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Personajes Su aporte en los Monólogos de la vagina fue uno de los hitos del teatro de este año. Ahora, en el flamante programa “Cuatro amigas”, compone un personaje antológico de la televisión argentina. Verónica, una mujer voluptuosa pero acosada por una jauría de complejos femeninos: la celulitis, las ganas de hacerse cirugías, los hombres y el sexo con la luz prendida. Mirta Busnelli devela dónde termina ella y empieza Verónica.

POR MARIA MORENO

En el capítulo 3 de “Cuatro amigas”, Mirta Busnelli hace nuevamente un personaje de esos que la platea suele incorporar inmediatamente a su familia imaginaria, más allá de todo plan de marketing. En este caso es Verónica, una veterana voluptuosa pero insegura en el terreno del amor, debido a esa hiperconciencia femenina de que la naturaleza, bajo el paso del tiempo, tiende a imponer la ley de gravedad y los baches de la carne. El esquema del programa es simple: Inés Estévez (Sofía), Paola Krum (Elena), Valeria Bertucelli (Rita) y Mirta Busnelli (Verónica) son cuatro amigas del estilo Hollywood años 40: confidentes detallistas, adictas al teléfono, soportes de males cotidianos, episódicamente desleales, interdependientes como crías recién nacidas de cualquier especie.
“Verónica es separada y trabaja de profesora de matemáticas. Tuvo una especie de casamiento en la época del hippismo, se fue a vivir al Bolsón y tuvo un hijo que se llama Nahuel. Ja, ja, ja. Tipical, tipical, very tipical. Después se fue a la mierda el matrimonio y ella se vino para acá. Antes vivía con su hijo, que ahora se fue a vivir con el padre. Y está tardando en volver. Ella tenía el deseo jubilado, pero por el hecho de estar con estas amigas más jóvenes, que fueron sus alumnas, es un tema que aparece. El quilombo se le arma cuando aparece el padre de Borracine –un alumno– que empieza a cortejarla”, acota Busnelli.
El capítulo fue desopilante. Verónica, con esa oscura certeza femenina de ser un despojo erótico que el feminismo debería comprender de una vez por todas –¡es paraideológica!–, rechazó bruscamente a Fernando Borracine, luego decidió autorremodelarse mediante la gimnasia y la dieta, luego someterse a una cirugía plástica radical, por último apelar a las luces bajas y a los espejos estratégicos que recomendaba Andy Warhol. Hay escenas antológicas como esa en que Verónica somete a un análisis semiológico colectivo un regalo de su candidato: un par de zapatillas celestes (no tenía ningún sentido particular, el tipo es dueño de una casa de deportes). O esa otra en que ensaya ante su amiga Sofía toda clase de poses eróticas, pidiéndole que la mire y le ponga el juego de luces adecuadas (juego que consiste fundamentalmente en apagarlas).
El guión de Gustavo Belatti y Mario Segade, la producción de Ideas del Sur y la actuación de las protagonistas han mostrado tres capítulos con algunos aggiornamientos previsibles –las mujeres no tienen entre sí una relación de lucha en el barro–, corrección formal y buen timing de comedia. Pero fue la actuación de Busnelli la que logró generar entre las mujeres del público un entre-nos inmediato, tocando el punto que ningún psicoanálisis ha logrado disolver: el de la celulitis. En un bar, mientras se desarrollaba esta entrevista, mujeres de diversas edades, formatos, grados de deterioro, mutilación, clase social y perfección se acercaban a Busnelli para felicitarla con un calor ausente de toda distancia crítica. Como si todas llevaran escrito en la frente “Verónica soy yo”. Pero también: “Busnelli está hablando de sí misma, ¡qué valiente!”.
–¡Pará loca, esto era ficción! Si fuera una película, por ahí yo me animaría a mostrar determinadas cosas, pero acá, en un programa de televisión, “ver”, no se vio nada: yo estaba haciendo un personaje de ficción, ¿entendés? Quiero decir: yo soy una mujer de la edad que tengo y seguramente con muchos puntos en relación con el personaje. Pero, ¡ojo! En el primer capítulo, Pablo Cedrón hacía de un tipo que se acuesta con el personaje que hace Paola Krum. Ella de pronto lo mira y ve que tiene un pitito así. Entonces se impresiona mucho y sale corriendo. ¡No vas a suponer ahora que Pablo Cedrón tiene pito chico! Pablo Cedrón no tendrá un pito ni chico ni grande, tendrá su pito y yo tendré las carnes más o menos caídas de acuerdo con la suerte que tuve en la vida.
Pero cuando vos lo enunciás, las mujeres lo entienden literalmente porque les estás evocando un fantasma. Sobre todo ahora, cuando los límites entre ficción y realidad son cada vez más laxos.
–Tá bien, me pasó. Cuando yo vi el libro, me gustó la historia. Pero cuando leí que el médico le decía a Verónica que ella tenía las tetas caídas, dije: “¡Pero yo no tengo las tetas caídas!”. Primero: tengo las tetas de una mujer de mi edad que no están hechas mierda. Y aunque las tuviera, estoy haciendo un personaje. Está bien que el personaje tiene un montón de puntos de contacto con los fantasmas de las mujeres: que tenemos que ser lindas, duras, flacas, jóvenes y pasa el tiempo y viene la arruga, que la teta, que el rollo, que los pelos. En ese sentido fue bueno encontrarme con ese libro. El otro día alguien me decía: “Eso te sale fácil a vos”, y yo intuí que me estaba diciendo que era mi tema, y en parte sí, pero a veces justamente por estar pegada a tu tema, no te sale. Te endurecés porque creés que estás confesándole a 20 puntos de rating que sos celulítica, fláccida y tetacaída, y que eso sos vos.

Diálogo entre dos vaginas
Quién es capaz de no identificarse, sea física atómica, Premio Nobel o kamikaze, cuando Verónica cuenta: “Era obvio que si me seguía tocando, no iba a entender nada. Las manos se iban a encontrar con una mezcla de tetas, panza, almohadón del sillón, todo mi cuerpo igual al monumento a la pelota de básquet”.
–Es que no sé si las cosas cambian tan rápido –dice Busnelli–. Este año hice por un mes Monólogos de la vagina. Había una alegría en la sala como de me gusta ser mujer. Las minas estaban contentas ya antes de entrar. Entonces pensé que la conquista de la igualdad, del disfrutar y de ver cómo es, lleva tiempo. ¡Si no se sabe cómo es! Porque mirá si vos o yo, de pronto –porque ya se podía coger y se sabía cuando en realidad hasta determinada edad no había sido así y el sexo era mal visto– íbamos por eso a saber de golpe. Entonces en los Monólogos de la vagina me sorprendió que después de haber recorrido tan largo camino, después de tanta película porno vista por cable y programas sexológicos, de cualquier manera, a juzgar por el éxito de público, el sexo siguiera siendo un misterio.
La corrección política no espanta los fantasmas femeninos. Quedaba claro en tu escena de “Cuatro amigas” que se trataba de eso. Nadie iba a pensar que en ese caso no había ficción y que se trataban de las confesiones de una actriz.
–Pero una mina de mi edad no tiene el cuerpo de una mina de 20 años. Minas que habían visto el programa y que tienen un montón de años menos que yo me decían: “¡Tal cual!”. Me llamó una que porque es mi amiga –por la proximidad y también por la edad– vio el programa con alarma: “¡Qué nivel de exposición!”, me dijo. Es alguien muy generoso, que siempre se va a alegrar si me ve bien y me lo va a decir. Pero en este caso me habló de la “exposición”. Después trató de arreglarlo. Creo que ella estaba nerviosa porque quería que me fuera bien en el papel y, al mismo tiempo, le pasó algo de lo que vos decís: no distinguía mucho la ficción de la realidad. Pero en realidad no hubo más nivel de exposición que en otros laburos. Lo hubiera habido si yo hubiera tenido que estar en bolas.
Pero el rollo de los rollos ya se tiene a los veinte años. Siempre me dije: “¿Por qué tengo piernas de caballo pura sangre?”. Nunca tuve tetas. Me salvó la aparición de Jane Birkin. (Busnelli mira a la cronista con alarma, como si temiera que se desnudara para pedirle su opinión como Verónica a Sofía). Con la edad, la mirada de los otros comienza a confirmar ciertas cosas: “¡Soy yo, soy yo!”, gritaban las minas de cualquier edad que vieron el capítulo. Claro que no es lo mismo en la época en que una se vuelve invisible y aparece el “señora”.
–¿El señor?
El “señora”. Claro que el capítulo también propone que detrás del tema del cuerpo se encubre el temor al sufrimiento amoroso en una posición que una imagina de menor prestancia.
–El personaje de Inés le dice: “¿Vos le tenés miedo?”. Y ella le dice que sí. El miedo es al encuentro con el tipo, a volver a amar.
Si estás del tomate por una historia de amor, ¿te sirve para actuar?
–Si estoy en mi casa es un sinfín indiferenciado en mi cabeza, pero si tengo la fortuna de tener una cosa pautada e ir a trabajar, por un lado es difícil porque si vos estás dolorido te cuesta más, pero también te saca. Por el otro lado, existe una especie de metabolización como si también eso fuera material porque te está atravesando algo, que te mueve, que te inquieta. Y si vos tenés una escena donde el personaje está muy dolido, te valés de lo que te está pasando. Ahora, también me ha sucedido de estar en una comedia no muy extraordinaria que por ahí se basaba más en el histrionismo de la actriz o del actor que en el texto y tener que actuar con el sinfín del me dijo y le dije o del ¿qué me habrá querido decir? Entonces me costaba pasar a ese otro estado más liviano. Pero al mismo tiempo, una vez que empezás y rompés esa inercia, algo curativo ocurre.
En este caso, el libro fue la posibilidad de poner en la ficción las cosas que también me pasaban. Tenía los temores del trabajo y de la exposición, aunque no sé si aumentaron con este tema. Si aumentaron es porque estar en la cama con un tipo, aunque sea en ficción, es complicado.
¿Cómo “también en ficción”?
–Se redobla el quilombo. El hecho de que vas a entrar en contacto físico con otra persona y te vas a besar, tener que crear esa situación, la de la intimidad, la del deseo. El otro te va a tocar y de pronto se te puede ver una teta que no esté muy parada, si bien como vos decís ése es un problema que uno puede tener a los 25 años. Yo también lo tenía. Me acuerdo de un director que me dijo que quería que hiciera un desnudo en la película y yo, como buscaba el papel, le dije que sí y después no lo hice. Cuando llegó el momento, me puse unas enaguas, me hice la pelotuda y el tipo estuvo divino porque mucho tiempo después me dijo: “¡Cómo me engañaste!”. Pero no paró la filmación para gritar: “¡Dale, ponete en bolas!”. Claro que en “Cuatro amigas” tenía pudor. Cuando estoy haciendo una escena así tengo miedo de que una teta se me vuele hacia algún lugar, y al mismo tiempo tengo ganas de hacerla libre. En ese sentido se puede hablar de “exposición”. Pero la escena en la cama no me trajo el problema que yo pensé en un primer momento: el de si podía crearse la confusión de que me estaba mostrando a mí y no al personaje.
¡¡¡Pero existe el miedo a la cama de ficción!!!
–Hay un miedo previo que en el momento, cuando vos pasás la barrera, cuando, digamos, te tirás a la pileta, está operando en muchos planos: la necesidad de conducir la escena y hacer todo lo que en la escena tiene que ocurrir. Para eso está en juego tu técnica, tu memoria, tus emociones, tu modo de recibir al otro y estar con su cuerpo. Tenés que mostrar si te gusta un deseo y expresarlo.
“¿Mostrar si te gusta un deseo?” ¿Eso es la actuación?
–La exposición es con el compañero, con los técnicos, con el público. En la medida en que uno es más grande, tiene como esquemáticamente incorporado que un tipo joven te pueda sentir rechazo. Eso es absurdo porque un joven puede no rechazarte y sí un tipo grande (estoy hablando de ficción). Pero cuando yo era joven no pensaba que el tipo me podía rechazar. Actuar en una escena íntima con alguien es una situación donde tenés que controlar muchas cosas, un poco como Verónica, que hacía que la amiga fuera apagando las luces para que luego, cuando estuviera con el tipo, no se le viera la celulitis. Te obsesiona todo: que la cámara, quela escena tiene que salir bien, que la pierna, que la teta. ¿Y si el otro tiene feo olor?
Sí, ¿y si el otro tiene feo olor?
–Una vez yo estaba en una cama haciendo una escena con alguien y había olor a transpiración. Ni se me ocurría que podía ser de él. Pero el de él yo me lo bancaba, lo que no me bancaba era que él tuviera que oler el mío. Ahora, con todo este tipo de problemas, llega un momento en que decís: “Ya está”. Yo también, como el personaje, en un momento dije: “Bueno, basta, largá, no se puede controlar todo”. Entonces se produce un aflojamiento. Es como el temor a estar desnudo, a darle ese poder al otro, pero una vez que te sacás la ropa hay un goce de estar en bolas y algo se deshace ahí. En el revés del miedo aparece una especie de libertad. Y eso pasa cuando ya no podés controlar más. Podés conducir, pero no controlar. Igual, a veces tengo la sensación de que esta que soy yo sabe en la ficción más que yo.

Morcillas y craquelé
Busnelli morcillea con la gracia de la antigua revista porteña. Esa gracia con que la negra Bozán se señalaba las esclavas de oro que le cubrían los brazos y anunciaba ante un público de viejos verdes: “Esto, nenes, no lo conseguí cantando”. La misma que Pepitito Marrone utilizaba cuando, mirando de reojo el culo de Juanita Martínez, lo bautizaba “Scarface”. Pero en versión fina, psicoanalizada y de autoburla. Es sospechable en qué partes del capítulo 3 de “Cuatro amigas” agregó una “morcilla”.
En un momento en que Paola Krum (Sofía), preocupada por el pésimo humor con que Busnelli (Verónica) recibe la novedad de que un hombre la desea, pregunta: “¿Te estás por indisponer?”, se produce el siguiente diálogo:
–¿Qué? Ahora pensás que estoy menopáusica, también.
–No. Al revés. Lo que pasa es que cuando te está por venir, te sentís peor. A mí me pasa. Después me viene y se me pasa.
–A mí cuando me viene es como si me dijera: “¡Me retiro, me retiro!”.
Cuando Verónica intenta describir con precisión ante el cirujano plástico la orografía de su celulitis, mientras hace con la manito un gesto como si describiera las irregularidades de un terreno rocalloso o los plegados de un abanico, dice: “Es como... craquelé”.
“Son como las rajaduras en un jarrón de porcelana que es símil antigua. Al tratamiento se le llama craquelé”, explica Busnelli.
Landrú utilizaba el término para adjudicárselo al señor reblan Don Jacinto W. Busnelli, lo ha acuñado como metáfora del venirse en falsa escuadra femenino localizado de la cintura para abajo. Quiera el destino que la justicia popular lo incorpore a las riquezas de la lengua como marca de género.
–A mí me gusta mucho improvisar. Pero el libro era el libro, lo que pasa es que en televisión, donde todo es muy rápido, hay una especie de reescritura en el sentido de que surgen algunas situaciones, puentes, mediadores o a lo mejor una ruptura de algo que antes no venía así, entonces te da pie. Porque el libro de Belatti y Segade viene con proposiciones, como por ejemplo que ella se encuentre con la cicatriz del tipo. También que ella decida no tener una relación porque su cuerpo está muy deteriorado, como si ella fuera solamente su cuerpo. Pero del guión a cómo se plantea la escena en el set hay un montón de situaciones actorales que por ahí piden otra cosa. Cuando yo veo la cicatriz de Fernando y digo: “Ya la quiero”, se me ocurrió decirlo en ese momento.
Ese factor sorpresa en el guión de Belatti y Segade, el hecho de que sea el galán maduro el que oculte en su cuerpo algo desagradable es, amén de un toque progresista, un dato antropológico. Los hombres no se consideran obligados a avisar si van a irrumpir en el territorio de Eros con unahernia del tamaño de un seno o con un ano contra natura. Pero si se recuerda bien la escena, la cicatriz del padre de Borracine equivale a medalla al mérito, a una legión de honor de los barrios porteños, a una Orden de Malta obtenida entre los fieritas que intentaron atacar a su legítima. Porque el padre de Borracine consiguió esa cicatriz por defender a su ex esposa de una violación o un secuestro. En cambio a la celulitis se la consigue sin honor ni gloria, como los progresistas españoles consiguieron la desaparición del Generalísimo por su inexorable muerte natural.
Pero no siempre Busnelli improvisa por puro genio de su asociación libre; a veces lo hace para resolver un error, como sucedió en el estreno de Monólogos de la vagina:
–Nosotras teníamos que entrar descalzas, y llegábamos hasta el escenario con unas pantuflitas. Y había que llegar en cierto orden. Cipe se adelantó un poquito. Yo me distraje y entonces entraron las otras dos descalzas y yo con pantuflas. Pensaba: ¿cómo hago? No me parecía gravísimo, pero el espectáculo estaba concebido para estar descalzas; además, mientras decía el texto estaba pensando qué estaría pensando la directora. Sentía que con mis pantuflas estaba molestando a los demás porque algo había sido creado de determinada manera y yo había metido la pata, literalmente. ¿Cuál sería el mejor momento para sacármelas? Hasta que pensé que lo mejor era sacármelas cuanto antes, porque si no eso me iba a estar obstaculizando la cosa. Entonces, en un momento en que Cipe cuenta cómo hacemos para mirarnos las vaginas y nosotras nos estiramos para ponernos frente al espejo, yo estiré las patas como graficando eso y me saqué las pantuflas.
Como un símbolo.
–Ma qué símbolo, me saqué un problema de encima.
Busnelli y la cronista caminan por la calle. La cronista le dice, como si estuviera recitando el guión de Belatti y Segade: “No me importa lo que soy sino como yo me veo”.
–Estás confundiendo ficción con realidad. Te repito que Verónica no soy yo.
Pero yo sí.
La cronista sabe que el teatro se hace con materiales reales, incluidos el me dijo y le dije, los sinfín pasionales que se declaman ante un teléfono que calla y los rollos por los rollos, pero que no constituyen autobiografías en carne viva que una mujer de cualquier edad podría reclamar como propia bajo el grito de: “¡Soy yo, soy yo!”.
Una chica de unos doce años corre hacia Busnelli y le tiende un pedazo de papel. Ansiosa, casi apoyada sobre la actriz, tapa con su cuerpito la escasa luz que viene de un farol.
–¿Cómo te llamás?
–Luz.
–Luz, no me tapes la luz.
Busnelli escribe el autógrafo. La chica se va sonriente, se diría que aliviada. ¿Cómo? ¿Tan joven y ya se sentía un escracho?

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