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LOCO LINDO

Música Grabó más de treinta discos imposibles de tragar, se vistió de Minnie y de Beethoven, subastó sus propios trajes, cantó aquel himno meloso para Lady Di y vende más discos que los Beatles. Entonces, ¿por qué queremos tanto a Elton John? Porque acaba de sacar Songs from the West Coast, su disco número cuarenta, en el que vuelve a ser el que alguna vez fue (aunque nadie se acuerde).

POR RODRIGO FRESAN

Elton John es un misterio, una aberración de la naturaleza, una falla del sistema y una prueba inequívoca de que los caminos del Señor son muy pero muy inescrutables. Elton John –bautizado como Reginald Kenneth Dwight el 25 de marzo de 1947, pero renacido en 1968 como Elton Hercules John– sigue ahí sin haber hecho nada digno en demasiados años, salvo haber moqueado en los funerales globales de Versace & Di (para quien regrabó esa “Candle in the Wind” originalmente dedicada a Marilyn Monroe), hacer cantar hasta a los leones en una producción Disney, tener varios histéricos y fallidos intentos de suicidio, compartir escenario junto a los homofóbicos Axl Rose y Eminem, y hacer públicos sus dislates económicos y románticos en los tribunales. Cansado de canciones horribles y una vida más horrible todavía, Elton John –como parte de esta rentrée 2001 de monstruos sagrados que incluye a Bob Dylan, Leonard Cohen, Paul McCartney y Mick Jagger– se propuso hacer de su recién aparecido long play número 40, Songs from the West Coast, su mejor disco. Y... sorpresa: lo hizo, nomás.

TODO LO QUE NECESITO ES AMOR
“I Want Love” es el título del desgarrado y hermoso primer single que sale de Songs from the West Coast. Sonido fauxbeatle/lennon-verité a la altura de Anthology. Una humilde y soberbia canción de amor en cuyo video –brillante idea– Elton John, siempre poco afortunado a la hora del clip, es sustituido por un desencajado Robert Downey Jr. demasiado parecido a un hipotético hermano menor de Gerardo Romano y caminando por una casa vacía mientras mueve los labios sobre la voz del cantante. Una voz de Elton John casi desconocida, nueva en su sinceridad y vieja en su sonido, que recuerda a sus inicios de piano man, y que parecía extraviada desde entonces en desafortunadas mezclas pop a la hora de conseguir el hit rápido, efectivo, efímero. Una voz dolida, castigada, que se pregunta recién ahora qué hizo él para merecer eso luego de tantos blandos años duros en que fue nuestro turno de preguntarnos por qué nosotros tuvimos que soportar tanto a Elton John.
Una cosa está clara y siempre estuvo clara: no fue muy fácil querer a Elton John en los últimos tiempos y Elton John quiere que lo quieran. Y el que lo quisieran tanto a principios de los 70, bueno, lo desequilibró un poquito. Porque, ¿qué razones había para querer tanto a alguien como Elton John, alguien que evidentemente no se quiere demasiado? Además, lo del principio: hay algo de incomprensible en la sola idea de Elton John. Y es muy difícil querer a lo que no se comprende.

EL TRANSFORMISTA
Alguien escribió que “la historia de Elton John es el relato de una de las más grandes transformaciones dentro de la historia del rock”, y no se equivocó. Sí, Elton John como protagonista de uno de los experimentos más psicóticos del universo pop. La metamorfosis invertida: la saga de alguien que se cree cucaracha y decide convertirse en el más espléndido de los hombres. “Yo tengo el look de un empleado de banco. Yo soy ese empleado de banco que un día enloqueció y gracias a su locura tuvo éxito”, definió alguna vez este cantante y compositor desde hace años empeñado en protagonizar en el cine o en Broadway la vida de Truman Capote, a quien tanto se parece a la hora de los peores momentos. La vida de Elton es, también, una trama clásica: inicio, ascensión a la gloria, caída libre. Y ahora, parece, otra vez despliega sus alitas de colores brillantes.
A los cuatro años, Elton John ya era un prodigio pianístico; a los seis anunció su intención de convertirse en concertista; a los diez ya había sido poseído por los espíritus de Elvis y Little Richard y ganado una beca para la Royal Academy of Music. Siete años más tarde imitaba a Jerry Lee Lewis, tenía un puñado de canciones propias, escribía canciones por encargo en las oficinas de la célebre Denmark St. por las mañanas y porlas noches tocaba con la banda Bluesology. En 1967 conoce a su otra mitad artística –el letrista Bernie Taupin– y prometen no separarse nunca. Bernie escribe y Elton musicaliza y canta unos singles que no van a ninguna parte y un álbum debut en 1969 titulado Empty Sky que, en principio, parece destinado a desaparecer en el aire con sus aires tolkienescos y psicodélicos. Nadie se explica muy bien cómo, pero apenas doce meses más tarde, Elton John –luego de debutar en el célebre Troubadour de Los Angeles frente a una audiencia de trescientas personas, entre quienes estaban Neil Diamond y The Beach Boys– es consagrado como “el nuevo mesías del rock”. Nace una estrella y de ahí hasta 1975, Elton John no hace nada mal o, por lo menos, hace todo bien: 17 álbumes incluyendo discos en vivo y recopilaciones, configurando su edad dorada con títulos como Madman Across the Water, Don’t Shoot me I’m Only the Piano Player, Goodbye Yellow Brick Road, Captain Fantastic and the Brown Dirty Cowboy y canciones como “Your Song”, “Tiny Dancer”, “Rocket Man”, “Saturday Night’s it’s Allright for Fighting”, “Benny and the Jets”, “Funeral for a Friend”, “Sorry Seems to Be the Hardest Word” y, sí, “Candle in the Wind”. La venta de los discos de Elton John constituye el 3 por ciento de todos los discos que se venden en el mundo. Elton John vende más que los Beatles y es el primer pop artist en ser esculpido en cera para el Museo de Madame Tussaud desde que esos cuatro chicos de Liverpool se juntaron y se separaron. ¿Es posible Elton John? Lo cierto es que ahí está, Rey de los 70 y rodeado por esos freaks de Bowie, Ferry, Bolan y los tipos del rock sinfónico que tocan sus instrumentos con capa y espada. Elton es tan normal –ese aire de alumnito de conservatorio y ese estilo musical que no es otra cosa que un eficaz pastiche de géneros metidos en una licuadora a alta velocidad y al que, para colmo, él no le escribe las letras– que decide convertirse en el más freak de todos los freaks. Y, uh, la cosa le sale muy bien, demasiado bien.

KITSCH KONG
Los trajes con los que tocó y cantó en vivo durante los 70, sumados a sus melodías pegadizas, hicieron de Elton John un inexplicable pero adictivo género en sí mismo. Alguien razonó que buena parte de su éxito bien pudo tener que ver con la capacidad para destilar melódicamente el absurdo glamour con lentejuela de esos años locos: Elton John era Dorian Gray y su retrato al mismo tiempo. El tipo normal que un día se desmadra y aquí vengo yo, el alfeñique de 44 kilos que lee los avisos de Charles Atlas y un día se despierta convencido de que el único músculo importante es el cerebro de arriba y el cerebro de abajo. Convertido en una especie de Liberace fuera de madre (lo que ya es mucho decir), Elton John se desvistió con atletas (mucho más divertido que ir al gimnasio) y se vistió de lo que fuera: de Pato Donald o Minnie Mouse o Beethoven o corista-papagayo de Carnaval de Río para conquistar los escenarios del mundo, visitar “El show de los Muppets” y hacer que resulte difícil precisar dónde terminaban los muñecos y empezaba él, quien –según sus propias palabras de entonces, luego de figurar en una encuesta entre “las mujeres peor vestidas del mundo” junto a Pat Nixon– había decidido dedicarse “a lucir como un perfecto idiota”. Lo consiguió y le dio a las masas lo que las masas pedían: pan y circo y, ya que estamos, un poco más de circo con los ojos tristes de payaso escondidos detrás de anteojos cada vez más grandes. Varias de sus canciones más alegres o épicas de entonces –”I Think I’m Going to Kill Myself” o “Someone Saved my Life Tonight”– tratan sobre la tentación del suicidio, el suicidio, o el suicidio fallido. Alguien entonces lanzó el improbable rumor de que Elton John no había dormido en dieciocho meses de avión privado y estadios llenos. Poco probable, pero –entre tanto concierto, correrías con Lennon y The Who, coleccionismo desenfrenado de piezas art noveau, contratos multimillonarios, exclusivas a Rolling Stone donde confiesa subisexualidad y la emocionada presidencia del Watford Football Club, equipo de sus amores– la cosa empieza a complicarse. Primero alcohol, enseguida cocaína. A continuación, el primer trasplante capilar (consecuencia directa de habérselo teñido de tantos colores en tan poco tiempo: “Una mañana me duché y el piso de la ducha se llenó de pelo y tintura roja... parecida la jodida escena esa de Psicosis”, recordó hace poco rascándose la peluca). No es lo único que se le cae a Elton John. Y para 1977 sus singles ya no trepan los rankings y, uy, aparecen unos chicos que se hacen llamar punks y que odian a nuestro héroe con toda la pasión de sus vómitos y alfileres de gancho. Elton John cae exhausto y Elton John se levanta con lo que se ha dado en conocer como “los pequeños monstruos”: arrebatos de furia y depresión y desconcierto que se vuelven más desorientadores cuando se descubre, cansado, tocando en el show televisivo “Top of the Pops” una inocua cancioncita de amor después de la actuación de algo que se llama Talking Heads y antes de algo que se llama Public Image Ltd. ¿Dónde estoy? ¿Qué año es?

VEINTE AÑOS ES NADA
Los 80 y los 90 son el horror y el corazón de las tinieblas. Elton John graba discos olvidables casi al día siguiente de haber salido y aparece en varios clips horribles empujando singles de éxito en el peor sentido del término. “Song for Guy”, “Mama Can’t Buy you Love”, “Nikita”, “Sad Songs”, “I Guess That’s Why they Call it the Blues”, “I’m Still Standing”, “Who Wear These Shoes?”, “A Word in Spanish”, “Sacrifice”, “The One”. Equivalentes sónicos de un Big Mac: llenan, pero vaya a saber uno con qué están hechas, y mejor no preguntar.
Y Elton John se convierte en personaje de periodismo amarillo: se casa y se divorcia, participa en bacanales antológicas junto a Freddie Mercury, gasta en una semana de cocaína lo que una república tercermundista en todo un año de presupuesto para la educación, aterroriza a Bob Dylan cuando en una noche blanca casi lo obliga a ponerse uno de sus trajecitos, saca a remate buena parte de su museo privado en 1988, se maravilla por no haberse contagiado el sida, es nombrado Sir en 1998 y se hace amigo confesor de la Reina, se desintoxica a fondo, gana un Oscar por El Rey León, es protagonista divertido y autoflagelante del documental televisivo “Tantrums and Tiaras” donde aparece en todo su esplendor de divo histérico reduciendo a Madonna a una monja carmelita a la hora del capricho caprichoso, organiza fiestas más sofisticadas y diurnas de las que estaba acostumbrado y acepta la idea de que Elton John es famoso por ser Elton John. Hay cosas peores, después de todo. Y en algún momento escucha un compact titulado Heartbreaker de un joven músico norteamericano llamado Ryan Adams.

(INTERFERENCIA RYAN ADAMS:
Ahí, en los créditos de Songs from the West Coast hay una dedicatoria y la dedicatoria es para Ryan Adams: “A Ryan Adams, por hacer que me esforzara para hacerlo lo mejor posible”. ¿Quién es Ryan Adams? Sencillo: el más atendible heredero de Bob Dylan y Gram Parsons, la gran esperanza blanca norteamericana, monarca indiscutido del alt.country junto a su breve y etílica banda Whiskeytown y sangre todavía más azul a la hora de sacar Heartbreaker, su debut solista a finales del 2000. Ese fue el disco que le movió el piso a Elton John y así se lo hace saber a todo periodista que se le ponga al alcance de los anteojos, sea éste Diego Manrique de El País o John Wilde de Uncut: “Ryan Adams y su Heartbreaker fueron el catalizador. Me lo compré el año pasado y me dije esto es hermoso. Entonces leí que en los créditos decía: Grabado en Nashville en 12 días y me hizo pensar en por qué mierda yo no podía hacer un disco así si un chico de 24 años puede. Y lo peor de todo es que a mí me salían... yo había sido muy bueno a la hora de hacer discos así. Simples y hermosos y sentidos. Ahí fue que decidí jugármela por completo,tirarme a la pileta y me prometí que si salía mal la cosa, entonces había llegado la hora del retiro definitivo. Me las arreglé para conocerlo y conversar, y la verdad es que yo estaba tan nervioso como una colegiala. Intercambiamos secretos y de ahí a casa y llamé a Bernie y lápiz y papel. Tardé 31 días porque, bueno, soy un poco más viejo y tengo unas cuantas juergas más encima, y lejos están los tiempos en que compuse “Your Song” en cinco minutos mientras desayunaba y todo Don’t Shoot me I’m Only the Piano Player en apenas dos días. Pero eso, un mes fue lo que demoré desde que se empezó a escribir la primera de las canciones a la última salida del estudio. Todo en dos sesiones. Por eso le dedico mi disco. Sin su música no hubiera salido la mía”. Buenas noticias entonces y mejores noticias todavía. Ryan Adams –de quien ya hemos hablado y escrito y leído en este suplemento, y quien dice haber dejado los estudios para hacer realidad su sueño de convertirse en una rock personality y quien define a sus canciones y a sí mismo como “fuegos artificiales y cohetes, cositas hermosas en llamas esperando ser destruidas”– acaba de sacar Gold, indispensable doble compact que dura lo que un disco triple y que está marcado a fuego por un sonido setentero y avasallador. Tapa con tipo parodiando al Bruce de Born in the U.S.A. con bandera norteamericana cabeza abajo y un tema donde se empieza cantándole a la felicidad de abandonar Nueva York: “Adiós a la ciudad y al amor de mi vida / Al menos nos fuimos antes de que nos echaran”. Sentido de la oportunidad, que le dicen. No importa: 21 canciones que lo hacen subir todavía más alto que el World Trade Center cuando era alto y lo sientan en la misma mesa –en sillita alta, pero en la misma mesa– más cerca de Gram, con quien comparte cumpleaños, y de Bob, a quien tanto se parece en sus inicios a la hora de pasearse por todos lados con modales de urraca aristócrata para robarle a los mejores –Waits, Young, Redding, The Who, The Band, Mick & Keith, Van Morrison, un guiño a Oasis y a todos los que quieran arrimarse a su fiestita– y mejorarlos con su puño y letra y voz. Si el neoyorquino Heartbreaker era su Blood on the Tracks y un disco que la madre de Ryan Adams no puede oír porque “me pone muy triste escuchar a mi hijo tan triste”, entonces Gold es su inequívoco y stone y un poquito más alegre Exile on Main Street marca Los Angeles arrancando con el mismo riff que ese “Pinball Wizard” que Elton John le robó para siempre al Tommy de Pete Townshend y concluyendo con el piano melancólico de la perfecta y, sí, eltoniana en el mejor sentido del adjetivo “Goodnight, Hollywood Blvd.”. Y más buenas noticias para Elton y para nosotros: el decididamente fértil Ryan Adams –Gold es su tercer álbum en menos de un año luego de Heartbreaker y Pneumonia, su adiós a Whiskeytown– ya tiene terminado Pink Hearts, su primer disco de “canciones felices”: algo así como 22 canciones más a solas con Bucky Baxter, ex músico de Dylan, listas para salir a cantar por ahí. Y se codea con Dylan, Petty, Cash, Knopfler, Beck, Harris, Crow & Co. en Timeless, el recién aparecido tributo a San Hank Williams. Y una obra de teatro titulada Sweetheart. Y un libro de cuentos al que le falta corregir ortografía. Mientras tanto, Gold está pensado con el mismo corazón y con la misma cabeza que el reciente Love and Theft de Bob Dylan, definido por su dueño como “un greatest hits sin hits... todavía”. Cuesta elegir canciones favoritas en Gold –¿por qué hay que elegir?– y ahí mismo, al final de los agradecimientos, el volátil Ryan Adams prueba que además de muy talentoso es un chico muy educado y leemos: “Elton John, dulce, dulce hombre”. Y después, enseguida, vaya a saber uno lo que le agradece a Winona Ryder una vez y a Alanis Morrisette varias veces.)

VOLVER A VOLVER A EMPEZAR
La tapa de Songs from the West Coast es bastante horrible –un Elton John mitad Austin Powers, mitad Dr. Evil acompañado por paloma blanca y auto-patrulla californiana–, pero adentro está lleno de lindas canciones, sonido retro y nada de esas baterías sintetizadas delos 80, puro sistema analógico de grabación, invitados de lujo (el orquestador de sus primeros discos Paul Buckmaster, Stevie Wonder, Billy Preston, Rufus Wainwright), cuidada producción de Patrick “Madonna” Leonard con un sonido que conecta directamente con Madman Across the Water y Tumbleweed Connection, y lo más importante de todo: mucho piano en primer plano y Elton John cantando como nunca canciones que de inmediato ingresan al extraño canon de lo mejor de este artista extraño. Las mejores canciones de las veintipico que escribió con Taupin y de las dieciocho que grabó y cuyo resto irá saliendo de a poco en singles. Doce canciones donde destacan las fantásticas “Birds” y “Look Ma No Hands” cantadas con fraseo dylaniano; donde también hay lugar para el comentario social en la dolida “American Triangle” sobre el asesinato del estudiante Matthew Shepard por ser homosexual y “The Ballad of the Boy in the Red Shoes” sobre la estupidez reaganiana en los primeros años del sida; y donde –para no perder la costumbre– hay un par de momentos espantosos como la invocación blusera a Robert Johnson en “The Wasteland” con un Elton John con la cara ennegrecida por corcho quemado y la casi insoportable “The Emperor’s New Clothes” que, a pesar de su gran piano aporreado a lo grande, golpea fuerte con una letra donde los clichés se amontonan como si fueran otra de esas cosas que un día Sir Elton se levanta con ganas de coleccionar. Imperfecciones útiles en estas Songs from the West Coast que, de algún modo, también cumplen su función: recordarnos que, después de todo, se trata de un disco de Elton John. Y que con Elton John –pianista tan decadente como fundamentalista– nunca se puede estar del todo seguro. Ahí está la gracia y la desgracia de Elton John. Y, quién sabe, de nosotros.
No nos une el amor sino el espanto.
Será por eso que lo queremos tanto.

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