerdo, una modelo muy conocida y exótica,
La Negra Alá y su hermano Antoine. Cachorro A. hacía de
anfitrión; él era la pareja de Bunge, que todavía
no había llegado de un partido de bridge.Además, había
dos chicos, Mario y Horacio, que trabajaban en Cancillería, y que
estaban por viajar, uno a Tailandia y otro a Chile, donde habían
sido destinados como personal de embajada. Ahora son cónsules.
Éramos más de sesenta varones y apenas cinco mujeres, conversando
y bailando con música de Gloria Gaynor, algunos en los rincones
con su porro. Yo hablaba con un americano que estaba encantado con la
reunión. De pronto veo aparecer en la penumbra a un policía
uniformado con una ametralladora, y detrás de él otro, y
detrás otro. La gente todavía no reaccionaba, Gloria Gaynor
seguía cantando y los diez canas eran como una aparición
en el decorado a la que nadie terminaba de prestar atención. Le
digo al norteamericano que seguía con la charla: John, la policía.
El tipo no lo podía creer. Con Antoine nos asomamos al balcón
y vimos varios patrulleros que habían cortado la calle. Oímos
a Cachorro, que estaba peleando con un policía. En la bragueta
llevaba colgada una frutilla de no sé qué material. Se hizo
cargo de la situación, a pesar de la frutilla, con ese tono de
superioridad al que estaba habituado y que era su rasgo de clase. Nos
subieron a un celular, y Cachorro gritaba: Qué fantástico,
chicos, el party sigue en la comisaría. Nos empujaron a una especie
de cancha de básquet. Y viene el comisario, que se había
tenido que levantar de la cama, porque sus subalternos no sabían
bien qué hacer, delante de semejantes locas paquetas que los trataban
como a las mucamas. Con el interrogatorio se les creó una situación
muy inquietante. Primero lo típico: el documento, el domicilio.
Pero después venía la pregunta sobre los oficios y las profesiones.
Ahí uno contestaba: Vivo de rentas. Y otro: Soy estanciero. Y otros:
Funcionario de la Cancillería. Los futuros cónsules eran
los más asustados, porque temían por su carrera. Esta suma
de grandes oficios fue lo que nos salvó de salir en Crónica
al día siguiente. Al rato llegó Bunge, enojadísimo
con el oficial del operativo. Ahí se enteró de que la denuncia
la había presentado su vecina, que esa vez no se dejó seducir,
como en otras fiestas, por unas botellas de champagne.
DARSE A
CONOCER Era
tan difícil encontrar locales... La izquierda encontraba iglesias
amigas, pero nosotros ni eso. Cuando pasaba un tren, cada quince minutos,
nos agachábamos. Pero reuniones así valían la pena,
escribe Héctor Anabitarte en un texto que recoge escenas de la
vida cotidiana de aquellas primeras locas activistas, que a veces cambiaban
el paso a nivel de Gerli por una cocina de conventillo de Lomas de Zamora,
donde en una ocasión fueron detenidos por la policía a causa
de una denuncia anónima sin mayores consecuencias. El núcleo
militante cuyo nombre designaba la pretensión de una comunidad
se llamaba Nuestro Mundo. Anabitarte, un empleado de Correos,
cuadro del Partido Comunista pero despromovido a causa de su proclamada
homosexualidad, coordinaba por entonces los esfuerzos y los proyectos
de la agrupación. Bajo el ruido de los trenes y los olores del
conventillo comenzó el primer intento político en la Argentina
de volver hacia lo público un mundo hasta entonces destinado a
permanecer en el dominio de lo nocturno, lo frívolo o lo tortuoso.
En Nuestro Mundo participaban personas del pueblo, algunas de las
cuales eran portadoras de la ideología más reaccionaria
o conservadora. Repartíamos boletines mimeografiados en las redacciones
de los periódicos o las revistas. Los periodistas que me recibían
se quedaban a veces helados. ¿Pero usted es homosexual? No se me
hubiera pasado por la cabeza, me decían. Como si esperasen a una
drag-queen en lugar de un sindicalista habituado a la pelea política,
recuerda Héctor Anabitarte.
En agosto de 1971, un grupo de intelectuales crea, en un departamento
de la calle Rioja, cerca de Plaza Once (según se dejó testimonio
en el número 5 de la revista Somos del FLH), el Frente de Liberación
Homosexual de la Argentina, al que pronto se unirá Nuestro Mundo.
Juan José Sebrelimenciona, entre los notables frentistas, a Manuel
Puig, quien, según escribe Sebreli en Historia secreta de
los homosexuales en Buenos Aires (largo artículo incluido
en el libro Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades), advirtió
que no participaría del movimiento a causa de su carrera literaria.
Agrega Sebreli que, en la reunión fundacional, se encontraba paradójicamente
un militante del Partido Comunista Argentino, activo dirigente del Sindicato
de Correos, en referencia a Héctor Anabitarte. Según testimonio
de Anabitarte y Lorenzo Sanz (su pareja, también integrante del
FLH, con quien partiría al exilio en 1976):
Nos reuníamos en casa de Pepe Bianco, que sin embargo estaba
en desacuerdo con la conformación de un movimiento por los derechos
de los homosexuales. Pensaba que reivindicar la homosexualidad era un
disparate, porque era apenas un asunto individual, algo personal, de lo
que no había motivos para enorgullecerse. Bianco era un intelectual
de clase alta, que a pesar de sus opiniones prestaba su casa para nuestros
encuentros y traducía artículos del inglés de los
grupos gays norteamericanos. Toda una contradicción. Por otro lado,
la referencia de Sebreli a Manuel Puig nos irrita. La publicación
del periódico Homosexuales del FLH, se costeó, entre otras
ayudas, con dinero suyo. Además colaboró con dinero para
una campaña que hacíamos para los gays presos en la cárcel
de Devoto.
EL HORROR
QUE YA VENIA Perón
se está muriendo. Los imberbes de FAR y
Montoneros presienten que la derecha que rodea al General extremará
su violencia. El nuevo hombre fuerte, López Rega, ya diseña
una estrategia de aniquilación a través de su milicia semiclandestina,
la Triple A. Terror para la revolución armada, pero también
para los intelectuales, los periodistas, los sindicalistas, incluso actores
y hombres de letras como Puig. En la vida cotidiana, los policías
concentran vigilancia y castigo en los jóvenes desprolijos y, como
siempre, se esmeran en detectar al homosexual evidente. En una cartilla
de seguridad, Somos explica cómo actuar en caso de ser detenido
en la calle o en una de las frecuentes razzias en los lugares de encuentro.
Entre otras cosas, llama la atención el siguiente consejo: Si
amenazan con la prueba médica, uno debe en principio negarse a
realizarla, pues no hay obligación de someterse a ella. En caso
de que la ejecuten por la fuerza, no hay que asustarse, ya que es imposible
probar nada por este medio, más allá de la presunción
psicológica. Debe evitar agacharse espontáneamente durante
la prueba, pues en eso consiste para la absurda medicina forense
la presunción.
En los funerales de Perón, Adelaida Gigli, una intelectual que
militaba en el PC revolucionario, echaba sobre la cabeza de los manifestantes,
desde el balcón de su casa, fundas de plástico de los discos,
donde había escrito Te quiero, para que la gente se
cubriera de la lluvia. Éste es el testimonio de Anabitarte y Ricardo
Lorenzo Sanz:
Adelaida servía té y mate a los manifestantes, y decía:
Mañana nos moriremos todos. Pues presentía que se venía
el horror, que se iban a desatar todas las cóleras, el crimen,
el acabóse. Es necesario rescatar a Adelaida como uno de los personajes
más curiosos y brillantes de aquella época. Había
sido una de las creadoras de Contorno, la revista y el grupo que en su
momento propuso todo un proyecto cultural de izquierda sartreana, que
buscaba diferenciarse de Sur, y donde sobresalieron por ejemplo David
Viñas que fue su marido y también en un principio
Juan José Sebreli. No era una militante política, aunque
se moviese en el PC revolucionario, donde cuestionaba todo. No la soportaban,
era demasiado creativa. Los montoneros le tenían miedo, porque
podía darles vuelta cualquier argumentación; estaba fuera
de su estructura mental. Así, Adelaida solía quejarse de
que, cada vez que se concertaba un encuentro clandestino, la citaban en
esquinas equivocadas. Muchas de las reuniones del FLH las hacíamos
en su casa, o a veces nos invitaba a sus fiestas, queeran fabulosas. Un
día organizó una fiesta de disfraces en la que, decía,
estaba disfrazada de teta. No había tenido tiempo de prepararse
y sólo se le ocurrió sacar un pecho afuera del vestido,
y así andaba por todos lados. A eso de las doce llegó un
grupo de montos amigos de los hijos, que también militaban en la
organización. Después nos enteramos de que venían
de cometer un atentado, que habían dejado el coche estacionado
en la puerta de casa y que estaban armados hasta los dientes. Ese tipo
de episodios pasaban en casa de Adelaida. Escenas de la vida cotidiana
que hoy suenan hasta cómicas.
Adelaida presentía las cóleras que ya estaban, desde hacía
años, contenidas en el aire político de la época.
En ese contexto, la revista El Caudillo había echado al ruedo una
advertencia a los homosexuales organizados. En una de las últimas
ediciones de Somos, ya declarado el estado de sitio en la Argentina, el
Frente de Liberación Homosexual escribe: En tanto homosexualidad
significa subversión en el marco de este sistema, sabemos que,
como homosexuales, no tenemos nada que ver con este orden que ahora se
impone mediante el exterminio. Nuestros intereses están, definitivamente,
en otro bando.
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