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Los gozos y las
sombras

Los baños públicos convertidos en lugares de encuentro entre varones. Las fiestas secretas en el Tigre o en mansiones de la aristocracia porteña o en la mismísima comisaría de la Casa Rosada. Las primeras reuniones de minúsculos grupos de militantes gays y los festejos paralelos al Mundial �78. Radar anticipa algunos de los fragmentos salientes de Fiestas, baños y exilios, la poderosa investigación de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli que publicará Sudamericana sobre uno de los aspectos menos conocidos de la vida cotidiana bajo la última dictadura militar.

Por FLAVIO RAPISARDI
y ALEJANDRO MODARELLI

Todavía hoy, que el servicio de trenes se ha privatizado y la vigilancia extrema de los andenes de la estación de Belgrano R hace mermar el merodeo en torno del baño público, sobre la pared de los mingitorios sigue escrito con trazo grueso un graffiti que dice: “Lissette, ama y generala de las teteras, 1980”. El curioso que orina en dirección a esa pared y detiene ahí la mirada supone que se trata apenas de la huella autobiográfica de un “invertido”. Uno más, piensa, de esos que pueblan desde hace siglos los relatos populares acerca de prácticas homosexuales en lugares públicos, y contra los cuales lo han prevenido desde la niñez el padre y los curas. “Ama y generala de las teteras”: he ahí un desorden de género, puesto que el autor del graffiti –sin duda un varón– se refiere a sí mismo en femenino. Y también un uso burlón de la nomenclatura militar, a pocas cuadras de donde vivía entonces el general de la dictadura Albano Harguindeguy. Pero el curioso se pregunta, sobre todo, qué nuevo y bizarro significado se le habrá querido dar a un término tan doméstico como “tetera”, de modo que alguien pueda llegar a convertirse en su “ama” y “generala”. Si se iniciara en ciertas prácticas o en ciertas amistades, aprendería que el vocablo designa, en el argot de los gays, todo baño público transformado, bajo determinados códigos y condiciones, en ámbito subterráneo de actividad sexual. Acción ésta que, a la vez, recibe también el nombre de tetera. No en cualquier baño se “hace tetera”, y no cualquier baño puede llegar a ser o ha sido “una tetera”. Cada una de ellas tiene una época de ganado prestigio y una época de decadencia.

SEXO CON BOTAS En tiempos de la dictadura, cuando toda instancia de control social se había vuelto semiclandestina o miliciana, la División de Moralidad, siempre en el límite de lo delictuoso, mejoraba su estatuto dentro de la fuerza y su performance económica, gracias a que las directivas emanadas de las autoridades militares incluían dentro del accionar subversivo a la homosexualidad, cuando menos la que se manifestase en las calles, baños públicos y lugares de encuentro. Pero en su trabajo de caza y chantaje podía llegar a ocurrir que se cruzasen de pronto con otros policías de cuadros más respetables que, ya de ropa civil, se trocasen en maricas en los andenes.
“Conocí a mi primera pareja en el ‘79, cuando yo tenía veinte años y él veintitrés, en la estación de Belgrano R. Los dos bajábamos del tren y él, de apurado, tropezó conmigo. Lo miré muy mal, medio amenazante; estaba muy acostumbrado a ese tipo de gestos autoritarios. Yo trabajaba en una empresa vinculada a Fabricaciones Militares, rodeado de milicos, y estaba embebido de la soberbia de ellos. El chico me devolvió la mirada del mismo modo, pero luego me sonrió. Era hermoso y estaba de novio. Nos pusimos a conversar y me contó que era estudiante de abogacía y oh, sorpresa, que hacía guardias en la comisaría de la Casa Rosada, porque era oficial de policía recién egresado de la Ramón Falcón.”
A través de la memoria de uno de los grandes expertos en teteras de ferrocarril, La Richard, ingresamos entonces al más secreto rincón de encuentro entre subversivos bajo la dictadura. Uno que jamás podríamos haber imaginado, puesto que es el más vedado a nuestros ojos: la misma Casa Rosada, ya que de la comisaría de Balcarce 50 se trata. Helos ahí, pues, bajo las oficinas asexuadas del general Videla, jóvenes entrenados en la masculinidad obligatoria sobándose en las camas destinadas al descanso.
“El diseño de la comisaría de Casa de Gobierno es –o era– como el de cualquier otra comisaría. Hacia el lado derecho estaba el Casino de Oficiales, donde yo me quedaba a dormir. Era una situación no sabida, aunque ahí dentro él me presentaba como su pareja a otras maricas tapadas. Era muy amigo de un chico de la Casa Militar, un teniente de caballeríaespléndido, que uno lo veía y se desmayaba: alto, engominado y de bigotes. Lo conocí un día que entró golpeando las botas al dormitorio, muy estilo macho pesado. Me relojeó un segundo, recostado como estaba yo en la cama, junto con mi pareja, y lanzó un suspiro delator. Se quejaba de que tenía los pies hechos mierda. Yo le dije: ¿Y entonces por qué no te sacás las botas? Me miró sorprendido, pero con mucha gracia, y me respondió: ¿Sacarme las botas, estás en pedo? Mirá cómo me lucen.”

AMA Y GENERALA ¿Sólo sexo impersonal y anonimato en los baños públicos? No necesariamente. Había un variado número de teteras y la práctica privada en esos interiores tenía muchas formas. Las del centro, limpias y colmadas, se especializaban en masturbaciones y felaciones apresuradas, y convocaban a oficinistas, ejecutivos y flaneurs perversos, en busca de rincones aún no visitados. Otras más lujosas pertenecían al circuito VIP de la avenida Santa Fe –de Pueyrredón a Plaza San Martín–, o de Florida, desde el Garden a la Richmond. En estos circuitos, un chico venido de los barrios podía atraer la atención de algún señor con cierta clase que, casi siempre, se retrasaba en los espejos, acomodándose la corbata y mirando al joven de reojo. Con suerte, la aventura podía terminar en un departamento del Barrio Norte y ser el inicio de una relación de amantes o de servicios rentados esporádicos.
En los baños de las estaciones de tren, más proclives al coito, y sobre todo en sus adyacencias ociosas, se instauraban redes humanas inestables. Al amparo del buen aire de los andenes se habían formado algunos círculos sociales entre habitués de varias edades y clases sociales, ya cansados de hacer cruzas entre ellos. Mientras esperaban la llegada de clientes nuevos, intercambiaban bromas, datos y consejos. Se conocían los nombres o se inventaban apodos. Y, si bien nada los unía, más allá de esas rutinas de las estaciones, su solidaridad era similar a la de un grupo organizado que comparte un oficio y una experiencia determinada, y en el que a veces surgían caudillos.
Así como se formaban espontáneamente, algunas de esas redes de habitués ponían en funcionamiento cierto orden de jerarquías. Había en muchas estaciones –como en la de Belgrano R–, regentas cuyo título no estaba dado por su pertenencia a un estrato social superior ni por la simulación de esa pertenencia. Tampoco por la belleza. Su origen era producto de una audacia particular que se tenía en forma innata o se adquiría en el yiro de los andenes. La Lisette del graffiti, aquella “ama y generala de las teteras”, por ejemplo, había logrado hacerse de un derecho de feudo gracias a su arrebatadora presencia –su sobreactuación– y al dominio que ejercía sobre los asustados participantes, que por su culpa a menudo escapaban de los baños como ratas. Cuenta La Richard:
“Como la mayoría de las regentas, La Lisette era inteligente, creativo, mentiroso y autoritario. Creativo con los graffiti, ingenioso y venenoso con la lengua. Mentía en cosas ridículas. Por ejemplo, una vez contó que había conocido a un chongo superdotado, que lo había invitado a su mansión y que todo el piso del salón, que tenía como veinte metros, estaba hecho de una sola pieza de mármol. Todos fingíamos creerle, porque de otra manera empezaba a los gritos y los golpes. Cuando entraba a la tetera alguien que le desagradaba –por algún motivo o sin motivo–, lo sacaba a empujones. Uno se atrevió a desafiarlo y una noche se metió en el baño. Uno de los súbditos de La Lisette la llamó y se lo contó. Para qué: la loca se fue disparando y terminó metiéndole al pobre tipo la cabeza en el inodoro turco. Ninguna regenta invadía el territorio conquistado por la otra. Pero yo muchas veces hice de embajador itinerante. La Lisette manejaba al baño como su reino. Apenas llegaba, empezaba a palmear las manos, dar órdenes y exigir explicaciones. Se aprovechaba de que la mayoría de las locas necesitaban desesperadamente el silencio. Todosteníamos más o menos la misma edad. Quizás alguno pasaba los treinta, pero viejos no permitíamos, y hasta los hostigábamos en aquellos baños. En eso éramos muy de segregar. Estaba La Pingüino, La Betty Boop (que tenía la costumbre de pegar grititos, de ahí le quedó el nombre). Tiempo después me invitaron a una fiesta en un piso paquetísimo, frente al Círculo Militar, y de pronto me presentan al dueño de casa... era nada menos que la Betty Boop. Me pidió que no hablase de las teteras, porque ahí iba a ser un quemo. A La Lisette la vi por última vez en una especie de taller de costura del barrio de Once, donde hacían trajes para vedettes, espaldares de plumas. Me dijo que estaban confeccionándole el vestuario para su debut como estrella principal de una obra de teatro. Otra mentira”.

LA CONTRAFIESTA DEL MUNDIAL Cada uno de sus ademanes nos inmoviliza en el pasado. Cada fotografía que nos acerca busca confirmar aquello que las locas dicen de sí: “Éramos tan audaces”. Zapatos de plataforma, pantalones blancos, turquesas, amarillos, que ajustaban –quién sabe cómo– más las nalgas que las protuberancias viriles; “oxfords” de botamangas gigantes, bajo camisas de talle imposible, más pegadas a la carne que la carne misma. El pelo complicado sobre los hombros, de un tono en evasión al rubio. Los personajes de esa foto que muestra La Turca (un morocho hoy vestuarista, ayer escenógrafo, de desarrollados músculos) recién salidos del barco que los cruzó desde Montevideo, se preguntan si en el puerto de Buenos Aires la policía se dejará engañar; si, engañados, los tomarán por otra cosa que no fuese sólo “eso”:
“Éramos un grupo de locas amigas, la mayoría conocidas de las fiestas, recién llegadas de Brasil, vía Uruguay. Seguíamos con toda la libertad del carnaval encima, con la sunga bajo el oxford, y ni pensamos en cambiarnos de ropa. Si nos paraba la cana, íbamos a presentarnos como una troupe de artistas. Porque, como sabrán, primero fuimos artistas y después subversivos. Veníamos con ganas de planear una fiesta monumental para prolongar el despilfarro. El party, como se decía entonces, era un buen pretexto para hacer, aunque más no fuese por unas horas, un hueco en la ciudad de los milicos, abrir una especie de pasaje. Ahí podíamos ser lo que realmente éramos: locas. Me acuerdo de que por entonces se desató una represión terrible contra los homosexuales. Empezaba a prepararse el Mundial de Fútbol de 1978, y nosotros, con nuestro modo de vivir, éramos algo así como una red de linyeras que había que esconder o, como dije, de subversivos. Una noche hubo una razzia monumental en un boliche de la Plaza Dorrego, en San Telmo, donde se hacía un show musical, y nos detuvieron a un montón de locas, incluso al cantante. Querían sacarnos de la calle, de la Feria, de San Telmo, del planeta, para que se viese que el país había sido purificado. Porque los homosexuales y los marxistas no eran argentinos, para ellos”.
Poco antes del Mundial de Fútbol se inauguró el sistema de identificación inmediata, llamado DIGICON. En torno de los patrulleros se formaban filas de ciudadanos demorados, a la espera de que se controlase su situación penal o contravencional. Si se confirmaba que alguno había sido detenido antes o estado preso, era remitido a la comisaría. El prontuario, así, se convertía en una marca indeleble, un rasgo de la personalidad. Entre la miríada de demorados sobresalían las locas, que estaban ya demasiado habituadas a los ejercicios de control, y se permitían por tanto algunas bromas entre ellas (“¿Nombre? Rafaella Carrá. ¿Dirección? Baños de Retiro”). La orden dada por el jefe de la División de Moralidad (“Espanten a los homosexuales de la calle”) no logró consecuencias permanentes en los baños de la estación Retiro.
“Se estaba festejando el triunfo. Venían hordas de varones de todos lados, salían de los trenes, de las alcantarillas, con banderas, camisetas. Se llenó el baño, y un grupo de locas nos quedamos ahí duranteun buen rato, a ver si de tanta algarabía se ligaba algo. De pronto las luces se apagan; quedamos casi a oscuras. Era un sueño. Todos los tipos se pusieron a cantar y uno gritó A ver quién es el macho que me la chupa. Los disfrazados de machos aparecimos en seguida. Las mariquitas armamos en la tetera la contrafiesta del Mundial”, recuerda La Turca.

VIUDA DE PEÑALOZA En el barrio, las fiestas que organiza aquel que se conoce como “el maricón” se intuyen como muy divertidas. Los gritos, la música a alto volumen, la traza de los asistentes, casi todos varones, hacen presumir que algo poco común acontece en la casa de al lado. Habrá que ser invitado para comprobarlo. Por lo pronto, el discurso homofóbico atenúa su grandilocuencia, se liberaliza, en contacto con el suave vecino cuyas maneras inquietan pero que ha tenido más de una gentileza. En esa proximidad se produce “un discurso de trastienda”, que llama a tolerar aquello que, de todos modos, se sabe contra natura. Así, los prejuicios forjados en el orden lejano de los valores oficiales se desvían o se transforman en el orden próximo de las relaciones cotidianas. Se debe perdonar el traspié del familiar y, por qué no, también el del buen vecino. La marica, muchas veces, se convierte en sujeto de interés social. En ocasiones, “consejera cultural” para eventos de fin de semana o para asuntos vinculados a moda e indumentaria. La Cuca, en el suburbio de Gerli, es dueña de un kiosco donde las vecinas concurren a ilustrarse sobre esmaltes de uñas. Ella lleva un color distinto en cada uña, para demostraciones inmediatas. Saca sus manos a través del mostrador, y sus conocimientos producen gran respeto:
“La historia de La Cuca es una de las más formidables que solemos repetir. Este personaje se había instalado, junto a su kiosco, en una zona de clase media baja de Gerli, en épocas del peronismo de los 70, cuando todavía era muy joven y bello. Era amante de uno de los guardaespaldas del gobernador, y todo el barrio lo sabía. Había alcanzado cierto prestigio social a raíz de su amancebamiento, y además era muy requerido como instructor en cuestiones de cosmética. Un día el guardaespaldas, que sería uno de esos matones tan corrientes dentro del ambiente de custodios de personajes públicos, muere en un enfrentamiento con rivales. Ocurre que La Cuca se nombra a sí mismo como la Viuda de Peñaloza, y todo el vecindario acepta esa nueva dignidad originada en el dolor de la pérdida. Todos respetan su silencio, su luto; nadie se ríe cerca de él, hasta que alguna señal indica que la herida ha empezado a cicatrizar. Pero lo más cómico es que desde la muerte del guardaespaldas, los recibos que extendía La Cuca en su comercio llevaban la inscripción Viuda de Peñaloza, siempre” (Héctor Anabitarte, ex militante del Partido Comunista).

EL PARTY SIGUE EN LA COMISARIA No siempre los privilegios de clase alcanzan para sustraerse al castigo. Mientras La Chiquita ha sufrido el hostigamiento policial en la tetera de Belgrano “R”, un Bunge deberá dar explicaciones en una comisaría sobre las razones y los detalles de una fiesta de varones que organizó un sábado de 1977 en su casa del Barrio Norte:
“Yo salía con un chico pintor exquisito llamado Manuel C., que era amigo de este Bunge, dueño él de la segunda planta de una de esas casas viejas de doble entrada, que sólo usaba para hacer fiestas. En la planta de abajo vivía una señora, que ya le había advertido a Bunge que no iba a tolerar más reuniones de esa clase. Fui, entonces, a una fiesta de Bunge, a la una de la madrugada. La puerta estaba abierta; subo la escalera y me encuentro en una joda selecta y fabulosa. Estaba el que había sido director del Di Tella –su nombre no lo recuerdo–, una modelo muy conocida y exótica, La Negra Alá y su hermano Antoine. Cachorro A. hacía de anfitrión; él era la pareja de Bunge, que todavía no había llegado de un partido de bridge.Además, había dos chicos, Mario y Horacio, que trabajaban en Cancillería, y que estaban por viajar, uno a Tailandia y otro a Chile, donde habían sido destinados como personal de embajada. Ahora son cónsules. Éramos más de sesenta varones y apenas cinco mujeres, conversando y bailando con música de Gloria Gaynor, algunos en los rincones con su porro. Yo hablaba con un americano que estaba encantado con la reunión. De pronto veo aparecer en la penumbra a un policía uniformado con una ametralladora, y detrás de él otro, y detrás otro. La gente todavía no reaccionaba, Gloria Gaynor seguía cantando y los diez canas eran como una aparición en el decorado a la que nadie terminaba de prestar atención. Le digo al norteamericano que seguía con la charla: John, la policía. El tipo no lo podía creer. Con Antoine nos asomamos al balcón y vimos varios patrulleros que habían cortado la calle. Oímos a Cachorro, que estaba peleando con un policía. En la bragueta llevaba colgada una frutilla de no sé qué material. Se hizo cargo de la situación, a pesar de la frutilla, con ese tono de superioridad al que estaba habituado y que era su rasgo de clase. Nos subieron a un celular, y Cachorro gritaba: Qué fantástico, chicos, el party sigue en la comisaría. Nos empujaron a una especie de cancha de básquet. Y viene el comisario, que se había tenido que levantar de la cama, porque sus subalternos no sabían bien qué hacer, delante de semejantes locas paquetas que los trataban como a las mucamas. Con el interrogatorio se les creó una situación muy inquietante. Primero lo típico: el documento, el domicilio. Pero después venía la pregunta sobre los oficios y las profesiones. Ahí uno contestaba: Vivo de rentas. Y otro: Soy estanciero. Y otros: Funcionario de la Cancillería. Los futuros cónsules eran los más asustados, porque temían por su carrera. Esta suma de grandes oficios fue lo que nos salvó de salir en Crónica al día siguiente. Al rato llegó Bunge, enojadísimo con el oficial del operativo. Ahí se enteró de que la denuncia la había presentado su vecina, que esa vez no se dejó seducir, como en otras fiestas, por unas botellas de champagne”.

fiestas en las islas del tigre a comienzos de los 80

DARSE A CONOCER “Era tan difícil encontrar locales... La izquierda encontraba iglesias amigas, pero nosotros ni eso. Cuando pasaba un tren, cada quince minutos, nos agachábamos. Pero reuniones así valían la pena”, escribe Héctor Anabitarte en un texto que recoge escenas de la vida cotidiana de aquellas primeras locas activistas, que a veces cambiaban el paso a nivel de Gerli por una cocina de conventillo de Lomas de Zamora, donde en una ocasión fueron detenidos por la policía a causa de una denuncia anónima sin mayores consecuencias. El núcleo militante –cuyo nombre designaba la pretensión de una comunidad– se llamaba “Nuestro Mundo”. Anabitarte, un empleado de Correos, cuadro del Partido Comunista pero despromovido a causa de su proclamada homosexualidad, coordinaba por entonces los esfuerzos y los proyectos de la agrupación. Bajo el ruido de los trenes y los olores del conventillo comenzó el primer intento político en la Argentina de volver hacia lo público un mundo hasta entonces destinado a permanecer en el dominio de lo nocturno, lo frívolo o lo tortuoso. “En Nuestro Mundo participaban personas del pueblo, algunas de las cuales eran portadoras de la ideología más reaccionaria o conservadora. Repartíamos boletines mimeografiados en las redacciones de los periódicos o las revistas. Los periodistas que me recibían se quedaban a veces helados. ¿Pero usted es homosexual? No se me hubiera pasado por la cabeza, me decían. Como si esperasen a una drag-queen en lugar de un sindicalista habituado a la pelea política”, recuerda Héctor Anabitarte.
En agosto de 1971, un grupo de intelectuales crea, en un departamento de la calle Rioja, cerca de Plaza Once (según se dejó testimonio en el número 5 de la revista Somos del FLH), el Frente de Liberación Homosexual de la Argentina, al que pronto se unirá Nuestro Mundo. Juan José Sebrelimenciona, entre los notables frentistas, a Manuel Puig, quien, según escribe Sebreli en “Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires” (largo artículo incluido en el libro Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades), “advirtió que no participaría del movimiento a causa de su carrera literaria”. Agrega Sebreli que, en la reunión fundacional, se encontraba “paradójicamente” un militante del Partido Comunista Argentino, activo dirigente del Sindicato de Correos, en referencia a Héctor Anabitarte. Según testimonio de Anabitarte y Lorenzo Sanz (su pareja, también integrante del FLH, con quien partiría al exilio en 1976):
“Nos reuníamos en casa de Pepe Bianco, que sin embargo estaba en desacuerdo con la conformación de un movimiento por los derechos de los homosexuales. Pensaba que reivindicar la homosexualidad era un disparate, porque era apenas un asunto individual, algo personal, de lo que no había motivos para enorgullecerse. Bianco era un intelectual de clase alta, que a pesar de sus opiniones prestaba su casa para nuestros encuentros y traducía artículos del inglés de los grupos gays norteamericanos. Toda una contradicción. Por otro lado, la referencia de Sebreli a Manuel Puig nos irrita. La publicación del periódico Homosexuales del FLH, se costeó, entre otras ayudas, con dinero suyo. Además colaboró con dinero para una campaña que hacíamos para los gays presos en la cárcel de Devoto”.

EL HORROR QUE YA VENIA Perón se está muriendo. Los “imberbes” de FAR y Montoneros presienten que la derecha que rodea al General extremará su violencia. El nuevo hombre fuerte, López Rega, ya diseña una estrategia de aniquilación a través de su milicia semiclandestina, la Triple A. Terror para la revolución armada, pero también para los intelectuales, los periodistas, los sindicalistas, incluso actores y hombres de letras como Puig. En la vida cotidiana, los policías concentran vigilancia y castigo en los jóvenes desprolijos y, como siempre, se esmeran en detectar al homosexual evidente. En una “cartilla de seguridad”, Somos explica cómo actuar en caso de ser detenido en la calle o en una de las frecuentes razzias en los lugares de encuentro. Entre otras cosas, llama la atención el siguiente consejo: “Si amenazan con la prueba médica, uno debe en principio negarse a realizarla, pues no hay obligación de someterse a ella. En caso de que la ejecuten por la fuerza, no hay que asustarse, ya que es imposible probar nada por este medio, más allá de la presunción psicológica. Debe evitar agacharse espontáneamente durante la prueba, pues en eso consiste –para la absurda medicina forense– la presunción”.
En los funerales de Perón, Adelaida Gigli, una intelectual que militaba en el PC revolucionario, echaba sobre la cabeza de los manifestantes, desde el balcón de su casa, fundas de plástico de los discos, donde había escrito “Te quiero”, para que la gente se cubriera de la lluvia. Éste es el testimonio de Anabitarte y Ricardo Lorenzo Sanz:
“Adelaida servía té y mate a los manifestantes, y decía: Mañana nos moriremos todos. Pues presentía que se venía el horror, que se iban a desatar todas las cóleras, el crimen, el acabóse. Es necesario rescatar a Adelaida como uno de los personajes más curiosos y brillantes de aquella época. Había sido una de las creadoras de Contorno, la revista y el grupo que en su momento propuso todo un proyecto cultural de izquierda sartreana, que buscaba diferenciarse de Sur, y donde sobresalieron por ejemplo David Viñas –que fue su marido– y también en un principio Juan José Sebreli. No era una militante política, aunque se moviese en el PC revolucionario, donde cuestionaba todo. No la soportaban, era demasiado creativa. Los montoneros le tenían miedo, porque podía darles vuelta cualquier argumentación; estaba fuera de su estructura mental. Así, Adelaida solía quejarse de que, cada vez que se concertaba un encuentro clandestino, la citaban en esquinas equivocadas. Muchas de las reuniones del FLH las hacíamos en su casa, o a veces nos invitaba a sus fiestas, queeran fabulosas. Un día organizó una fiesta de disfraces en la que, decía, estaba disfrazada de teta. No había tenido tiempo de prepararse y sólo se le ocurrió sacar un pecho afuera del vestido, y así andaba por todos lados. A eso de las doce llegó un grupo de montos amigos de los hijos, que también militaban en la organización. Después nos enteramos de que venían de cometer un atentado, que habían dejado el coche estacionado en la puerta de casa y que estaban armados hasta los dientes. Ese tipo de episodios pasaban en casa de Adelaida. Escenas de la vida cotidiana que hoy suenan hasta cómicas”.
Adelaida presentía las cóleras que ya estaban, desde hacía años, contenidas en el aire político de la época. En ese contexto, la revista El Caudillo había echado al ruedo una advertencia a los homosexuales organizados. En una de las últimas ediciones de Somos, ya declarado el estado de sitio en la Argentina, el Frente de Liberación Homosexual escribe: “En tanto homosexualidad significa subversión en el marco de este sistema, sabemos que, como homosexuales, no tenemos nada que ver con este orden que ahora se impone mediante el exterminio. Nuestros intereses están, definitivamente, en otro bando”.

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