el
viento nos llevará
Territorios
Caravanas de colonos que murieron o huyeron por la inclemencia del tiempo.
Pulperías que languidecieron con la llegada del asfalto. Prostíbulos
que abastecían de amas de casa. Tumbas con nombres lijados que
esconden andanzas de cuatreros y fugitivos. En su flamante libro El
lejano oeste de la Patagonia, Alejandro Aguado recoge parte de las historias
en peligro de extinción que desde hace años rastrea por
la Patagonia.
Por
Guillermo Saccomanno
Alejandro
Aguado tiene casi treinta años y toda una experiencia en relevar
los costados secretos de ese territorio que llama la Patagonia
Profunda. En una pick-up o caminando, sin otro equipaje que una
cámara y un block, apunta desde hace mucho aquellos detalles
que encierran claves del pasado. En más de una ocasión,
su curiosidad al atravesar un alambrado o pasar del otro lado de un
cerro fue saludada por un disparo. Sin dejarse intimidar por la meteorología
dura ni por amenaza alguna, Alejandro investiga con más pasión
que medios. No obstante, con el auspicio de la Secretaría de
Cultura de Chubut ahora logró publicar su último gran
trabajo: El lejano oeste de la Patagonia. Estas son sus historias. Y
la suya.
Un
letón contra la nada
El hombre
se llama Koslowsky. Nació en Steinmholm, Letonia, en 1866. Pertenece
a una familia noble y tiene una educación enciclopédica,
pero su vocación, siente, está en las ciencias físicas
y naturales, la geología, la botánica, la medicina. Además
domina siete idiomas: ruso, inglés, alemán, italiano,
portugués, español y latín. Ahora, a fines del
siglo XIX, ya conoce la Patagonia, donde realizó exploraciones
con Moreno y Ameghino. Desde que conoció este territorio no puede
escapar de su influjo. Y se propone fundar una colonia con rusos, polacos
y lituanos en la precordillera. Entonces se propone traer a su familia
al Valle Huemules.
Su mujer y los chicos llegan a Puerto Madryn en un barco de la Armada.
Después, el tren a Trelew. Más tarde, hombres, mujeres,
chicos, viajando en carro y a caballo, se internan en la soledad de
las mesetas con un equipaje de carpas, catres, colchones, enseres domésticos,
herramientas y animales para fundar la colonia. Siguen la ruta india
a lo largo de los ríos Chico, Senguer, Mayo y Guenguel. El ganado
les impone viajar por trechos cortos, acampando seguido. De paso, cazan,
juntan leña para calentarse. El viaje hasta Valle Huemules les
demanda tres meses.
Y cuando llegan a destino el invierno los acorrala. La nieve y el hielo
cubren el valle. Apenas si alcanzan a improvisar un campamento que es
inferior a una toldería. Durante meses la temperatura es inferior
a cero. Las penurias se suceden. Los animales que no son devorados por
los pumas deben sacrificarse como alimento. La vivienda menos precaria
es una carpa de lona, con algunas sillas de mimbre. Las fuerzas de los
pioneros flaquean cuando los indios aparecen en el campamento. Contra
lo que temían, los tehuelches vienen amistosos. El cacique Quilchamal,
que tiene su toldería cerca, los ayudará hasta la primavera.
Con madera de los bosques de la zona los colonos levantan sus primeros
ranchos. Como carecen de experiencia para cultivar esta tierra, tienen
que ingeniárselas cazando. El invierno siguiente no es menos
inclemente. A todos los trastornos del frío y la escasez de víveres
ahora deben sumar una plaga de insectos que invade las construcciones.
La moral se quiebra. Ya empiezan a morirse algunos. Las familias se
van dispersando. Cada vez que uno parte, incendia su rancho para liquidar
los insectos. El intento colonizador es un fracaso. Y la nada patagónica
parece haber ganado una vez más.
Tumbas
sin nombres
A Alejandro
Aguado lo conocí un invierno a mediados de los 90 en Comodoro
Rivadavia. Por entonces tenía poco más de veinte, dibujaba
historietas en un diario de la ciudad, empezaba a practicar fotografía
y, apelando al dibujo, terminaba de armar un libro que, más tarde,
se convertiría en documento inapreciable acerca de la historia
del trazado ferroviario de la zona: Aventuras sobre rieles patagónicos.
Alguien me había comentado que Alejandro sabía andar donde
nadie andaba. Y que si en un paisaje desierto, a lo lejos, se veía
una silueta, ése era él buscando algo, siempre buscando.
Un domingo por la mañana Alejandro me pasó a buscar por
un albergue que había sido de petroleros. Querés
conocer la Patagonia Profunda, me dijo. Y no era una pregunta.
Alejandro le había sacado la F-100 a su padre y traía
un paquete de empanadas. Vos comprá algo fuerte,
me dijo. En un almacén compré vodka.
La Patagonia Profunda de Alejandro no era, bajo ningún punto
de vista, ese territorio glamoroso que se promociona desde el turismo
convencional. Alejandro manejaba la pick-up tambaleándose viento
en contra por difíciles caminos de ripio. Si en algún
sitio queríamos bajar, como en las ruinas de Estación
Escalante, el viento impedía abrir las puertas del vehículo.
Esto no es nada, me dijo. A veces hay vientos de más
de cien. Pero el viento no detenía a Alejandro que, cámara
en mano, inspeccionaba cada una de esas estaciones desvencijadas en
parajes remotos donde el ferrocarril pertenece a la prehistoria. Alejandro
no se cansaba de hurgar en un depósito abandonado o entre unos
escombros cubiertos de maleza. Una herramienta, un frasco o un cartel
oxidado representaban un verdadero hallazgo. Así, me acuerdo,
esa mañana que hicimos un raid por Diadema, Holdich, Sarmiento.
Fuimos a Pampa del Castillo y nos adentramos en un bosque petrificado.
En cada alto, Alejandro contaba una historia. En Cañadón
Lagarto, que fuera punta de riel en 1911 y duró como poblado
hasta 1935, el viento lijaba las inscripciones de unas cincuenta lápidas.
Todo lo que quedaba de ese pueblo era el cementerio. Casi todos
los que están acá murieron a cuchillazos, a balazos o
congelados en la nieve, me contó Alejandro.
Aunque para algunos, en particular para aquellos espíritus de
losa radiante, la Patagonia representa todavía la nada, sin embargo
esa nada está habitada por un sinfín de historias, un
arsenal poderoso de anécdotas y mitos, capaz de inspirar toda
una literatura que, no obstante, espera ser escrita. Aunque, como puede
constatarse, el corpus bibliográfico sobre la Patagonia y su
imaginario es, hoy en día, casi inagotable, en el territorio
no abundan los narradores que lo representen, con excepción de
los testimonios orales y los cuadernos de exploradores y colonos. Una
primera aproximación indicaría que las historias son tantas
y están aún tan al alcance de la mano que intimidan. Una
crónica de viajes cualquiera, con esa prosa elemental, de balance
cotidiano, ya indica una ficción en sí. Indios, cowboys,
inmigrantes, exploradores, estancieros, criminales, prostitutas. El
elenco de personajes de la historia patagónica ya proporciona
una idea somera del iceberg narrativo que espera ser contado.
Pero la preocupación de Alejandro se cifraba en una instancia
anterior. Antes que la prolijidad de una historia, a Alejandro le importaba
impedir su extravío. Para Alejandro la belleza residía
en el objeto registrado, su conservación. Esa mañana en
ese cementerio, todo lo que quedaba de Cañadón Lagarto,
su búsqueda revelaba una inquietud: Todo esto se borra,
como los nombres en esas tumbas, me dijo. En parte es por
el viento. Y en parte por la indiferencia.
Entre
naturalistas y pistoleros
La región
comprendida por Lago Blanco, Valle Huemules y el Chalía fue,
según Alejandro, una tierra de promisión. Desposeídos,
fugitivos y aventureros venían acá sin importarles la
proximidad de los tehuelches, ya en su ocaso. Rastrear la historia de
esta zona implicó para Alejandro leer un centenar de libros,
quinientos ejemplares de la revista Argentina Austral, consultar expedientes,
hacer más de treinta entrevistas y recorrer la zona palmo a palmo.
El resultado es un libro sorprendente, El Viejo Oeste de la Patagonia
que, a pesar de cierta rusticidad en la edición, contagia el
entusiasmo del cronista obsesivo y la fortaleza de lo hecho a pulmón.
Con este libro se enojaron varios de los que nombro, cuenta
Alejandro. Te puedo asegurar que ahorré muchas de las historias
ciertas de peleas yasesinatos entre vecinos, cuatreros y gendarmes.
Muchos se arrepintieron de lo que me habían contado. Los viejos
eran de terror, dice. Se la pasaban robándose las
tierras, ganado, o asesinándose. Algo cuento, no todo porque
no me entraba en este libro. Les di prioridad a las historias que tuvieron
mayor repercusión. Y fue inevitable que se enojaran.
Unos estancieros de Valle Huemules sigue Alejandro,
me acusaron de haberlos dejado como nazis. Ellos aparecen en En Patagonia
de Bruce Chatwin. Uno es el alemán malhumorado que lo ignoró.
Y también figura en La Patagonia de Chatwin, el libro de Adrián
Giménez Hutton, desmistificador de la experiencia del viajero
inglés. De paso te comento que el charlatán de Chatwin
inventó toda la historia de Valle Huemules. Nada de lo que cuenta
es verdad. A medida que pasa el tiempo sus distorsiones, mentiras y
achacos son más evidentes.
Al escarbar en los orígenes de la historia patagónica
hay que tener en cuenta también ese pasado muchas veces espurio,
que quienes ascendieron en la escala social pretendieron ocultar. Durante
años las mujeres fueron un bien escaso en la Patagonia,
cuenta Alejandro. Esta particularidad, a la que se denominó el
mal de la Patagonia, aumentaba al alejarse de la costa. En esta
zona proliferaron entonces los prostíbulos. En el pueblo chileno
de Balmaceda se los toleraba como un pecado necesario. La clientela,
en su mayoría, la conformaban peones. Muchas veces esos hombres
rudos y solitarios alquilaban una pupila para llevársela a un
puesto alejado de las estancias argentinas. Con los años, muchas
de ellas abandonaron ese trabajo y formaron una familia.
Rastrear estas vidas es prácticamente imposible. Como lo es también
hilvanar los anecdotarios de los boliches ruteros que van desapareciendo.
Alejandro pudo reconstruir sin embargo la existencia del Guenguel, el
Mata Magallanes y el Quemado, esos negocios que eran mezcla de pulpería,
almacén y estación de servicio a un costado del camino
desértico. La sentencia de muerte les vino con el asfalto,
cuenta Alejandro. Cuando el asfalto se extendió en los
70 al tramo que va de Sarmiento a río Mayo fue su fin.
Lo que vuelve a sorprender entonces al internarse en la historia patagónica
es la diversidad de personajes y de metas. Figuras como Koslowsky, quien
nunca renunció a su vocación fundadora y la complementó
con una producción considerable de estudios sobre aves, reptiles,
batracios y ofidios reunida bajo el título de Naturalista Viajero
del Museo de La Plata, convivieron en ese mismo paisaje con pistoleros
del calibre de Butch Cassidy, Sundance Kid y Ethel Place, establecidos
como prósperos terratenientes en Cholila hasta que un asalto
detonó el alerta policial.
Hay una historia que puede ejemplificar el ambiente en esas primeras
décadas del siglo pasado. La historia la vivió otro Cunningham,
un irlandés gordo, bromista y amante del vino. En la cocina de
una estancia se juntan varios hombres. Hay chistes que el alcohol va
volviendo espesos. Ya de madrugada, un hombre le pone el revólver
en la espalda al provocador. Otro se levanta y le apoya el cuchillo
en el cuello. Como todos toman partido por unos o por otros, de golpe
se encuentran todos amenazándose con sus facones o encañonándose
con sus revólveres. Finalmente el ánimo se sosiega.
Esta diversidad entre la fascinación paisajística, la
persecución científica y, a la vez, la convivencia con
el peligro quizá explica mejor una de las fotos del libro de
Alejandro, probablemente tomada en los años 30. Un pibe
con breeches y botas, junto a un auto, dispara su revólver en
una práctica de tiro. El chico es uno de los Cunningham,
precisa Alejandro. Cuando sus chicos cumplían ocho años
Don Cunningham los instruía en el manejo de las armas. Tuvieron
primero rifles y después revólveres. A veces, cuando la
madre estaba de viaje, antes de dormirselos chicos apagaban las velas
a los tiros. Uno, con una puntería infalible, se entretenía
matando moscas a balazos.
Es que hasta fines de los 50 la violencia estaba ahí, acechando.
En un arreo los cuatreros podían robarse cuarenta ovejas. En
otro más ambicioso podían promediar las quinientas. Ante
la falta de intervención policial no era sorpresa que se hiciera
justicia por la propia mano. Esta justicia era anónima, furtiva
y evitaba los trámites burocráticos. Cuando un ladrón
de ganado era descubierto solía terminar sepultado en un matorral.
No fue el caso del norteamericano Willie Stone, un cuatrero corpulento,
alegre, de vozarrón, que había fijado residencia en Chile
pero operaba en Argentina. Stone robaba caballos finos en Huemules,
los cruzaba a Chile y más tarde volvía a cruzar la frontera
bastante más al norte para venderlos en la Colonia Galesa 16
de Octubre, hoy Esquel y Trevelin. Aunque tenía pedido de captura
recomendada, Stone nunca fue apresado. Dueño de una puntería
fenomenal, jinete notable, el cuatrero terminó sus días
formando una familia del otro lado de la frontera con una compatriota.
Lo
que el viento dejó
El concienzudo
trabajo de Alejandro tiene, como se dijo, un mérito. En cada
página hay una historia. Las fotos y dibujos que ilustran el
material completan aquello que la imaginación va redondeando.
Exhaustivo en su recorrido, el coleccionista de historias visitó
estancias y conversó con sus dueños y peones. De esta
manera, con su ir y venir por la región, Alejandro supo librar
del olvido las peripecias de hombres y mujeres ignotos cuya participación
en lo fundacional no es trascendente como la de monstruos sagrados Darwin
o Saint Exupéry que suelen opacar con sus biografías
turísticas las hazañas y los sufrimientos de quienes apostaron
a un destino no menos utópico pero sí con menos repercusión.
Tal es el caso del excéntrico Mister Ossa Latt, una mezcla de
minero y gambusino norteamericano con gaucho, que después de
una travesía por Tierra del Fuego se desplazó de un rincón
a otro de la región buscando oro. Individuo solitario, ermitaño,
Latt les caía simpático a los lugareños. Se codeó
tanto con estancieros como con bandidos. Entonado, una vez supo sacar
sus revólveres y, divertido, tirarle a los pies a un bloody
chilote hasta hacerlo bailar. A los ochenta y pico, sin haber
dado con el oro, el gringo Latt murió carbonizado junto a su
perro en la tapera que tenía de rancho.
En este sentido, detrás de esta clase de cuentos, Alejandro recorrió
todas las estancias de la región, más de una docena. Algunas
de ellas tienen nombres sugestivos, como La Norteamericana y La Siberia.
Si se piensa que la Patagonia equivale para algunos escritores al escenario
áspero de la narrativa estadounidense, o para otros, una estepa
redencionista a la manera rusa, estos nombres son una pista más
que literaria. Ni del todo cowboys ni del todo mujics, aunque con rasgos
de unos y de otros, tallados por la intemperie, marcados por lo criollo,
quienes se asentaron en la región componen un repertorio de historias
que exceden el afán del extranjero que persigue lo pintoresco.
Entre robos y matanzas, que causaron la organización de partidas
de caza de los lugareños, los habitantes de la región
ansiaban el progreso. También ésta era la intención
del militar gobernador del peronismo a mediados de los 40 cuando
celebrando una adopción saludó al matrimonio: Que
tengan muchos argentinitos.
En alguna de sus investigaciones, como en el recorrido a la estancia
Sierras del Carril, a Alejandro lo acompañó Don Rubén
Cunningham, un lugareño de setenta y seis años, descendiente
de los pioneros del mismo apellido. La primera impresión
del lugar no fue grata, se acuerda Alejandro. La tierra sometida
al peor clima patagónico, sin señales de lluvia. Una fina
arenisca blanca lo cubría todo. Arboledas escuálidas,
montes de arbustos. Semienterrados, restos de viejos vehículos,
partes demolinos de viento, botellas de diversos tamaños y colores.
El aspecto de la casa principal no era mejor, construcciones deterioradas,
las bases de las paredes apenas. Cinco aljibes y un tanque australiano
resecos. Todo era abandono y tristeza. No muy lejos, entre unas matas,
Alejandro rescató una punta de flecha tallada en piedra por los
tehuelches.
El
ocaso de los tehuelches
Las
historias de indios no podían faltar en esta búsqueda.
En el Chalía, precordillera chubutense, todavía se mantiene
una reserva que, según Alejandro, es un aguantadero donde se
hacinan en la pobreza los últimos de los tehuelches, esa estirpe
nómade.
Quilchamal, el último gran cacique, estuvo cerca de la muerte
en la batalla de Apeleg. En esa oportunidad, se dice, fue obligado a
ponerse del lado del ejército. Diezmados, perseguidos, los mapuches
y los tehuelches buscaron refugio en la cordillera o partieron hacia
el sur. De Quilchamal se cuenta que tenía buena relación
con los cristianos. Además de haber socorrido a Koslowsky, guió
en sus expediciones a militares y científicos.
Las imágenes que recuperan el pasado no favorecen a los
indios, observa Alejandro. En su mayor parte se trata de
fotos captadas cuando su cultura se extinguía destruida por el
blanco, cuenta. Estas fotos los presentan sumidos en la
pobreza o como atracciones exóticas. Son muchas las fotos en
que elegantes señores de traje posan sonrientes junto a algún
tehuelche vestido con primitivas pieles de guanaco, como ante una especie
rara. Lo que sigue es más conocido: el indio reducido a peón
de campo, aislado en la pobreza extrema de las reservaciones o marginado
en las periferias miserables de las ciudades patagónicas. Aunque
ellos muchas veces no lo sepan, sus rostros delatan sus raíces
indígenas. La dominación se ha extendido hasta el borramiento
de su identidad. En la actualidad, para sobrevivir los jóvenes
tehuelches ocultan o niegan sus orígenes. Así su habla
se perdió completamente. Por la tarea de algunos antropólogos,
perduran escritos en su lengua, mitos, costumbres y algo de la historia
más reciente. Lo paradójico de este rescate reflexiona
Alejandro, es que lo hacen individuos pertenecientes a la sociedad
sometedora.
En
la sangre
Para
Alejandro este libro, su último libro, este que finalmente se
publicó con un auspicio provincial, es el fin de algo pero también
el comienzo de otra aventura. Ahora estoy terminando otro,
dice. Puede ser interpretado, si se quiere, como una continuación
de El viejo oeste de la Patagonia. También trata sobre exploradores,
colonos y tehuelches. Pero el período que abarca es entre 1888
y 1920. Junté información y fotos inéditas, entre
ellas unas quince impresionantes de 1895 de toldos tehuelches. En estos
días recién vuelvo de un viaje a la cordillera con ríos
y arroyos que estuvieron secos y ahora desbordaban por la correntada.
Pude ver unos cuantos tehuelches y mapuches.
Mientras cuenta la historia de su búsqueda, Alejandro confiesa
su sorpresa al toparse con un dato que profundizó el significado
de su búsqueda. De pronto advertí que la búsqueda
me conducía en una dirección inesperada, cuenta.
Descubrí que mi tatarabuela era la hija del cacique tehuelche
Maniqueque, lo que es un orgullo. Esta mujer se había casado
con Juan Morgan, un galés que murió asesinado en 1935.
Como siempre en la Patagonia, cada historia no sólo tiene una
historia por debajo, explicando sus claves ocultas, sino que éstas,
a su vez, se proyectan en otra nueva. El tema y las variaciones. Pero
acá, en esta inmensidad de viento y silencio, las variaciones
en sí mismas suelen ser también todo un absoluto. Dejemos
hablar al viento.