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Historia de una pasión serena

Arte Una gran antología recién inaugurada en el Centro Cultural Recoleta recorre la impecable y enigmática obra de un caso único en las artes visuales argentinas: Roberto Aizenberg. Pinturas, dibujos, esculturas, grabados, objetos, collages, gráfica, diseño de joyas y bocetos (además de una muestra grupal de discípulos y seguidores) permiten asomarse desde diferentes ángulos a su gran obsesión: la destilación de los sueños y la transparencia de las pesadillas.

Por Fabián Lebenglik

En 1954 Roberto Aizenberg participa de una exposición junto con otros condiscípulos del maestro Batlle Planas, en la Galería Wilensky de Buenos Aires. Allí presenta un dibujo y dos óleos. Una de la pinturas, enigmática y onírica, de apenas veintinueve centímetros por veinte, es El incendio en el colegio jasidista de Minsk, 1713. Allí se evoca un edificio rojo y oscuro (“de rojos nefastos” decía el pintor), en llamas, donde el humo –denso, compacto, inquietante– invade gran parte del cuadro.
Con el paso del tiempo la posteridad convirtió esa pequeña tela en una obra paradigmática de la producción del artista. “Desconozco qué me llevó a ponerle ese título”, dirá Aizenberg treinta y cinco años después. “Se me ocurrió al salir del taller de un amigo. El nombre pudo haber sido cualquier otro. Es posible que en Minsk haya habido colegios jasídicos y que hayan tenido lugar pogroms. Es probable que una de esas escuelas haya sido incendiada. No tengo datos y nunca me interesó buscarlos.”
El valor de ese cuadro conjetural como emblema de la obra de Aizenberg fue lo que llevó a los organizadores de la muestra a reproducirlo en la tapa de la tarjeta de invitación que se imprimió por centenares para ser masivamente repartida. Puntual, la tarjeta llegó a todos los destinatarios el día previsto: martes 11 de septiembre. Esa mañana, todos los que la recibíamos al mismo tiempo, estábamos estupefactos frente a la televisión, viendo en directo el incendio de las Torres Gemelas y viendo también la tarjeta como metáfora de una pesadilla que parecía anunciar la combinación nefasta entre fanatismo y terror. El arte tiene una fuerte carga premonitoria. En especial en Aizenberg, que cultivó en sus imágenes un clima onírico, pesadillesco, cabalístico, metafísico, poético.

Relación de un caso
Anteayer a la noche se inauguró en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta (CCR) una muestra antológica de la obra de Roberto Aizenberg (1928-1996) que reúne 120 pinturas, dibujos, grabados, esculturas, objetos, bocetos, collages, diseños de joyas, gráfica y apuntes realizados entre fines de la década del 40 y 1994.
La exposición, curada por Marcelo Pacheco, con museografía de Gustavo Vásquez Ocampo, se divide en tres capítulos, y los paneles y plataformas que se utilizan para cada capítulo están pintados con colores diferentes (amarillo, celeste y verde claro) a su vez matizados con semitonos. Para acompañar y documentar la exposición el CCR imprimió un muy buen libro catálogo de 120 páginas.
Los capítulos no siguen una estructura lineal, ya que la cronología se yuxtapone alrededor de núcleos técnicos, formales y de sentido. El primer bloque abarca el período 1950-1976 y toma desde los comienzos hasta el inicio de la dictadura. Allí se traza un recorrido paralelo entre el dibujo y la pintura. En el primer caso se ve el predominio de la figura. En el segundo, el paradigma geométrico.
El segundo sector toma el período 1971-1976: pinturas, esculturas y grabados con desarrollos temáticos. Este sector hace centro en la muestra que Aizenberg presentó en la galería Art Gallery de Víctor Najmías en 1975, donde el artista desarrolla series temáticas y mezcla las figuras antropomórficas y la geometría.
El tercer capítulo muestra la obra del exilio en Europa –París, Tarquinia y Milán– y la vuelta a la Argentina.
La muestra lleva un título extraño: El caso Roberto Aizenberg. La idea de “caso” introduce la noción de lo excepcional. Aizenberg es una excepción en varios sentidos. En principio es un artista muy respetado y valorado desde joven, pero al mismo tiempo su difusión no logra salir del todo del círculo de los conocedores y colegas. También se habla de “caso” porque se lo ha asociado casi exclusivamente al surrealismo –él mismo reivindicaba el automatismo y la teoría surrealista– pero su obra nuncase ajustó completamente a aquella tendencia: hay un notable desajuste con el surrealismo en la práctica misma de su obra y en la particularidad de la imagen. También es un “caso” casi clínico por el rigor y el método obsesivo con el que trabajaba. Precisamente, en el tercer bloque de la exposición se incluye una vitrina de diez metros que constituye prácticamente un exposición autónoma, donde se exhiben desde los dibujos bellos y académicos que Aizenberg hacía mientras estudiaba con Antonio Berni, hasta el seguimiento del desarrollo de una obra específica, con lo que se ilustra sobre el “método Aizenberg”: la investigación visual implacable, la experimentación, la puesta a prueba, los bocetos y variaciones hasta encontrar lo que buscaba. La muestra completa puede verse como un trazo de series y repertorios que atraviesan de manera subterránea o manifiesta toda su producción. Núcleos larvales, formas incipientes que reaparecen varias décadas después, elementos y constantes, y así siguiendo.
La idea de “caso” también se verifica en el desarrollo a contrapelo de Aizenberg respecto de su época. El “caso” es a su vez un modelo cultural argentino, en el sentido de que hay toda una tradición que valora especialmente a los artistas, escritores, músicos, científicos e intelectuales que se abren camino en el límite del caso “clínico”, en contraposición o en ausencia de la idea de “escuela”. La estrella fugaz versus la constelación. Lo fenoménico contra lo cotidiano.

Autobiografía y exilio
En 1967 Aizenberg escribió una autobiografía poética que lo define: “Solitario-loco-atávico-melancólico-alegresurrealista-pintor-dibujante-filósofo-cuerno de la abundancia-introvertido extrovertido-nacido por consejo de los planetas mayores, el 22 de agosto de 1928. Mesopotámico bebedor de aguas angélicas y azules. Usa de preferencia pinceles de marta numerados del 1 al 20. Vuelo de colibríes en la tarde. Abundancia de príncipes panfletarios en las noches de otoño. Sus colores preferidos: los que conducen al interior de las selvas vírgenes; el color del ojo oblicuo del poeta; los colores del viento, el púrpura rojizo de las menadas. Los colores de las parturientas. Algunos rojos nefastos entrevistos en Minsk en 1713. La audacia de los argonautas”.
Roberto Aizenberg nació en Federal, provincia de Entre Ríos. Desde mediados de los años cuarenta comenzó a dibujar y en 1949 se larga también a pintar, cuando asistía al taller de Antonio Berni. Entre 1950 y 1953 estudia con Juan Batlle Planas. “Batlle declaró Aizenberg en 1975– fue la persona más importante que he conocido y la que me enseñó a pensar en el sentido más profundo del concepto. Y en ningún otro ser, ni en ninguna otra parte, ni antes, ni después de él, encontré nada que se asemejara a la realidad teórica o a la realidad práctica que Batlle nos transmitía”.
La producción de Aizenberg forma parte de lo más inquietante y enigmático de la pintura argentina moderna: un “caso”. Su obra parece reconstruir con gran precisión la materia de los sueños. Aunque si bien sus imágenes son oníricas, no por eso son borrosas, sino más bien absolutamente puras y nítidas, iluminadas con una luz fría, en un clima que muchas veces evoca una engañosa serenidad.
Él reivindicaba el surrealismo pero no formó parte de la avenida central del surrealismo argentino sino que, en todo caso fue un “surrealista equidistante”, como describía una de las muestras que realizó en grupo.
En 1964 el Instituto Di Tella lo incluyó en la exhibición Surrealismo en la Argentina. Jorge Romero Brest y el Di Tella fueron cruciales para la carrera de Aizenberg. Buena parte de su desarrollo artístico durante la década del 60 pasó por el Di Tella y sus cercanías –como la Asociación Ver y Estimar que había lanzado al pintor y dibujante en 1960–. Si el Di Tella funcionaba como institución consagratoria, Ver y Estimar era una suerte de antesala o prelanzamiento. También en 1960, Aizenberg formóparte de la “Primera exposición internacional de arte moderno”, en el entonces recientemente fundado Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Al año siguiente su obra fue incluida en una gran muestra de Arte argentino contemporáneo, organizada en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro. Dos años después participó de la cuarta edición del Premio Nacional de Pintura Torcuato Di Tella, e integró el envío argentino a la Bienal de San Pablo.
En 1964 formó parte de la selección del Quinto Premio Di Tella.
En 1969 el Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella organizó exposición retrospectiva de Aizenberg –que entonces tenía 40 años–, en la que se incluía 127 obras realizadas entre 1947 y 1968: 52 pinturas, 60 dibujos, 12 collages y tres esculturas en madera. A partir de entonces comienza una carrera internacional: expone en museos y galerías de Estados Unidos, Suiza, Gran Bretaña, Alemania, Colombia, Italia, España y París, ciudad donde se radica en 1977, porque la dictadura había secuestrado y hecho desaparecer a los hijos de su mujer, Matilde.

Regreso y descendencia
Su doloroso regreso se produce con la vuelta de la democracia. Ejerce la docencia, arma un taller, sigue participando de exposiciones nacionales e internacionales.
En 1992, el atentado a la Embajada de Israel marca el inicio de una fuerte depresión y la recaída de problemas cardíacos que lo perseguían desde hacía veinte años. Pero sigue pintando y en actividad. Luego de dos operaciones muere en febrero de 1996.
La obra obsesiva de Aizenberg se construye alrededor de la destilación de los sueños y la transparencia de las pesadillas. Su imagen aparece siempre incrustada en un espacio sin tiempo, y por detrás subyace un eco religioso que se fue purificando a lo largo de las décadas. Varias veces utiliza como modelo de sus figuras libros de medicina, modas y deportes del siglo XIX. Ese anacronismo juega y se combina con elementos y técnicas del presente y del futuro hasta conseguir una certeza paradójica: mientras más seguro parece el artista, más misteriosa su obra y más enigmática para el espectador. Pero la certeza no es sólo cuestión de imagen sino también de construcción, estructura, composición, técnica.
Su producción irradia una rara severidad que apasionó a varios discípulos y seguidores jóvenes que precisamente ahora están presentando, en otra sala del mismo Centro, un muestra grupal de homenaje al maestro: Ivan Calmet, Nessy Cohen, Alejandro Dron, Gabriela Francone, Nicolás Guagnini, Magdalena Jitrik y Luis Lindner. Como puede verse en el contagio del virus Aizenberg, su obra es notablemente inspiradora: un modelo estético y ético.
La combinación de racionalidad y cábala, de sueño y metafísica, ejerce un magnetismo fuerte para el espectador, porque se hace visible la conmoción contenida de las obras. Uno de los elementos centrales de su obra pictórica es la construcción y el monumento. Hay un poder evocativo en esas arquitecturas, porque son emblemas de lo urbano, de lo sagrado en lo cotidiano, de cierta nostalgia del humanismo que el mundo iba perdiendo. Las construcciones de Aizenberg se levantan solitarias y generalmente asfixiadas en el espacio de la tela.
Pero la concepción arquitectónica va llevando al artista a la relación ineludible con la figura humana como si los encuentros y desencuentros entre el hombre y la arquitectura fueran el resultado de sucesivas citas a ciegas alternativamente fallidas o exitosas. La arquitectura en la obra de Aizenberg es fundamentalmente una relación entre la plástica y el humanismo. Pero al mismo tiempo el rastro urbano resulta amenazante y pone en peligro a sus personajes. “Todo lo que existe debe ser pintado como un enigma –decía el artista– ya que el arte como pura metafísica plantea enigmas facilísimos e insolubles a los hombres que creen saber todo.”

 

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