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La Zaranda

no es un bicho

TEATRO Debutaron en 1987, en el Festival de Cádiz, tan borrachos como su concurrencia. Hasta el día de hoy logran emborrachar de intensidad a sus espectadores, con su teatro “inestable”, donde los objetos tienen tanto protagonismo como los actores. Gaspar Campuzano, integrante fundador de La Zaranda, habla del espectáculo que vienen montando en el Teatro Liceo y devela cómo es la obra que tiene lugar en su cabeza durante cada representación de La puerta estrecha.

Por Natalia Fernández Matienzo

“En un principio Dios hizo la tierra, y creó al hombre y a los animales para que habiten en él. De la misma manera nosotros creamos La Zaranda”, comienza, algo proféticamente, Gaspar Campuzano, integrante fundador de esta compañía definida por ellos mismos como de “Teatro Inestable de Andalucía la Baja”, que está presentando las últimas funciones de La puerta estrecha en el Teatro Liceo, bajo la dirección de Paco Sánchez. O Paco de la Zaranda, apelativo que Sánchez adoptó a partir del estreno de su primera obra, hace casi veintitrés años.
“Yo andaba un poco perdido en la niebla”, continúa Campuzano, “y una noche me encontré con Paco por casualidad. Lo conozco desde chaval, porque habíamos hecho juntos un curso de teatro. Enseguida me dijo: El teatro es de otra manera: vamos a hacer el teatro que nosotros somos, para decir lo que somos y lo que sentimos. Vamos a hacer algo que tenga la fuerza de un quejido, y empezó a tirarme una serie de nombres –Stanislavsky, por ejemplo– que a mí me sonaron a chino. Total que empezamos a trabajar como jugando, porque para hacer teatro hay que ser un niño. Y ser un niño, siéndolo, es fácil: lo que es difícil en este mundo es seguir siendo un niño a los cuarenta y siete años, sin ser un idiota.” En esa época no eran muchas las obras españolas que leían Sánchez y Campuzano: “Porque lo que te dejaban leer, las pocas cosas que pasaban por aquella otra zaranda que fue el franquismo, no eran de nuestro interés. Así que empezamos con un espectáculo poco tradicional al que llamamos Agobio. Y el slogan era algo así como: No se agobie solo: venga a agobiarse con La Zaranda”.

HOY BORRACHOS HOY
Aunque La Zaranda goza hoy de un sólido prestigio, sobre todo en Europa pero también en varios países de Latinoamérica, sus comienzos no fueron lo que se dice un éxito rotundo. Muy por el contrario: pasaron años hasta que este grupete oriundo de Jerez, pueblo de frontera y flamenco, se hiciera de un público aficionado. Casi por casualidad, Margallo, el entonces director del Festival de Cádiz, dio con ellos cuando presenció la obra Mariameneo Mariameneo, allá por el 87: una suerte de extrapolación de Lisístrata en la que la heroína era presentada como una vieja de barrio. “Valientes hijos de puta que son”, dice Campuzano que dijo Margallo. “Esto va a ir al Festival, por cojonudos.” Así que fueron (tres días antes, porque en Jerez les iba tan mal que no tenían siquiera para comer) para una única función a las cuatro de la tarde. Evidentemente, en Cádiz no los conocía nadie. “Antes de la función, nos llevaron a todos, incluido al público que asistiría a la obra, de excursión a una bodega. Y claro, imagínate, nos pescamos una borrachera terrible con todo lo que allí nos dieron. Al mediodía volvimos todos a Cádiz pero la concurrencia, ebria hasta la médula, se durmió”, cuenta Campuzano. Así que fue apenas una veintena de personas la que finalmente vio la obra. Entre ellos, Juan Carlos Gené, Verónica Oddó y Marcelo Vernengo, uno de los organizadores de aquel festival, devenido amigo del grupo y acompañante del actor en esta entrevista. “Yo los conocí ese mismo día, porque fui uno de los pocos que soportó la narcolepsia. Y valió la pena porque fue lo mejor del festival”, dice Vernengo. “Entonces lo buscamos a Margallo para que programara más funciones. Como se resistía, pasamos mesa por mesa para difundir nuestra moción entre los comensales del hotel en el que estábamos.” Campuzano no deja a Vernengo terminar la anécdota: “¿Sabéis quiénes somos?, preguntábamos a la gente. Pues claro, los borrachos, nos contestaban todos”.
Finalmente, la troupe consiguió sus propósitos y a partir de entonces llovieron los contratos que trajeron a La Zaranda hasta Argentina (luego de recorrer Alemania, Francia, Italia, Portugal, Estados Unidos, Puerto Rico, México, Venezuela, Colombia). Y aunque su éxito fue tan tardío como repentino, hubo algo que el grupo introdujo desde el principio y mantiene hasta hoy: el simbolismo de los objetos. La energía que emana de ellos,dice Campuzano, es tan importante como los mismos actores. Tal vez por eso el elenco no escatima esfuerzos, a la hora de montar un nuevo espectáculo, en lo que a sus objetos se refiere. “La primera vez que vinieron a la Argentina me llamaron dos días antes, y yo tuve que conseguirles teatro, en plena temporada: así son de desorganizados”, bromea Vernengo. “Les conseguí dos funciones en el Recoleta. El caso fue que en la obra utilizaban puertas, y ellos querían traer unos portones de Jerez, pesadísimos, rescatados de unas casas que iban a ser demolidas. En el Recoleta, claro, les hicieron una pataleta: quién iba a hacerse cargo de traer semejantes armatostes desde Jerez. Al fin y al cabo, argumentaban, eran solamente puertas.” Campuzano interviene para decir: “Les dijimos Oye, la energía que tienen esas puertas, meadas por todos nosotros cuando niños, además de por los perros y los gatos de Jerez, no es fácil de reemplazar. Definitivamente tienen que ser esas puertas, aunque sean pesadas”, recuerda Campuzano. Así fue. Y así sigue siendo. Aunque, afortunadamente para el Teatro Liceo, para este espectáculo no trajeron portones. Aunque sí puertas.

FILTRANDO LO SUPERFLUO
Una zaranda es un tamiz –o colador– cuya función, en los menesteres culinarios, es la de desechar lo superfluo y preservar lo esencial. Como buenos amantes de los simbolismos, La Zaranda utiliza la metáfora para sus obras, que presentan tan despojadas de cualquier exceso –en cuanto a imágenes y a textos, que suelen ser breves, concisos y que se repiten como letanías– que sólo queda relajarse en la butaca y presenciar el desarrollo de los acontecimientos, a partir de los objetos que se erigen como protagonistas. Puertas estrechas, en este caso. Puertas que pueden ser cualquier cosa, y conducir a cualquier lado, pero que indudablemente delimitan dos zonas: un adentro y un afuera. ¿Pero de qué?
Durante la obra, cinco desdichados, cinco auténticos miserables, persiguen sueños imposibles: un ciego (Paco Sánchez), una incauta soñadora (Carmen Sampalo), una puta (Gaspar Campuzano), un lunático (Enrique Bustos) y un famélico compulsivo (Fernando Hernández) transitan un sendero por el cual algunos se pierden y otros intentan sacar algún provecho de la situación. Inútilmente, por supuesto. Se sabe que hay un mar, y un puerto al que ya no arriban barcos (“apenas si se los ve pasar a lo lejos, en los días claros”, dirá, plañidera, la soñadora, ataviada con un camisón raído y encarnación de algo así como la fe de los más puros). Así que la muchacha emprende una marcha, presuntamente infinita, con una maleta destartalada y un muñeco desnudo, acéfalo y manco, que saca de vez en vez a manera de precario talismán. El ciego, un hombre ya viejo –o avejentado– se une a la peregrina, como una suerte de patriarca protector al que la muchacha no logra aferrarse del todo, a pesar de que ella le oficie de lazarillo, casi como una ingenua Antígona junto a Edipo, en travesía por el desierto y a la pesca de una redención que tal vez nunca llegue, ni para uno ni para la otra. Para colmo de males, el camino es oscuro, minado de esas puertas espejadas que reflejan la desesperación que va apoderándose de la joven huérfana, que finalmente pierde el rumbo, pierde al ciego y cae en una suerte de pesadilla.
Los otros, los marginales, viven otra realidad, otro sueño, aun más incierto, si cabe. Compulsivamente abren y cierran puertas carcomidas, a la caza de quién sabe qué presa, qué víctima o qué cómplice que no llega. Evidentemente, alguien, o algo, se ha escapado por la estrechez de esas aberturas. “Las puertas bien cerradas, siempre bien cerradas”, vocifera el hambriento. “Llegan de todos lados, lo infestan todo, van a terminar comiéndonos”, se desespera el lunático, introduciendo una posible analogía con ese país que, para muchos, se ha convertido en una suerte de puerta, estrecha, de entrada al continente y a los sueños inalcanzables. La puta -”puta de alma” dice Campuzano– parece el único personaje que, no se sabesi por resignación o la extraña sabiduría del oficio, no pierde del todo la calma. Finalmente, la soñadora llega al reducto en el que se encuentran estos subseres, y éstos la ultrajan y humillan mientras le aseguran que ha llegado al lugar en el que hallará sus sueños. “¿En este lugar algo oscuro?”, preguntará, incrédula, la muchacha. Y se ilusiona con la ofrenda de unos zapatos de taco alto –igual de desechos que todo el entorno–, que la convertirán en puta y le garantizarán una felicidad que, todos lo saben menos ella (que es tan pura), tampoco bastará. Tal vez porque lo presiente, la niña incapaz de concebir su propia corrupción cae en un letargo del que nadie puede despertarla. Será entonces cuando el ciego, que la busca munido de un farol tan inútil para él como para ella, logra recuperarla de su deceso prematuro y la saca de un féretro hecho de puertas estrechas, vestida no de puta sino de virgen.

HACER LA AMERICA
“Hemos recorrido este continente de arriba a abajo. Y como los cantes de ida y vuelta, que llegaban a America de un modo y se transformaban durante la travesía, nosotros también nos hemos modificado”, dice Campuzano. “Durante cierto tiempo, la gente viajaba hacia estas tierras en busca de sus sueños. Ahora sucede a la inversa. Y nosotros, que creíamos hacer un teatro de raíz, nos dimos cuenta de que las raíces son vasos comunicantes que están en todas partes. En el fondo, la raíz es el ser humano.”
Los espectáculos de La Zaranda son, al decir de la compañía, una creación colectiva. Suerte de teatro mixto, nutrido en un principio por el académico –Stanislavsky, por ejemplo–, que luego fue dejando lugar a las innovaciones de lo experimental. Tal vez por eso, el elemento “extranjero”, las influencias que van incorporando a la obra en cada puerto, no sólo no incomodan sino que agregan significado. Remiten, en todo caso, a las vivencias que hizo el grupo durante sus giras, y a las raíces universales a las que Campuzano se refiere. De hecho, en los espectáculos de este grupo no es el “idioma original” lo que importa en última instancia: durante sus presentaciones en Europa y Estados Unidos, el “mensaje” parece haber llegado con la misma eficacia. “Creo que hay que dejar de ser uno para encontrarse. Cuanto más crees ser tú, más perdido estás. Creo también que, para encontrar un solo momento de verdad en el teatro, hay que alejarse de todas las convenciones. Y eso no se logra con conocimientos teóricos. De todas maneras, no quiere decir que yo tenga la llave del arte. La llave del arte, si la tienes, la vas a tener tú cuando la tengas.”
Decía Proust que el arte es un objeto presente que evoca uno ausente. “También decía Antonin Artaud que el arte es sólo una receta farmacéutica para imbéciles”, acota Campuzano, que no puede evitar sus arranques de hilaridad durante toda la entrevista. Una puerta estrecha, tal vez, que evoca una dimensión que se ignora. Pero que, en última instancia, también ofrece un lugar privilegiado para la esperanza. “¿Quién detiene a los que sueñan?”, repetirá el ciego con su Antígona ya recuperada, saliendo del laberinto a través de otra puerta, más amplia, como los toreros. “Tengo un amigo poeta, Paco Mejaranda, que dice en una de sus obras Te decía una vez que vivir es morirse, ir quedándose un poco con las rosas del tiempo. Y es morir a la hora precisa una sabiduría mucho más importante que vivir a destiempo. No lo olvides. Pues nunca lo he olvidado”, dice Campuzano inesperadamente serio. Y agrega, confidente: “Voy a contarte una cosa que no le cuento a nadie: en mi obra, aquella que ocurre cada noche en mi cabeza, sólo hay un personaje en cuyo interior están todos lo demás, y es el ciego. El ciego, el sueño ciego que busca la pureza. Sin el ciego no hay nada: sin oscuridad no sabríamos qué es el día”.

La Zaranda presenta La puerta estrecha en el Teatro Liceo (Rivadavia 1495) de martes a viernes a las 21, sábados a las 22 y domingos a las 20, hasta el 3 de septiembre.

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