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Soplando en el viento

Nota de tapa El martes pasado, León Gieco cumplió 50 años. Invitado por Radar, y antes de los shows en el Opera con los que piensa seguir los festejos, aceptó recorrer su vida de punta a punta: de las charlas sobre Argentina que daba en Bolivia a los 14 años a los backstages con Sting, Springsteen, Peter Gabriel y la madre de David Byrne; del día que transmitió un mensaje telegráfico de Cámpora a Perón al día que decidió unir Ushuaia y La Quiaca para no tocar en Buenos Aires; y de la primera guitarra que se compró en cuotas al día que pueda vivir tocando gratis para todos.

POR CARLOS POLIMENI
FOTOS: NORA LEZANO

A LOS 10 AÑOS,
Raúl llevaba tres tocando su guitarra Calandria, pero el futuro tardaba enormidades en llegar. A esa edad, ya había tenido dos vidas. Una en el campo, que duró cinco años y fue como un sueño. Otra en el pueblo, que lo hizo madurar rápido, acaso demasiado rápido. La del campo le inundó el alma de colores, olores y palabras que aún le pueblan el alma. La del pueblo terminó con él viviendo en Buenos Aires. Raúl Alberto Gieco, que ahora para todos se llama León, no se olvidará mientras viva de la cantidad de sonidos y sensaciones que caben en un silencio de 10 kilómetros. Diez kilómetros era la distancia entre la casa de sus padres, en el campo, y la casa de sus abuelos. Mamá y el pequeño salían de una rumbo a otra sin apuro, porque en la Pampa Gringa de Santa Fe no había apuros, y se pasaban el viaje completo en sulky sin hablar, porque así eran las cosas por entonces. No había mala onda en ese silencio, sino una comunicación que no necesitaba de palabras. No siempre hablar significa estar comunicado. “No se necesita, no se necesita/ tener las blancas para ser mujer”, escribiría muchos años después aquel chico de cabellos incendiados. Allá lejos, en Buenos Aires, acaso un día que parecía no pasar nunca como éste que hoy recuerda León, un golpe militar había terminado con el gobierno democrático del general Juan Domingo Perón, pero nada de ese ruido llegaba hasta allí. Su padre no dejaba de ordeñar las vacas de madrugada, y de salir a repartir la leche en el carro tumbero porque cambiase un presidente o un gobernador. Los pájaros no dejaban de cantar, ni la luna de salir. Los piamonteses y descendientes de piamonteses no dejaban de hacer bagna cauda y de cantar canzonettas, los rostros colorados por el esfuerzo y el sol. Para un chico de 3, 4, 5 años, como se recuerda León sorbiendo los colores de su infancia, la política no era ni siquiera eso que no charlaban los mayores. “Cada minuto valía una vida, dulce canción de los vientos, de vos me acuerdo”, evocó treinta años después en una canción sobre aquellos caminos perdidos.
Unos meses después del último año en que el que te dije salía al balcón, como escribió María Elena Walsh para no nombrar a Perón –¿o para denunciar que no se podía nombrarlo?– sus padres se mudaron al pueblo, a Cañada Rosquín, el sitio del mundo que aquel chico volvería famoso, mucho después. Para aquel niño alimentado a leche y sol, todo empezó a ser pérdida. A los 7 años ya trabajaba, y las peleas entre su padre y su madre envenenaban sus noches. El dinero escaseaba en lo de los Gieco, y no era para eso que se habían mudado. Pero el padre no podía parar de jugar por plata en el boliche, ni de tomar, para consolarse por la plata que perdía. “En realidad –piensa ahora– él había decidido la mudanza por comodidad: cuando vivíamos en el campo hacía lo mismo, gastarse la plata en bebida y juego, pero tenía que hacer diez kilómetros de noche para volver a casa, y entonces decidió acercar su casa al vicio. En el campo yo a veces lo escuchaba putear y putear cuando a la madrugada tenía que levantarse para ir a laburar al tambo después de una noche de chupar. En el pueblo, las puteadas eran de mi mamá a él”. Fue porque se cargó ya desde entonces de una responsabilidad que lo superaba que Raulito decidió que debía ganar su propio dinero. Lo hizo como repartidor y tomador de pedidos de la carnicería del pueblo, de 7 a 10, y como chico de los mandados de Matilde Racciatti, que había decidido enclaustrarse después de la muerte de su marido, como todavía se estilaba. Fue entonces que se compró la guitarra Calandria, y aún no sabe bien por qué. La pagó en cuotas, después de convencer a uno de los responsables del negocio, en que vendían de todo, de que sus dos trabajos le daban solvencia económica. La llevó a su casa envuelta en papel madera, y su padre se sorprendió. Por entonces descubrió la magia de los trenes. “El Cinta de Plata, que venía del norte, paraba en mi pueblo todos los jueves, para reabastecer la máquina seguramente. A mí, primero se me dio por la melancolía de imaginarme adónde iba toda esa gente. Pero después descubrí que en esa parada como de media hora la gente se aburría, y monté un kiosquito. Vendía empanadas que hacía mi vieja, Bidú Cola y revistas, que me daban en concesión. Me iba bárbaro”. La magia de los trenes trajo la irrupción de los crotos, que lo fascinaron. “Los miércoles, en el tren de cargo, bajaban los linyeras, y mi bisabuelo tenía una especie de posta de crotos, en que podían pasar la noche gratis. Supongo que mi bisabuelo se identificaba con esos tipos, renunciantes de la vida. Me dejaba totalmente impresionado esa gente, a la que nadie le pedía que trabajase, y a la que todos respetaban. Me llamaba mucho la atención esa especie de ceremonia de solidaridad con el desconocido. En la estación, debajo de un brete, los crotos guardaban las latas con que se hacían de comer. Un día, queriendo ser como mi bisabuelo, les regalé unos huesos con carne que me había robado de la carnicería, y seguí haciendo eso durante mucho tiempo. Todavía recuerdo la cara de los tipos cuando yo llegaba en mi bicicleta. Ahí viene el pibe, ahí el viene el pibe, gritaban, y yo me sentía bárbaro”. Muchos años después, para uno de sus grandes temas, “Canción para Carito”, escribiría: “En Buenos Aires, los zapatos son modernos/ pero no brillan como en la plaza de un pueblo”.
León no recuerda su cumpleaños de 10, en 1961, cuando todavía era Raúl, Raulito o Luli. “En mi casa no me festejaron nunca un cumpleaños, supongo que porque entonces no se estilaba. Salvo una vez, no sé cuál fue, que vinieron todos los amigos, y me peleé mal con mi mamá.” Recién en Buenos Aires empezó a celebrar los 20 de noviembre, y no siempre con convicción. Muchas veces, sin decirle nada a nadie, pasó el día en una casa de baños sauna de las que es habitué, por ejemplo. El 31 de diciembre del 2000, cuando todo el mundo buscaba un modo simbólico de festejar, se fue a la Plaza de Mayo, con su familia, y brindó con las Madres, sintiéndose puro y sano por dentro. Desde que a los 4 pasaba horas sin decir palabra en el campo, León sabe del valor de los gestos del silencio. Este año, con los 50, tomó el toro por las astas: el martes por la tarde cantó en Mataderos para los pobres y desamparados a los que Mónica Carranza da de comer y por la noche montó una fiesta de amigos en un boliche en el que su amigo Charly García suele cometer excesos de talento. A León le da vergüenza recibir regalos, quizá porque de chico nadie le compró la guitarra que estaba en la vidriera.

A LOS 20 AÑOS,
Raúl ya se llamaba para todo el mundo León, y vivía en Buenos Aires. Había llegado en marzo del ‘69, en tren, con su amigo Horacio Fumero, y la ciudad lo había golpeado en la frente. Eran los tiempos finales del gobierno de Onganía, que se había propuesto ser presidente por 20 años y terminó sus días de falsa gloria con el Cordobazo y sus coletazos. Desde los 12, cuando terminó el primario, que estaba decidido a irse del pueblo chico, infierno grande. Su padre lo había convencido de que era demasiado joven para la aventura, y de que le convenía prepararse: completar el secundario, estudiar inglés, aprender a escribir a máquina. El vicio de sacar canciones de Jorge Cafrune o el Chango Rodríguez en la guitarra se había convertido en una afición importante para aquel pibe que cada mes de marzo esperaba el número especial de la revista Folklore, con toda la cobertura de Cosquín. En Cañada, había abandonado su primer grupo, Los Nocheros, para incorporarse a Los Moscos, una evolución del inicial nombre de Los Eufóricos. Raúl se había convertido en cantante, como su viejo, pero en serio, y se había ganado el apodo de León. El viejo estaba contento: si hubiese podido elegir un destino hubiese sido el de cantor, en la línea de Alberto Castillo. De hecho despuntaba el vicio en las fiestas del pueblo, que solía terminar como una cuba. El apodo llegó a los 13. Fue una vez que armó mal, por no preguntar, la conexión de su equipo nuevo y al enchufarlo hubo un corto circuito tan grande que el pueblo entero se quedó sin luz. Raúl, que por ser el más joven del grupo era el más verdugueado, el candidato obligado a las manteadas, fue bautizado León a bordo de una estanciera. El bajista de Los Moscos le recordó, al anunciarle que de ahí en adelante tendría una nueva identidad, que homenajeaba al rey de los animales. El rey de las bestias, dijo en realidad aquel muchachón. Recién rebautizado León, Raúl Gieco celebró por dentro que la reprimenda de sus compañeros por aquella metida de pata no fuese una broma pesada, de aquellas que a veces habían llegado a atormentarlo. “Por lo menos –pensaba mientras volvía a su casa de madrugada– esta vez no me echaron alcohol en los huevos.” Los Moscos llegó a ser un grupo importante de la zona y hasta tocaron en televisión en Rosario. A los 14, becado por el Rotary Club fue a Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a dar unas charlas sobre la Argentina, que completaba tocando zambas. Eso recordaba los días del verano del ‘69 en que decidió largarse del pueblo, mientras daba vueltas en bicicleta por esas calles polvorientas. “Si pude irme a Bolivia a los 14, ¡como no voy a probar con Buenos Aires a los 18, después del secundario!”, se alentaba.
Buenos Aires fue su universidad, pero ¡cómo costaba rendir cada materia! Por consejo de su padre, bien lo cuenta en “Idolo de los quebrados”, León se instaló en el centro, cerca de “donde trabajan los presidentes”, la Casa Rosada. Primero en Defensa y Moreno, en una pensión, luego en un departamento de un ambiente, en Sarmiento y Uriburu. Un contacto del pueblo le permitió conseguir trabajo en Transradio y luego en ENTel, la compañía de teléfonos, por entonces estatal. Y, como por arte de magia, o no, empezó a componer canciones. Hasta llegar a Buenos Aires, aquel joven que buscaba su lugar en el mundo sólo había cantado temas ajenos. En el lugar donde Dios atendía cuando era argentino compondría en los siguientes cinco años varias docenas que lo harían famoso. “Jamás voy a olvidar mi primer lunes en Buenos Aires. Nosotros habíamos llegado el sábado, y pasamos un fin de semana bárbaro, con la ciudad semivacía, conociendo lugares impresionantes, como el Cabildo, que estaban en nuestros libros de Historia. Pero el lunes, cuando salimos de la pensión y vimos la multitud en la calle... nos agarró una sensación de asfixia.” Para León, de ese choque entre su temperamento campesino y su realidad porteña nació la necesidad de componer. Un día, pensando que el destino estaba en la música, buscó en la guía la dirección de las compañías discográficas. Encontró la de Odeón. Pensó: “Ésta está bien, es la de Los Beatles y Carlos Gardel”. Se tomó un colectivo rumbo a Flores y bajó en Rivadavia como al 8000 con la dirección anotada en un papel. El cartel decía Odeón, pero a todas luces se trataba de una pizzería. Estudió la situación y llegó a la conclusión de que la compañía debía estar arriba. Nada. Arriba había billares. Ese día entendió que en Buenos Aires puede haber más de un lugar con el mismo nombre. La depresión lo llevó a encerrarse en la pensión. Esa noche compuso, sin darse cuenta, “La Navidad de Luis”. Antes de eso, se había obsesionado con Pipo Mancera. “Estaba seguro de que él me iba a escuchar y me iba a permitir cantar en ‘Sábados circulares’. Durante mi niñez, mi juventud, los sábados me sentaba toda la tarde delante del televisor y esperaba los números musicales: ahí vi a Los Shakers, Almendra, Sandro y Palito. Para mí ese programa era triunfar. Yo pensaba que triunfar era cantar ahí, con mi pueblo entero viéndome en blanco y negro en el televisor Ranser de la cantina del Club Juventud Unida, que ya mi viejo tenía en concesión”. Sin embargo, nunca encontró a Mancera y el metejón fue pasando. “Cuando llegué, en realidad lo que quería era ser famoso, no cantante. Serrat dijo una vez que empezó a cantar para levantarse minas. Y ésa es la verdad de los músicos. Yo de chiquito aprendí que si te subís a un escenario las minas te dan bola. Entonces mi venida a Buenos Aires era la búsqueda de la fama. Insisto con el hecho de que a mí me hizo artista aquella época, aquel momento de la ciudad, porque hasta entonces a mí el cómo iba a lograrlo no me importaba mucho, lo que me importaba era la fama. Yo no traía conmigo la idea de componer canciones.”
Antes de grabar su primer disco, León trabajó de periodista, o crítico musical, en la revista Pelo y recibió una oferta para grabar temas de los Bee Gees en castellano, con arreglos de Horacio Malvicino. En la revista escribió críticas de discos de Eduardo Mateo, Neil Young, de Desatormentándonos de Pescado Rabioso y del primero del grupo Alma y Vida. El director de la revista, Daniel Ripoll, le dijo que no le convenía la propuesta de grabar temas traducidos y lo indujo a buscar en nombres consagrados como los de Litto Nebbia y Gustavo Santaolalla un apoyo para llegar a grabar los suyos en buenas condiciones. Además le ofreció incluirlo en un concierto, que luego se editaría en long-play, llamado El acusticazo. León los admiraba a ambos, profundamente. “En un momento de mi vida, cuando Los Gatos ya habían grabado y yo vivía en mi pueblo, imitaba muchísimo el modo de cantar y hasta de gesticular de Litto. Para mí era un Dios, y sigue siendo. Cuando apareció ‘La balsa’ recuerdo el flash que fue para nosotros en Cañada Rosquín. Dejé de cantar como él cuando me encontré acá con un tipo que lo hacía mejor que yo, Rodolfo Haerle. Pero me acuerdo con mucha ternura que poco después andaba por Buenos Aires llevándole la guitarra a Nebbia, que me llamaba para que lo acompañara y yo estaba chocho de que sólo me hablara, me tuviera en cuenta. Litto era, y es, un tipo muy gracioso, muy divertido. Un día se quedó a pasar la noche en mi departamento y cuando me desperté y lo vi en la cama de al lado me parecía mentira haber dormido en la misma habitación.” Nebbia se sorprende cuando escucha la anécdota, y hurga en su memoria para recordarla. Ahora sí, el dato vino a su mente, desde el pasado. “También me acuerdo de que cuando me fui le dejé una letra que había escrito la tarde anterior, en un café”, cuenta. “No sé si Leoncito le puso música alguna vez. Capaz que la tiene guardada”. Nebbia tiene hoy 53 años y fue por lejos el artista más precoz del rock de los 60. Si en la historia del rock argentino hay una Santísima Trinidad (en que Charly García es el cronista, Luis Alberto Spinetta el poeta y León la conciencia social) está claro que Nebbia es el profeta, el hombre que predicaba en el desierto cuando sostenía, en 1963, ‘64, ‘65, que se podía cantar rock en castellano. Los dueños del negocio se burlaban de él y lo acusaban de mersa, de grasa, de berreta, de rosarino. “El profeta tenía razón: la balsa hay que tomar”, cantaron García, Spinetta y Aznar en medio del delirio de “Peluca telefónica”, de Yendo de la cama al living, hace ya casi veinte años.
Santaolalla, que con Arco Iris se había metido de pleno en el top ten de los grupos importantes de los tempranos 70, comprendió de inmediato que aquel pibe del campo santafesino tenía en manos una serie de canciones que valía la pena producir, y le hizo grabar el primer disco. “El día en que Gustavo me dijo: Tus canciones son hermosas fue el primero en que, estando en Buenos Aires, me fui a dormir tranquilo. Estaba empezando a ver mi futuro.” León había llegado hasta el líder de Arco Iris después de escucharlo en una entrevista por radio, en un programa que se llamaba “Música con Thompson y Williams”. Llegó hasta el estudio de Venezuela al 1400, donde ensayaba la banda, con la dirección anotada en un papelito. Cuando Nebbia se enteró de que había comenzado a grabar con Santaolalla, una noche en que cenaban en un restaurante, se indignó: le arrojó a León en la cara la cerveza que tomaba. “A mí incluso eso me hizo bien: me tiró la cerveza en la cara, pensaba, porque le importo”, se ríe Gieco. Los profetas a veces se enojan con sus discípulos. La versión de “Hombres de hierro” que figura en El acusticazo fue la primera grabación publicada del santafesino. El registro vivo dejó grabada una mentira: no había estado en Mendoza durante los días del Mendozazo, pero lo dijo ante la multitud para darse importancia. Sí era cierto, empero, que el tema estaba inspirado en la brutal represión contra la gente que reclamaba por una suma desmedida en las tarifas eléctricas. “Si hubiesen matado a un pariente tuyo, no te hubieses reído así”, reprochó León a un muchacho del público en el concierto al aire libre que se convertiría en disco. El día que, viajando en taxi, escuchó que pasaban un tema suyo por la radio, a fines de 1972, León dejó el trabajo en ENTel, y en adelante sólo fue músico. Antes de eso tuvo el honor personal de transmitir un mensaje telegráfico de Pedro J. Cámpora a Perón. En las elecciones del ‘73, votó por la fórmula de todos y cantó entre la multitud que se venía una patria socialista. Un poco después se encontró con Alicia, la ex novia de su amigo Fumero. Tuvieron un flash de amor. León, que tenía problemas para renovar el alquiler de su departamento, porque ya no trabajaba y no podía presentarle al dueño un recibo de sueldo, pensó que era una relación conveniente. “Alicia tiene un departamento. Me voy a vivir con ella y eso me da tiempo para buscar tranquilo uno para mí, de más de un ambiente”. Han pasado 29 años, desde entonces, y Alicia sigue siendo su mujer. Tienen dos hijas y dos nietos. Alicia dice que León es un buen abuelo. “Mucha calidad y poco tiempo –define– que parece ser que es la fórmula que funciona en esta familia.”
En los años que siguieron hasta 1976, ese tormentoso período que fue desde el retorno de Perón y el triunfo de Cámpora hasta el país de Isabel- El Brujo-la Triple A y luego los genocidas de uniforme, León fundó las bases de una carrera impresionante dentro de la historia de la música popular en la Argentina: compuso temas que hoy son himnos, tendió puentes entre sectores que se ignoraban y despreciaban, leyó correctamente la importancia de músicos que por entonces un sector del “ambiente” despreciaba, como Charly García, tomó sobre sí la responsabilidad de hablar por los que muchas veces permanecen callados. Si al principio había imitado con descaro a Bob Dylan –“Hombres de hierro” está más que inspirado en “Blowin’ in the Wind”– su actitud de apostar siempre al aprendizaje lo fue llevando en un viaje sin retorno hacia el corazón de la música argentina, de toda la música argentina. Siempre pensó por entonces que sus canciones de tres tonos eran rústicas al lado de las de Charly. Coincidieron en el proyecto PorSuiGieco, apenas cuatro conciertos y un disco de estudio, cuando en el país se venía la noche y la censura deformaba y cambiaba las letras y los ánimos. Poco antes de eso, en setiembre del ‘75, después del Adiós Sui Generis, Charly-María Rosa y León-Alicia cenaron como perfectos desconocidos en una parrilla de Corrientes y Callao. “Charly podía comportarse como una estrella con público, pero no tenía problemas con salir a pegar carteles de los shows”, recuerda. Eso, claro, hasta el 24 de marzo. Desde entonces, caminar por la calle después de las 10 fue peligroso, y luego de las 12, prohibido. En los siguientes tres años, desaparecerían en la Argentina 30 mil personas.

A LOS 30 AÑOS,
en 1981 León acababa de volver al país, después de su exilio, dos largas temporadas que vieron a los Gieco dar vueltas por Perú, Venezuela, Costa Rica, México, Estados Unidos, Italia, España, Alemania. “Sólo le pido a Dios”, que había estado prohibida, se había convertido de a poco en popular y eso le permitió al autor una serie de actuaciones clandestinas, por aquí y por allá, en un país con el miedo adherido a las pieles. El tema, que para León no era del todo interesante al principio, había sido incluido en 4to Lp, título vergonzante y perezoso si los hay, con un aporte que todavía impresiona de Dino Saluzzi en bandondeón, grabado de apuro, en primera toma. La gira De Ushuaia a La Quiaca fue en 1981 y 1982, un modo de tocar por todas partes sin pasar demasiado por la Capital Federal y los otros grandes centros urbanos, los lugares de mayor represión. Léon había tenido graves problemas antes de irse en 1977: el Comfer había censurado diez de los doce temas del disco El fantasma de Canterville, tres veces había estado preso (una en Capital Federal, otra en Córdoba y otra en Comodoro Rivadavia), dos amigos suyos, Fredie y Cristina, que militaban en la izquierda, estaban desaparecidos. La detención más grave fue, empero, antes del golpe, luego del atentado en que Montoneros voló la lancha en que se aprestaba a navegar por El Tigre el jefe de la Policía Federal, el comisario Villar. León había grabado antes de la muerte de Villar un tema para un programa televisivo que conducía Leo Rivas y un servicio de inteligencia creyó que en su actuación había una alusión a eso. “Había cantado mi tema ‘John Lennon el cowboy’ y una parte de la letra decía: ‘Y John mató al sheriff y el pueblo gritó Libertad’. Algún genio encontró una relación y me detuvieron”. La detención duró dos semanas, pero lo asustó, definitivamente: al muchacho de la celda de al lado lo mataron. Cuando ya estaba prohibido en radio y televisión y todavía se resistía a irse, en el ‘77 una señora le dijo al pasar: “Cuidado, que estos tipos saben el lugar donde va al jardín tu nena”. No lo pensó más.
La gira De Ushuaia a La Quiaca (250 conciertos en 22 provincias, a lo largo de 115.000 kilómetros) terminó el mismo año que la dictadura se derrumbaba, luego de la Guerra de Malvinas. “Sólo le pido a Dios” se convirtió en el tema más pasado por radio de la historia del rock nacional hasta entonces y con sus derechos de autor León compró lo que sería su primera casa en serio, en el barrio de Caballito. Podría pensarse que a partir de ahí se estableció, pero eso es una imagen: también para él los 80 fueron veloces y tóxicos, también para él sobrevendrían las crisis personales, estéticas y éticas, y componer se le fue haciendo un trabajo más y más lento. León se las arreglaba para llevar adelante una carrera de músico y a la vez una familia, y a veces las canciones quedaban relegadas. Sin embargo, una nueva generación de público empezaba a asomar entre sus legiones de fans de los 70, y Gieco comenzaba a ser, en serio, un artista masivo. La valentía de haber tocado en 1980 “La cultura es la sonrisa”, inspirada en una idea del sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal durante un acto contra el cierre de la Universidad de Luján lo llevó otra vez a visitar sin querer un cuartel, para escuchar los sambenitos del oficial de turno, pero ya la cartas estaban echadas: su popularidad estaba convirtiéndolo en un intocable. León grabó la canción con una estrofa menos, que de a poco dejó de cantar. Esa estrofa dice: “Solo llora en un país donde no la pueden elegir/ solo llora su tristeza si su ministro cierra una escuela/ llora por lo que pagan con el destierro/ o mueren por ella/ Ay ay ay que se va la vida/ más la cultura se queda aquí”. Alicia lo bautizaría poco después “Garrincha”, por el manochanta brasileño, no por el futbolista, por su tendencia a pararse a hablar con cuanta persona le presentara un problema, le narrase una cuita, le pidiese una ayuda. León tomó el oficio de ser buena persona como una prolongación de su carrera. Cierta vez en Alemania, le pidieron a Mercedes Sosa el nombre de unartista argentino para contratar y llevar de gira por Europa. Mercedes contestó: “León Gieco”. El hombre le preguntó sobre la música que hacía.“Cómo Bob Dylan, pero en castellano”, definió la tucumana, que lo quiere como a un hijo. O más. “Pero señora, si quiero a Bob Dylan, contrato al auténtico”, le replicó el empresario. Mercedes se arrepintió, y cambió la definición. “No, quise decir como Bob Dylan pero del fol- klore argentino”. Al empresario le encantó. Mercedes lo llamó a su amigo, para contarle la nueva. Le dijo: “Cambie la banda, Leoncito, que lo van a contratar como folklorista”. Durante los cinco años posteriores, León hizo giras por Europa, tratado como una estrella, interpretando folklore argentino, sacando de adentro otra vez aquellas canciones que Los Moscos tocaban por el interior profundo de Santa Fe antes de que en 1967 explotase el rock nacional, a partir de los 200 mil discos vendidos de “La balsa”. Gieco reecontrándose con el Gieco que vivía dentro del Gieco, en la década en que parecía obligación ser pop y bailable y los idiotas acusaban de psicobolches a aquellos que querían algo más que bailar sobre los escombros. Había que ser canalla, apuntó Andrés Calamaro, para bailar sobre la sangre de los demás como si el pasado no existiese, ni tuviera nada que ver con el presente. Un día en una fiesta de cumpleaños León le dijo al baterista de un grupo pop que por qué no se animaban a hacer un carnavalito y grabar un video en Tilcara. El baterista era Charly Alberti y de ahí salió la idea de “Cuando pase el temblor”, el tema que le abrió a Soda Stereo buena parte del mercado latinoamericano. La edición del tríptico De Ushuaia a la Quiaca representó uno de los momentos cumbres de su trayectoria, aunque se quedó con las ganas de que el video fuese pasado por televisión en horarios centrales, convirtiéndose en algo más que un documental semiprivado. Quique Dalpiaggi, en cambio, tenía un programa propio. En el disco de estudios del tríptico, León grabó “Príncipe azul”, del genial uruguayo Eduardo Mateo. Cuando se presentó en Montevideo, un Mateo en estado deplorable le mangó entradas que luego vendió para comprar vino y choripán. Nunca le había perdonado la crítica del disco en Pelo, en 1970. En ese disco, incluyó “Esos ojos negros”, dedicado a un Jorge Rafael Videla, que el texto no nombra. “Que lástima que la gente no es tan sabia, de mirar sólo a los ojos para la verdad saber, y quitar respaldo popular, si otra cosa no se puede hacer”. ¿Miraron alguna vez los ojos de Videla? Miren los de León.
A partir del momento en que Sting invitó a las Madres de Plaza de Mayo a subir a su escenario, en 1987, León hizo del tributo a las viejas luchadoras una constante en sus shows y en su obra. Amnesty Argentina lo eligió, junto a Charly, para participar del capítulo local de la gira internacional por los derechos humanos de 1988 como un reconocimiento a la obra ya realizada, pero eso, a su vez, pareció marcar un antes y un después. Sí, el hijo del hombre que tenía la concesión del bar Juventud Unida de Cañada Rosquín y de esa señora sacrificada afectada por el síndrome del batón cantó en el estadio de River Plate repleto junto a Peter Gabriel, Bruce Springsteen y Sting. En un momento de los ensayos, Springsteen quiso recordarle a todos quién era la estrella del concierto, y Charly lo cruzó mal. “Here, in Argentina, I’m The Boss”, cuenta León que le dijo Charly al The Boss original. “Yo quería que me tragara la tierra, pero al mismo tiempo me decía: Y bueno, loco.... Charly es Charly. Y a mí me fascina. A Spinetta lo respeto, pero no me produce nada. Charly, en cambio, te encandila”. El día en que debutó cantando en Nueva York, en los camarines la madre de David Byrne le llevó una torta de regalo, en un gesto que lo dejó conmovido para siempre. “Mi hijo dice que será para él un gran honor cantar esta noche junto a un hombre tan importante como usted”, le dijo la señora Byrne. León atinó a contestarle: “Usted no sabe lo orgullosa que está mi madre de que yo cante con alguien como su hijo”. El martes pasado, cuando León festejó los 50, en la disco de Palermo, sumadre estaba ahí, peinada de peluquería, para decirle lo mucho que lo quiere, desde siempre, desde aquellas tardes interminables en que todo era amarillo, y el mañana no existía. Unos días antes, después de un show, un hombre y su hijo se le habían acercado en busca de un autógrafo. León miró al padre y reconoció en él un rostro del pasado. “Vos sos Carlos López, vos tocaste conmigo hace treinta años”, lo atacó. López no podía creer lo que pasaba. Murmuró que no se había identificado porque estaba seguro de que el músico famoso no se acordaría de sus compañeros de aventuras juveniles. “¡Cómo no me voy acordar, loco!”, lo retó León. “Vos sos más importante para mí que David Byrne... vos tocabas conmigo cuando no había un mango, vos pasaste hambre conmigo. ¿Cómo te voy a olvidar?”.

A LOS 40 AÑOS,
cuando comenzaba la década que lo convertiría en ídolo de medio mundo musical, en ganador del Premio Gardel a la trayectoria, en el referente de docenas de músicos famosos del rock, León Gieco comenzaba de vuelta: banda nueva, fin de la etapa de los 80 centrada en el folklore, búsqueda de nuevos estímulos, nuevo sello luego de Semillas del corazón, búsqueda de las condiciones de producción de que había carecido en toda su vida artística, ahora que por fin llegaba a EMI, cuya casa central no estaba en Flores. En sus discos de los 90 logró grabar en Estados Unidos con los músicos con que había soñado escuchando los discos de James Taylor, de Bob Dylan, de Crosby, Still, Nash & Young. Con los 40, decidió también, los años no vienen solos, parar con ciertos consumos, que enumera así: “Pastillas, alcohol, esas cosas. Me limpié bastante”. Junto con eso, en un proceso lógico, de decantación, su público se amplió de modo radical. A los seguidores de los 70 y los tempranos 80 empezó a sumarse una nueva generación, liderada por músicos de todas las extracciones, y de todos los palos, que escuchaban sus primeros discos en la casa de sus padres. León explica su nuevo status acudiendo a la idea del “Efecto Bagnatto”, patentado por Alicia. Franco Bagnatto, que hoy vive en Miami, condujo durante muchos años el programa “Gente que busca gente”. “El otro día, en una actuación en la Ciudad Universitaria, mi manager me cuenta que en el acceso al lugar donde estábamos los músicos hay una chica con un ataque de nervios. Me dice que la va a hacer pasar porque no puede controlarla, y que la ve mal. Yo le digo que más bien, que la haga entrar a esa especie de casa rodante que nos acompaña en los shows, ¿viste?, para tener un lugar donde cambiarnos, descansar, ir al baño. La chica entra, me ve, y se pone como loca. La abrazo un rato largo, hasta que se va aflojando. Me explica que su mamá le ponía mis discos durante el embarazo, y que ella creció escuchándome, y que lo ha hecho toda su vida. Que soy como un miembro de su familia. Y yo le digo que sí, que se calme, que soy como un tío lejano, un pariente suyo, que no vale la pena ponerse histérica porque soy un tipo normal. Ella se va feliz”. Para León el “Efecto Bagnatto” es que para centenares de miles de argentinos él es una referencia casi familiar, a fuerza de costumbre, pero de algún modo inaccesible. El país, entonces, está lleno de gente que al verlo se da cuenta de que estaba buscándolo y que al verlo hace catarsis. Eso no le hace tan bien como parecería, al multiplicarse. “Pánico”, le dijeron los médicos hace unos años, cuando sintió que todo en su derredor parecía tambalear. Uno de los consejos que recibió fue que no haya tanto afuera en su adentro. ¿Pero cómo dejar de ser León, después de media vida de serlo?
Iván Noble sintetiza así la visión que muchos músicos tienen de León: “Un día, con mucha timidez, le pedí a León que grabase con nosotros, en 1996. Para mí, era el ídolo de mis viejos, el tipo de esos discos de los 70 que uno sabe de memoria. Me puse un poco nervioso, entonces, cuando llegó al estudio, dispuesto a hacerlo. El tema era ‘Hasta estallar’. Y pasó todo lo contrario a lo que uno imagina cuando invita a una estrella, que León lo es, aunque sus gestos parezcan indicar lo contrario. A los cinco minutos el tipo estaba tomando mate con nosotros, departiendo, bajando todos los decibeles. A los quince minutos parecíamos amigos de toda la vida. Terminó cebándonos mate. Cuando se fue, con la guitarra, nos dimos cuenta de que había venido sin auto. Se negó a que le pagásemos el remís. Así es León. Para mí, aquel día fue el comienzo de una bella amistad”. León fue invitado en los últimos quince años por docenas de grupos y solistas a grabar o cantar en shows, de un espectro tan amplio que va de Antonio Birabent a ANIMAL, de Los Enanitos Verdes a Fabulosos Cadillacs, de los Caballeros a Claudio Gabis, de Luis Alberto Spinetta a Los Jaivas, como si fuese un especie de talismán, un antimufa del nivel del auténtico Osvaldo Pugliese. León sigue siendo para los más jóvenes lo que para él son el Cuchi Leguizamón, Sixto Palavecino o Gerónima Sequeira, figuras consulares a las que vale la pena encomendarse, para que la leche siga siendo buena, el sol continúe saliendo y no haya acoples en los escenarios. Acaso el proceso de coronación de León como el ídolo de los músicos que tienen ideas además de canciones ocurrió durante los recitales en el estadio de Ferro Carril Oeste con que Madres de Plaza de Mayo festejó, en 1997, sus primeros veinte años. En esas dos jornadas, León tocó casi con todos, de Todos tus Muertos a Attaque 77, de Divididos a Las Pelotas, de Bersuit y Los Piojos a La Renga y ANIMAL. León ya no era sólo el rey de los animales, sino también el rey del rock comprometido, el rock con los pies en la tierra.
Le digo a León, la tarde en que charlamos horas en Página/12 sobre su vida, que acaso el presente de reconocimiento unánime sea producto de su coherencia, de la tozudez con que se ha mantenido fiel a un puñado de ideas básicas, que otros extraviaron, a su solidaridad nata, nunca declamada. De una ética. León escucha con atención y me replica. “Sí, claro... pero ojo que además están las canciones. La canción es muy importante. Uno es lo que hace, y lo que hoy hago son canciones en el marco de un compromiso social. Si mis canciones no le importasen y gustasen a la gente, yo no existiría”. Habla de una estética, además de una ética. “No me veas como un Dios, soy sólo un bolso que hace shows”, escribió en “Idolo de los quebrados”. Elige después a aquellas canciones suyas que él mismo se llevaría a una isla desierta: “Hombres de hierro”, “El país de la libertad”, “Sólo le pido a Dios”, “Canción para Carito”, “Orozco”, “Los salieris de Charly” y “Bandidos rurales”. Son casi las mismas que elegiría cualquiera de sus fans.

A LOS 50 AÑOS,
León piensa que cuando cumpla 60 en el 2011 será abuelo de una chica de 16 años. “Me veo cantando todavía, con un montón de proyectos, haciendo como ahora un disco (se ríe) cada cuatro años. Lo único que pido es seguir viviendo, no tener ninguna enfermedad. Puedo perder todo lo que tengo y no me importaría un bledo porque a mí con la vida me alcanza. Ahora que cumplí 50 lo único que agradezco, en este país en que asesinaron a tanta gente, y siguen asesinando, es estar vivo. Tuve suerte: mi carrera fue de inconsciente. Y lo que tengo en lo material, una buena casa, un estudio, posibilidades de viajar, fue el resultado de haber proyectado esa inconciencia hacia adelante. Siento que tuve suerte, que no planifiqué nada y las cosas salieron bien. A los 60 me gustaría estar establecido económicamente como para no cobrar ya jamás entradas en mis recitales. Eso me encantaría: cantar sólo para la gente que me necesita, tocar gratis. Me encantaría poder dejar de trabajar para mantener a mi familia, y dedicarme sólo a salir a la ruta, yendo hacia la gente que no tiene nada. Pero eso es muy dificil en este país.” León, como tantos, dice “este país”, y no “la Argentina”.
Es que, admite, tiene mucha bronca acumulada contra la Argentina, que por otra parte ama, como se aman las causas perdidas. “Los milicos me hicieron odiar el Himno y la Bandera, que te restregaban por la caramientras hacían mierda el país. La última década de la democracia fue atroz: la corrupción y la impunidad basurearon el país. Si en el ‘72 un pibe me decía que se quería ir del país yo le hubiese contestado que debía quedarse, que teníamos entre todos la obligación de hacer de la Argentina un gran país, un país en serio, un país del que nos sintiéramos orgullosos de verdad, en que la gente tuviese sus necesidades mínimas cubiertas, su casa, su salud, la educación de sus hijos, sus vacaciones. Hoy, si un chico me dice que se quiere ir del país, ¿qué le voy a decir, que espere un poco? Nos han hecho mierda, loco, nos pasaron por encima. Entonces si alguien me dice que tiene la posibilidad de trabajar en otra parte, dolorosamente le digo que se vaya, que no se quede en un país criminal de sueños. Y cuando te lo digo me lleno de dolor por dentro. Me acuerdo de mi niñez, de mis 6 años, de levantarme, ponerme el guardapolvo y la escarapela y de ir a la escuela orgulloso de ser argentino, de mi patria, de haber cantado el Himno Nacional en la plaza, creyéndome eso de debíamos vivir coronados de gloria, o jurar con gloria morir. Yo amaba mi país. Hoy creo que en los colegios habría que cantar como Himno Nacional ‘Cambalache’”.
Por eso a los 60 quizás seguirá cantando “Idolo de los quebrados”, el tema más llamativo de su último trabajo, el que presenta en el show de la semana que viene en el Opera. “Los quebrados somos todos los que vivimos en un país que nos da más tristezas que alegría, pero seguimos luchando, testimoniando, creyendo que hay que hacer tanto como decir, somos los que a veces estamos fuera de la ley, los que no tenemos trabajo, los que respetamos a los que fueron y son capaces de dar la vida por los demás, somos los que despreciamos a los Alsogaray y somos capaces de emocionarnos en el comedor de Los Carasucias de Mónica Carranza, somos los que tenemos memoria, las queremos a las Madres y no a los generales y almirantes, somos una mayoría silenciosa todavía no estupidizada del todo por la televisión, somos los solidarios, los crotos, los traicionados, los rebeldes, los chicos que fueron a Malvinas y no volvieron, y los que volvieron hechos mierda, somos los médicos y maestros que trabajan para un Estado que cree que tiene derecho a recortarles el sueldo mientras paga religosamente una deuda externa espuria, somos todos los soldados muertos en los cuarteles antes del pibe Carrasco, somos los que luchamos por la ecología, somos los que no somos indiferentes”.
Para sus 50 noviembres, León recibió docenas de regalos, incluida una guitarra como soñada, que había mirado en revistas con los mismos ojos de pibe que aquella que se compró solito y pagó en cuotas, cuarenta y tres años antes. Cada vez que dijo gracias, a veces sonrojado, con súbitos ataques de timidez para un hombre de su edad, la gente le contestó: “No León, gracias a vos”. Ésa, gracias, es la palabra que más escucha León cada vez que pisa la calle.

 

 

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