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Cine Era el proyecto con el que Kubrick había soñado quince años. Iba a ser su primera película de ciencia ficción desde 2001. Su muerte convirtió a Spielberg (hasta entonces asesor de los efectos especiales de la película) en su ejecutor artístico. Ahora que se estrena, lo más fácil sería decir que Kubrick la hubiese hecho mejor. Sepa por qué la respuesta yace en un oso de peluche.

Por Juan Ignacio Boido

La última película de Kubrick terminaba en una juguetería, y la siguiente iba a tratar sobre un juguete. Era una historia que había arrastrado durante más de quince años, desde que compró los derechos del cuento “Los superjuguetes duran todo el verano” de Brian Aldiss a fines de los 70 y congeló el proyecto debido a la imposibilidad técnica de conseguir los efectos especiales que consideraba necesarios. Hasta que vio Jurassic Park y decidió que había llegado el momento de revivirlo. Durante ese paréntesis, había desarrollado varias versiones de la trama con dos escritores diferentes (el propio Aldiss y Ian Watson), dibujado más de diez mil storyboards, encargado prototipos, ofrecido la dirección a Spielberg para quedarse con la producción, vuelto a hacerse cargo de las cámaras y hasta empezado un casting, cuando murió de repente en 1998, un par de semanas antes del estreno de Ojos bien cerrados. De manera casi natural, y por pedido explícito de la familia, Spielberg pasó de asesor técnico a ejecutor artístico del proyecto.
Por lo que se sabe, la historia escrita y filmada por Spielberg no difiere demasiado de lo volcado en los borradores por Kubrick. Kubrick decía que era su película sobre Pinocho. En la versión de Spielberg, Pinocho aparece vastamente: se lee el cuento, se muestran dibujos del muñeco, se visita un parque temático dedicado enteramente a él y se habla de Geppetto, porque, básicamente, IA es la historia de un Pinocho en busca de su Hada Madrina. La película abre con una imagen del mar: estamos en el futuro, las aguas cubrieron las costas del mundo y el único modo de fortalecer la economía de los Estados es regular legalmente el número de hijos por pareja. Los robots se encargan de las tareas pesadas y sus modelos más avanzados hasta facilitan favores sexuales a hombres y mujeres. En este escenario, una eminencia en inteligencia artificial (William Hurt) propone llevar la ciencia un paso más allá: crear un robot capaz de recibir y devolver amor filial a los adultos sin autorización estatal para ser padres. Un robot con “una vida interior de metáfora y sueños”. Un robot con “inconciente”. El resultado es David (Haley Joel Osmont), un prototipo entregado a una familia que primero lo adoptará y después, cuando su verdadero hijo despierte de un coma profundo, decidirá abandonarlo en un bosque –escenario natural de los hermanos Grimm–, para empujarlo al corazón de la película: los denodados esfuerzos de este robot de siete años por encontrar al Hada Madrina que lo convierta en humano y le permita recuperar así el amor de sus padres.
Los cuentos infantiles son, para Spielberg, lo que el suspense era para Hitchcock, y el autor de Tiburón aprovecha la historia de Pinocho para ofrecer lo que muchos consideran su mejor película. Negar su genio visual sería necio, y en IA Spielberg consigue tensarlo al máximo, en parte gracias a los efectos especiales de la empresa de George Lucas, que Kubrick esperó durante tantos años. Algunas escenas, como la del cyborg olvidado en la atmósfera amniótica del fondo de una pileta, o la de una docena de robots mutilados buscando partes sustitutas entre la chatarra, alcanzan esa belleza americana que el mismo Spielberg patentó con imágenes como la silueta de ET volando en bicicleta recortada contra la luna, pero con una opacidad más cercana a Blade Runner. Tampoco es la primera vez que Spielberg intenta mostrar la crueldad del mundo desde los ojos de un chico: ya lo hizo en ET y El imperio del sol. Pero, precisamente por ser su película más ambiciosa –la primera que escribe desde Poltergeist (1982) y la primera que escribe y dirige desde Encuentros cercanos del tercer tipo (1978)–, Spielberg se mete en aguas peligrosas: la naturaleza del amor, la fe en la Humanidad, el destino del Hombre sobre la Tierra, el paso del Tiempo: casi todos los temas que indicarían una película de Kubrick. Spielberg es casi la persona ideal para guiarnos hasta el borde de las lágrimas, sea con un extraterrestre (¿a quién se le había ocurrido hacer llorar con un e.t. hasta entonces?) o con la barbarie del Holocausto(¿quién no se emociona con la procesión de sobrevivientes visitando la tumba de quien los salvó?). Pero cuando esas mismas emociones intentan ser explicadas, ahí ya estamos en terreno de Kubrick. Uno no puede sino imaginarse qué hubiese sido IA en sus manos.
¿Por qué quería filmar la historia de un juguete? La película esconde un detalle sugestivo: el mejor amigo de David, el robot juguete, es otro juguete, un juguete viejo relegado al fondo de un placard y resucitado para que David tenga con qué jugar. Un juguete que estuvo presente desde el primer borrador de Kubrick y que Spielberg mantuvo en su versión, como si ese juguete fuese el monolito alrededor del que se construye la película (las películas de Kubrick siempre se construyen alrededor de un monolito: una idea que perdura más allá de sus personajes). En IA, el monolito es un oso de peluche. Pero no cualquier oso de peluche. Un oso de peluche igual al que le pide para su cumpleaños la hija del astronauta de 2001 a su padre que flota en el espacio (pedido al que el padre responde con un “Vamos a ver”). Un oso de peluche igual al que pide la hija de Nicole y Tom a sus padres en la última escena de Ojos bien cerrados (pedido al que Nicole contesta, mirando el precio, con un “Vamos a ver”). Un oso de peluche igual al que usa de almohada Danny, el pobre hijo de Jack Nicholson en El resplandor. Y habría que seguir revisando. Según Joshua Rothkopf, uno de los pocos periodistas que pudo leer los borradores de Kubrick, ese oso es el monolito alrededor del que se juntan “los hijos que buscan afecto en otro lado”, mientras sus padres se la pasan en órbita o en orgías o fantaseando con marines o enloqueciendo frente a una máquina de escribir. Y precisamente ahí es adonde apuntaba IA: ¿qué pasaría si la tecnología –otra obsesión kubrickiana– crease un juguete capaz de querer a su dueño como el dueño lo quiere a él? ¿Qué pasaría si las relaciones humanas estuviesen quebradas y viviésemos sustituyendo emociones?
De ahí, en manos de Kubrick, qui lo ça. ¿Hubiese dejado atrás el imaginario de los 50 para adentrarse en la genética? ¿Se prolongaría el dilema de Pinocho a los clones o a los hijos de probeta? El último borrador de Kubrick mostraba a David encontrando a la familia que lo había abandonado y desafiando a su padrastro por el amor de su madre (como Barry Lyndon atraviesa la guerra para volver a casa y batirse a duelo con su padrastro por los mismos motivos). Al final de ese mismo borrador, la memoria de David se daña y sólo puede ser reconstruida a partir de una memoria ajena, dejándolo encerrado en la locura de sus propios chips y preparando martinis para su madre muerta (como el barman de El resplandor atiende la barra donde se consuelan los muertos). Es cierto que, si había algo que Kubrick no tenía, era demasiada esperanza en la humanidad. Parte de ese nihilismo consigue filtrarse en el espíritu de la película, pero Kubrick era Kubrick y Spielberg es Spielberg. El final, tan denostado, donde Spielberg “se arriesga al ridículo en su búsqueda de lo sublime”, es, junto al principio, lo que Kubrick más trabajado tenía. Después de todo, era su primera película de ciencia ficción desde 2001 y no por nada había decidido que el robot, la encarnación de la inteligencia artificial, se llamara David (como Dave Bowman, el astronauta que pulsea mentalmente hasta último momento contra HAL 9000). Pero Kubrick era Kubrick y Spielberg es Spielberg, y donde Kubrick usaba el “Danubio Azul” o Mozart, Spielberg recurre a la orquestación de John Williams. Donde para Spielberg el peligro es un tiburón en el mar, para Kubrick era papá está loco y tiene un hacha en la mano. Cuesta imaginar cómo la hubiese hecho Kubrick. Si hubiera, como Spielberg, sembrado la película de alusiones a Dr. Strangelove, 2001, La naranja mecánica, El resplandor y Ojos bien cerrados. O si las hubiera engarzado para llevarlas un paso más allá, sólo con un oso de peluche.

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