Soy
malo y me gusta serlo
Una recorrida por los grandes villanos que Disney
nos legó.
Por
José Pablo Feinmann
1
Hay un dibujo de Rep. Es así: en una especie de atelier varios
dibujantes tratan de dibujar un ratón. Entre ellos vemos a uno
delgado, bien trajeado, con un bigotito fino y acaso elegante. El ratón
está quieto sobre una tarima, entregado a su tarea de modelo,
algo ufano, tramado por la vanidad que le da la situación, ésa,
en que todos lo observan e intentan dibujarlo. El señor del bigotito
es Walt Disney. De los otros nada se sabe, nadie los recuerda, nada
quedó de ellos para la historia. La causa reside en lo que cada
uno dibuja. Todos los dibujantes dibujan al ratón. En todas las
telas vemos la reproducción del ratón, más o menos
precisa según el compromiso que cada uno de los dibujantes tenga
con lo verosímil. En la de Disney no. Disney ha dibujado al ratón
Mickey. Lo que Disney sacó de ese ratón verdadero, concreto,
real, es una construcción no verosímil, una representación
infiel, una traición genial al modelo impuesto, algo que no existía,
un imposible en absoluta contradicción con la realidad. Disney
vio a un ratón e inventó a Mickey. No es otro el patrimonio
del genio.
2
Vamos a ser prolijos. Se trata de buscar el Mal en cada uno de los largometrajes
de animación de Disney. No me pregunten cuál es el propósito
final de esta tarea, ya que aún (a la altura de estas líneas)
no lo sé. Supongo que el Mal me fascina, que los villanos me
pueden y que no hay película de Disney que recuerde sin que el
pavor forme parte de ese recuerdo. Cosa que le agradezco desmedidamente.
La dialéctica entre el Bien y el Mal es infinita y no hay buena
historia que no la reclame. No hay lo malo como no hay lo
bueno, decía Hegel, sino que la realidad se trama
entre esa fricción de contrarios. Ignoro si Disney había
leído a Hegel, pero sabía ese imperativo como si lo hubiera
hecho.
1937: primer largometraje de Disney. Una historia que puede ser leída
como un cuento de hadas o como un relato procaz. No es casual que Mae
West dijera que el éxito del film habría sido mayor si
ella hubiera hecho de Blancanieves. Con Mae West en la dulce, prolija
casita de los siete enanos nadie habría dudado que ahí
ocurrían cosas terribles y que esos enanos eran unos irredentos
sedientos de sexo. Pero no. Disney era naïve. Al menos, en cuanto
al sexo se refiere. Su lado oscuro (y, digámoslo ya, no hay peli
de Disney donde el lado oscuro no aflore) se derivaba por otros (tortuosos)
senderos. El villano, aquí, es la villanísima Reina. Vanidosa,
atrozmente insegura, requiere de su espejo la cotidiana confirmación
de su belleza. Espejo, espejo, ¿quién es la más
hermosa de todas las mujeres del Reino? Y el espejo dice la verdad
y en esa verdad late la condena, el ostracismo para Blancanieves: Ya
no lo eres tú, Reina mía. Ahora lo es Blancanieves.
La Reina ordena que Blancanieves sea conducida al bosque y abandonada
ahí, donde conjetura morirá. Pero la Reina
desconocía la existencia de unos minúsculos, alegres,
cantarines personajes que rescatan a la niña de tan blanca piel.
Sí, los enanos. Quienes la recogen (verbo tal vez más
adecuado si el papel lo hubiera asumido Mae West) y se la llevan a la
casita. Ella sirve la mesa, todo es lindo, nice and clean, alegre y
parece que siempre va a ser así. Pero la Reina se entera: esa
bella niña (¡más hermosa que ella!) vive en esa
chocita con esos pequeños, laboriosos muchachos. Se torna la
bruja más horrible que sea dado imaginar y le lleva a la niña
la manzana del veneno. Bueno, lo demás se sabe. Blancanieves
muerde la manzana, desfallece, pero llega el Prince Charming y le da
un piquito y la niña retorna a la vida... para irse con él.
¿Qué hará Blancanieves con el Prince Charming?
Aquí sí, vendrían las escenas de Mae West. Pero
la peli termina y todos nos vamos a casa con esa cálida certeza
que dice que habrán de ser para siempre felices. Así son
los cuentos de hadas. Pero atención: el final del film no es
todo el film: no fue fácil tolerar a la reina malvada, a la bruja
con su manzana hinchada de veneno. A la noche los niños podían
soñar con el final feliz. Con las posibles escenas porno entre
la blanca niña y los viciosos enanos o con la reina cruel, oscura,
demoníaca, envenenadora. Créanme: soñaban con ella.
El terror fue siempre permanente en la estética Disney y (aunque
derrotado) la pregunta seguía insidiosa y temible: ¿y
si la Reina malvada no hubiera perdido, y si el Prince Charming no hubiese
llegado a tiempo, y si la niña blanca y pura y buena hubiese
muerto envenenada? En el cine no ocurría así, pero ¿en
la realidad también? Y soñábamos entonces con la
Reina mala, ya que era ella la que surgía en nuestros sueños
y nos ofrecía la manzana de la muerte. Y nosotros teníamos
hambre y desconocíamos si el Príncipe encantado habría
de llegar para salvarnos con un besito. Confusamente, tampoco lo deseábamos.
3
1940: Pinocho. ¡Esos indeseables amigos que llevan a Pinocho a
la perdición! Son el Mal, pero no tanto. Son el camino al Mal.
La transformación del niño en burro. Arturo Maly solía
decirme que era tal el terror que esa escena le producía que
jamás pudo verla, pues huía del cine. El Mal es la ballena.
Una Moby Dick iracunda, sedienta. ¡Cuánto miedo metía!
4
1940: Fantasía. Hay muchos villanos aquí: el de la noche
infernal de Mussorgsky, la tormenta de la Pastoral de Beethoven y...
¡el ratón Mickey! Mickey asume la desmesura fáustica,
prometeica, la instrumentalidad que desea someter las fuerzas de la
naturaleza. A mí, lo juro, lo que más me asustó
fue la transformación de Mickey en hechicero alucinado. Ahí,
en lo alto de la montaña, jugando con las mareas, desatando tormentas,
abriendo las puertas de lo incontenible. ¡Y las escobas! Esos
monstruos mecánicos, ciegos, que avanzan sin que nada pueda detenerlos.
Y la música loca, dislocada de Paul Dukas. Fantasía es
inagotable. No hace mucho publiqué un par de notas relacionando
a Mickey con el burgués del Manifiesto comunista: esa clase prometeica,
desbordada, que no puede detener los conjuros que ha desatado. El Mago
que ordena finalmente todo estaba inspirado en la horrífica figura
de Bela Lugosi. Pero Lugosi es, aquí, más confiable que
Mickey: restaura todo, lleva las aguas a su cauce. Eso es lo que Marx
pensaba haría el proletariado: pondría límites
racionales a los disloques incontenibles de la burguesía conquistadora.
Nosotros estamos peor que Marx. Ya no hay nada que contenga a la burguesía.
No fue el proletariado el que sucedió a la burguesía,
sino que la burguesía se sucedió a sí misma. ¿Qué
Mago poderoso y sabio frenará los desbordes del hechicero desbocado?
No pareciera ser Bin Laden quien pueda encarar esa figura. Más
bien semeja la contracara del Mago burgués: tan loco como él,
tan entregado, como él, a la devastación, sólo
un discípulo aventajado que se empeña en los mismos juegos
destructivos, en la misma estética de la espectacularidad de
la muerte. Ya no hay quien llame al orden, al sosiego, al aprendiz de
mago y la historia es la historia de hechiceros incontrolables fascinados
con los destellos de la destrucción.
5
Los acontecimientos se precipitan. Informados mis amigos de Radar sobre
mis propósitos (analizar a todos los villanos de
los largometrajes de Disney) fui interrogado por ellos acerca de la
extensión de mi nota. A lo que respondí: Necesitaría
todo el suplemento. Lo que me fue negado. Sugerí entonces
que no publicaran las notas de Saccomanno (que será,
dije, previsiblemente antiimperialista) y Rodrigo Fresán
(que insistirá, dije, con sus obsesiones sobre
El aprendiz de brujo, cosa que ya hizo, y muy bien, es cierto,
en Historia Argentina, pero ¿para qué insistir?).
Preguntado sobre si hablaba en serio, respondí, muy seguro, que
sí, por lo cual se me envió a un lugar desagradable y
escatológico y se me conminó a no extenderme más
de la cuenta, qué joder, dijeron. Sólo por este motivo
aclaro reduzco mis ambiciones y apenas mencionaré
un par de villanos más y punto. La vida es así, exigua.
6
1942: Bambi. ¿Quiénes sino los cazadores que matan a la
mamá de Bambi podrían ser aquí los supervillanos?
Ser niño, empezar a ver esta película y ahí nomás
ver morir a la mamita de Bambi era, sencillamente, atroz. La angustia,
el dolor, la más honda desolación se apoderaba de todas
las almitas inocentes que poblaban las plateas. ¿Así podía
ser la vida? ¿Sonaba un tiro y mamá moría? Entonces...
¿mamá podía morirse y dejarnos solos e indefensos
en medio del bosque? Pocas veces la sádica impiedad de Disney
llegó tan alto. Es cierto que Bambi encontraba al conejo Tambor
que lo ayudaba en todas sus encrucijadas. Pero un conejo simpático
no reemplaza a una mamá. Mensaje del film: niñitos, dulces
niñitos, en cualquier instante suena un tiro y mamita se va,
se queda seca, se muere para siempre y ustedes se quedan solitos. ¡Qué
lindo fue ver Bambi! (Sospecha tenaz: ¿no será Disney
el peor de los villanos de Disney?)
7
1950: Cenicienta. Los malos son obvios: la madrastra y su gato, Lucifer.
(Casi no hay gatos buenos en Disney, que era un ratonólogo.)
Los buenos son los ratoncitos Jacques y Gus. Horribles son las hermanas
Anastasia y Drusilla. Angelical y maravillosa el Hada Madrina (hablada
por Verna Felton, que era la voz de muchas de las buenas
de Disney, en tanto Eleanor Audley lo era de las malas).
Bueno, digamos, sería el Prince Charming, que siempre es bueno
porque así parecen serlo siempre los príncipes. Y buena
sería... ¿Cenicienta? Sin embargo, recordemos que Tim
Rice y Andrew Lloyd Weber definieron a Evita como la más
grande trepadora después de la Cenicienta. O sea, la Cenicienta
era una vulgar, canallesca, fría, ambiciosa trepadora. Aún
más grande que Evita. Y si no hubiera sido más
trepadora habría sido tan trepadora como Evita, con lo cual,
es lo que queríamos demostrar, la Cenicienta era Evita. Y el
Prince Charming, Perón. (Y aquí me detengo: es tan buena
esta interpretación que no me atrevo a seguir y llegar a sus
finales conclusiones. Que, ya que estamos, serían: Perón
y Evita no han sido sino dos villanos de Disney. Era hora de saberlo.)
8
1955: La dama y el vagabundo. Gran película. Disney es mucho
más que Disneylandia. Disneylandia es la cara turística
del gran arte de Disney. O sea, su comercialización barata, torpe,
incluso idiota. Todo es muy complejo en este mundo: el país que
está masacrando Afganistán creó joyas como esta
película. Y quien las creó ha devenido un símbolo
casi bélico de ese país. Recordemos: no bien bajaron las
Torres Gemelas se temió un bombardeo a Disneylandia. Pero nadie
puede bombardear La dama y el vagabundo. Sobre todo esa noche de amor
entre Lady y Tramp, la cena en la trastienda de la trattoria y ese fideo
que comen cada uno de un lado hasta llegar a besarse. ¡La perrita
Darling que canta con la voz de Prggy Lee! Los malvados gatos siameses.
(Sigue la obsesión disneyniana contra los gatos.) La tía
Sarah, dueña superantipática de los siameses, con la voz
de Verna Felton. Y sobre todo... la gran, terrorífica villana
del film: la rata, la rata oscura, demoníaca, maligna que entra
en la santidad del hogar de Lady para devorar al niñito del matrimonio.
Y surge Tramp para derrotarla. Y todo termina bien. Pero los niñitos
volvíamos a casa y antes de dormir revisábamos todo el
cuarto en busca de la rata. Porque nos acordábamos de todo, de
Lady, de Tramp, de la Trattoria y del final feliz, pero con ella, con
la rata maligna, pasaba otra cosa: no sólo era que la recordábamos,
sino que, pavorosamente, no podíamos olvidarla.
9
1959: La bella durmiente: la villana es el Hada Maligna y el villano
es el flamígero dragón de quien da buena cuenta el príncipe
Phillip. Todo con música de Tchaikovsky. 1961: 101 dálmatas.
¡Cruella de Vil y ya no tengo espacio! Aquí, la voz de
Cruella la hace Betty Lou Gerson pero quien luego se adueñó
del personaje con su arte desmedido fue la gran Glenn Close. Pero sin
dibujitos. Y dejamos para otra ocasión La espada en la roca (1963),
El libro de la selva (1967), Los aristogatos, 1970 (Disney se amiga
un poco con los poseedores del arte de maullar), Bernardo y Bianca al
rescate (1977), El zorro y el sabueso (1981) y otros. Porque no podemos
sino finalizar con El Rey León y el pérfido Scar moldeado
por el british accent y la brillantez actoral de Jeremy Irons. Como
sea, últimamente a Disney se le ha dado por las teteras en La
bella y la Bestia, por los príncipes de Egipto, por Aladino y
por la indiecita Pocahontas, películas que ya no vi porque, desdichadamente,
había crecido. Trataré de remediarlo.
Fantasía
y realidad
Aunque
hoy es objeto de culto y se comercializa en video, DVD, souvenir y en
cuanto formato sea posible comercializar algo, alguna vez Fantasía,
con sus U$S 2.500.000, tres años de trabajo ininterrumpido y
130 minutos de clásicos de Beethoven, Bach, Tchaikovsky, Dukas,
Stravinsky, Ponchielli, Moussogorsky y Schubert, fue un estrepitoso
fracaso comercial. Pero, según las versiones más osadas,
el fracaso sobre el que Walt Disney construyó un imperio.
Por
RODRIGO FRESÁN
Por
un lado está El hombre de las ratas de Sigmund Freud
y por el otro está El Hombre del Ratón de todos nosotros:
Walter Elías Disney. Admitámoslo: el siglo XX ha sido
un Siglo Disney del mismo modo en que fue un Siglo Einstein, un Siglo
Hitler, un Siglo Beatle o un Siglo Kafka. Walt Disney fue parte importante
de la fórmula química que definió años donde
los avances tecnológicos corrieron parejos con los retrocesos
patológicos del ser humano. Así, mezcla perfecta de Citizen
Kane con Mago de Oz, Disney nos ha venido obsesionando a partir de sus
obsesiones donde cuesta separar lo mesiánico de lo utópico.
Fantasía su formidable ego-trip musical y animado de 1940
acaso fue el primer síntoma, el primer signo evidente de que
algo olía a podrido en Disneylandia y que Disney quería
ser mucho más que un simple entretenedor. Mucho de eso se investiga
en la biografía escrita y publicada en 1993 por Marc Eliot Walt
Disney: Hollywoods Dark Prince, que causó asombro
general e indignación particular entre los descendientes del
genio que intentaron impedir la publicación del libro a toda
costa. No pudieron hacerlo y así salió a la luz la conducta
despótica del jefe para con sus empleados, los misterios sobre
su verdadera nacionalidad (los últimos datos lo ubican como andaluz
de Almería y de nombre José Guirao Zamora) y su infancia
de fundamentalista religioso, su antisemitismo, sus conexiones mafiosas,
su furia contra los sindicatos y lo más grave su
pacto mefistofélico de veinticinco años con el capo del
FBI J. Edgar Hoover investigando y delatando adentro de Hollywood a
cambio de que la Agencia se volcara a la investigación de sus
verdaderos orígenes y el verdadero nombre de su verdadera madre
(Disney habría sido regalado al matrimonio de Elías
y Flora Disney por una desesperada inmigrante a la que por estos días
se identifica con Isabel Zamora, madre soltera y fugitiva del pueblo
chico e infierno grande español de Mojácar) tema que,
al igual que a Bambi, lo tenía un poco loco.
Pero volvamos a la Fantasía de un hombre fantástico. Suele
ocurrir, a veces pasa: todo aquel que triunfa con algo ligero acaba
sucumbiendo al peso de crear algo bien contundente. Llegaron los días
en que a Disney ya no le alcanzaba con ser el adorado Tío
de América. Quería ser un Artista con mayúsculas.
Quería ser uno con Picasso, con Dalí, con Griffith, con
Welles. Fantasía iba a ser su Guernica y su Rosebud.
Fantasía le iba a cerrar la boca a todo el mundo y les iba a
abrir los ojos bien abiertos a fuerza de la por entonces descomunal
cifra de U$S 2.500.000 y tres años de trabajo ininterrumpido.
Fantasía iba a reemplazar el frenesí bobo de las silly
simphonies esos cortos musicales e involuntariamente surrealistas-
con 130 minutos de clásicos de Beethoven, Bach, Tchaikovsky,
Dukas, Stravinsky, Ponchielli, Moussogorsky y Schubert (único
compositor vivo de la partida quien se negó a que Le sacre du
printemps participara de la empresa a cambio de U$S 5000 por lo que
Walt decidió usarla lo mismo y gratis aprovechándose del
agujero negro legal que dejaba el hecho de que la pieza había
sido registrada en la Rusia prerrevolucionaria). El sometido hermano
de Disney Roy sugirió meter un poco de la orquesta
de Tommy Dorsey y el patrón le retiró el saludo.
Lillian Bound Disney esposa le advirtió que la
cosa no va a funcionar, querido.
Sordo a toda crítica, Disney convocó al maestro de moda
Leopold Stokowski y allá vamos. Disney quien por esos días
abrió sus estudios a las prestigiantes presencias de gente como
Aldous Huxley, Thomas Mann, Henry Ford y Frank Lloyd Wright quien, cuando
se le mostraron las primeras tomas de Fantasía, definió
a todo el asunto como absurdo estaba lleno de ideas
delirantes: quería 3-D, quería algo llamado Fantasound
en todos los cines en que se la proyectara Fantasía, quería
inundar los cines con perfume especialmente creado para la película
(y que se vendería junto al popcorn y la gaseosa) durante el
ballet floral de La Suite del Cascanueces. Disney quería
tantas cosas... Al final, Fantasía fue un fracaso económico,
el Xanadú de Disney, y un producto que no salió de los
números rojos hasta que fue relanzada en 1969 con poster psicodélico
à la Peter Max para felicidad de hippies que se despatarraban
en las butacas para fumar marihuana, tragar ácido lisérgico
y ver los colores todavía más coloridos.
Desde un punto de vista psicologista, Fantasía es algo fácilmente
interpretable y dueña de un diagnóstico obvio: el complejo
de inferioridad de un hombre superior traducido a la gran pantalla con
compulsión noveau rich y necesidad de ser más reconocido
que amado. Fantasía es, también, uno de los auto-sabotajes
más apasionantes en la historia del cine junto al One From The
Heart de Francis Ford Coppola o el New York, New York de Martin Scorcese
o el Stardust Memories de Woody Allen: otra de esas grandes películas
que nadie quiere ver.
El aprendiz de brujo indiscutiblemente el mejor segmento,
que reaparecería en la reciente Fantasía 2000 donde, para
segura alegría del espectro de Roy Disney, se incluyó
música de George Gershwin; una próxima tercera Fantasía
haría bien en incorporar las curvas lolitescas de Christina Aguilera
y Britney Spears, alguna vez mousqueteras del Disney Channel es
la clave tan secreta como evidente de la patología. Allí
Disney se desdobla en discípulo díscolo (ese Mickey Mouse
al que le había dado su voz y que aquí aparece por primera
vez díscolo, más cerca de Donald Duck y muy lejos de su
obsecuencia de costumbre) contra el Maestro Hechicero de su propia leyenda
desatando un caos de escobas y olas gigantes. Al final como en
esa última parte de Fantasía, donde una fiesta negra de
demonios y esqueletos acaba siendo vencida por el Ave María
todo vuelve a la calma.
En cualquier caso dicen los que los conocieron, los que estuvieron
allí Walt Disney jamás se repuso del golpe. Ni siquiera
cuando el Metropolitan Museum of Art de New York le pidió algunas
cells (fotogramas grandes de celuloide pintado a mano) o durante los
sucesivos reestrenos (Disney supervisó los de 1956 y 1962, siguieron
varios más), cuando la película fue y ha venido siendo
redescubierta por amantes de lo cult y lo bizarro. Decir la palabra
Fantasía frente a Disney equivalía a venas hinchadas y
ojos inyectados en sangre.
Cabe pensar que fue entonces, a partir de un fracaso, que a Disney se
le ocurrió la idea sin retorno de su más colosal éxito.
Cabe suponer que alzó el puño a los cielos y gritó:
Si al mundo no le interesa mi visión, entonces crearé
mi propio mundo. Y así Walt Disney convirtió su
espacio interior en nuestro espacio exterior, hizo los cielos y los
mares y la tierra y Disneyland y Disneyworld. Y al séptimo día
no descansó.
De un modo u otro, todos vivimos allí.
On the
rocks
Walt
Disney, Eva Perón y Timothy Leary: congelar el cuerpo, embalsamar
el cadáver y transformar el cerebro en software de computadora:
las tres ideas más notables del siglo XX para alcanzar la inmortalidad.
Por
María Moreno
Ningún
niño es bueno. Freud lo probó y Cruella de Vil fue siempre
una ídola más secreta que la rata Minnie y la pata Margarita.
Pero nada más excitante para un niño que la idea de que
Walt Disney estuviera suspendido entre la vida y la muerte mediante
la hibernación criónica. A ninguno que escuchó
ese rumor le importó si sería reanimado o no. Seguramente
le gustó imaginarlo congelado como el Abominable Hombre de las
Nieves, capturado en una suerte de pulmotor con el aspecto de una nave
espacial averiada, el bigote cubierto de escarcha. El rumor de la hibernación
también rodeó a Salvador Dalí quizá porque
la humanidad piensa al genio como excepción mientras planea reproducirlo
para que deje de serlo. Y también porque los supuestos hibernados
suelen haber anunciado sus planes de eternidad literal con gran despliegue
de prensa y jerga extraída de fascículos de difusión
científica. Einstein tuvo más suerte: su época
sólo permitió que se obsesionaran con el peso y el tamaño
de su cerebro ya totalmente descartable.
Poco antes de su muerte a causa de un cáncer de próstata,
el artista y psicólogo Timothy Leary planeó conservar
su cerebro y ofrecer a través de internet el espectáculo
de lo que llamó una muerte de diseño en donde el trabajo
de la organización criónica tenía un papel estelar.
El equipo que te ha correspondido pone manos a la obra, llegando
lo más pronto posible junto a tu cama. Ponen tu cuerpo en un
baño de hielo, donde te administran medicamentos y usan un aparato
que restaura la respiración y la circulación sanguínea.
Esto se hace para prevenir las lesiones cerebrales, que de otra forma
ocurrirían debido a la falta de oxígeno (...) Acto seguido,
la temperatura de tu sangre descenderá hasta un nivel cercano
al punto de congelamiento del agua. Por fin, te sacarán toda
la sangre y la sustituirán por un líquido que conserva
los órganos, similar al que utilizan para conservar los órganos
de los donantes durante el transporte. Te embalan el cuerpo con hielo
y al laboratorio vas, prometía en un artículo de
su libro El trip de la muerte, escrito en colaboración con R.
U. Sirius.
Disney habló poco de sus planes de volver de la muerte y habló
menos de su labor como informante secreto del FBI, actividad que ocupó
desde 1940 hasta su muerte. Habló mucho, en cambio, ante el Comité
de Actividades Antinorteamericanas que comenzó a funcionar en
1947 para cazar comunistas. Pero al parecer su fidelidad al FBI había
comenzado mucho antes, en 1936, cuando su director le prometió
intercambiar informaciones. Disney creía que había algo
oscuro en su origen y Hoover terminó por averiguarle que no había
nacido en Missouri como le había dicho su padre, sino en España,
o al menos de una mujer de ese origen.
Que un realizador de dibujos animados planeara reanimarse parece un
plan bastante obvio. Si el mito tuvo algo de asidero, ¿el proyecto
de Disney se limitaba a ser el primer cobayo para la creación
de una Disneylandia de muertos vivos? ¿Para que fuera Bush y
no un fantoche de Abraham Lincoln el que te diera la mano en el stand
del pasado democrático de EE.UU.?
Timothy Leary había empezado como un gurú psicodélico
que abogaba por un cuerpo experimentalmente químico. Tenía
un programa popular simple que consistía en una serie vitalicia
de conferencias que promovían la felicidad psicotrópica
como forma de arte contracultural y una receta de dosis de drogas razonables
para el ciudadano medio: dos tazas de cafeína, trece cigarrillos,
dos Vicodin, un vaso de vino blanco, un whisky con soda, una línea
de cocaína, doce globos de óxido nítrico y cuatro
galletas Leary (cracker untado con una mezcla de marihuana y queso fundido).
Hasta que se empecinó en expandir su yo, no sólo más
allá del espacio del mundo real, sino en el tiempo. La alternativa
era una hibernación criónica o un banco de
cerebros. El problema era que el retorno a lo que él llamaba
la cárcel Tierra podía provocar una serie
de problemas denominados bajo la forma eufemística de discontinuidad
experimental aguda, expresión que, fuera de los manuales
de difusión científica, quiere decir que puede suceder
que te descongelen en el momento en que la nanotecnología no
haavanzado lo suficiente como para que dejes de ser un asqueroso cadáver
en suspense frigorífico.
La nanotecnología fue vendida publicitariamente por Leary como
el control absoluto y barato sobre la estructura de la materia.
Una técnica de manipulación tan hartera que podría
permitir a una persona sobrevivir mediante el calco de la estructura
de sus neuronas al cilicio u otro material, guardarse electrónicamente
o transformarse en virus informático. El pensamiento norteamericano
oficial tiende a creer que cualquier cosa tiene una localización
material aunque se trate de una materialidad virtual. Así, Leary
se animó a definir el alma como información procesada
en soporte celulares, moleculares y atómicos microscópicos,
es decir, información a recuperar o a perder si el futuro como
siempre sucedió tiende al accidente y a la variable. Según
la promoción Leary, de fines de los años 90, la
conservación del cuerpo completo costaba entre 75.000 y 150.000
dólares, la del cerebro entre 30.000 y 50.000. Entre las fundaciones
practicantes está la CryoCare en la que Leary estaba anotado.
Pero al parecer sus representantes eran tan voraces y se mostraban tan
ansiosos por separar la parte de arriba de Leary de la de abajo, como
lo hiciera Mishima en su propio cuerpo y bajo la daga de su amante aunque
en nombre de ideas mucho más anticuadas, que el operativo
se suspendió. Leary murió artesanalmente, intercambinado
unos postreros y poco inspirados e-mails de despedida con algunos amigos
y rodeado por otros. Ya los gusanos o el fuego habrán hecho su
trabajo luego del efectuado por quien él llamaba La señorita
Cáncer. Pero la performance fallida de Leary apuntaba a
un sueño todavía hip: tener una muerte de diseño
y, al mismo tiempo, con la posibilidad de almacenar información
contracultural que pudiera reanimarse aun en una sociedad neoliberal.
El kitsch peronista pretendió una Eva eterna, cada uno de sus
órganos inflados por formol, una escultura hiperrealista hecha
con materiales reales pero sin conciencia, un monumento pop con evocaciones
naïves de la Bella Durmiente. Si algo de Disney está hoy
on the rocks no sería por nada parecido ni al proyecto del doctor
Ara ni al de los contraculturales psicodélicos. Una nota publicada
el viernes pasado en Clarín cuenta cómo un agente de la
FBI se infiltró en la Cosa Nostra de Nueva York bajo el apodo
de Big Frankie y la identidad del dueño de una compañía
de transportes especializado en chatarra y cigarrillos de contrabando.
Su trabajo logró la caída de 73 capos y secundones. Imaginen
a Disney reciclado como soplón eterno. ¿Acaso Hoover no
le había prometido una identidad absoluta mientras viva? Es decir
de estar hibernando para siempre, con un sabático
prolongado y simultáneo a un ajetreo de nanotécnicos con
prolijas agendas virtuales y sueños de Mary Shelley. Los nanotécnicos
aseguran que si se puede extraer de un cerebro un software de identidad
personal, la mente humana podría ser enviada por e-mail de un
lado a otro de la galaxia o vivir en robots. El FBI podría reprogramar
a Disney como virus informático capaz de reproducirse a sí
mismo, para defenderse de ser borrado accidental o voluntariamente,
con una identidad personal diseñada para infiltrarse entre los
talibanes y exterminar a un Bill Laden, nuevo enemigo de EE.UU., reprogramado
también como virus, autorreproducible e imborrable. ¡Otra
que Disneylandia! Ahora, supongamos amén de que Disney
esté en el hielo que, como en los tiempos de la literatura,
siempre exista un resto del texto, una molécula de identidad
personal resistente a la manipulación y que adopte la forma arcaica
de una voz ratonil. Porque si Flaubert era Madame Bovary, Disney es
Mickey. Entonces podría ser reanimado, como él. Pero soplón.
Es decir, una rata, en todo sentido. El futuro siempre fue horrible.
PAREN
LA MANO:
¡BAMBI NO ERA ARGENTINO!
Blancanieves
fue un éxito mundial, pero el primer largo animado fue argentino.
El Zorro llegó a Ezeiza el día que debía llegar
Perón, pero se sospecha que venía como agente del Tío
Walt. Bambi no está inspirado en los ciervos patagónicos,
pero Disneylandia sí está basada en la calle Lavalle.
¿Cuál es la relación entre aquel parque de diversiones
y nuestra tiendita del horror?
Por
Alfredo García
Entre
el centenar de leyendas internacionales alrededor de Disney y su imperio,
hay que anotar algunos mitos exclusivos de la Argentina. Sorry, pero
Bambi nunca fue parte de la fauna argentina. Disculpe, pero dos películas
nacionales se adelantaron al supuesto hito Blancanieves, y encima de
todo la cara más oscura y políticamente incorrecta de
Walt podría haberse iniciado en nuestras pampas.
No
llores por la mamá de Bambi
A pesar de lo que siempre se dio por sentado en nuestro
país, cuando Walt Elias Disney nos visitó por 6 días
siguiendo el mandato de la política de Buenos Vecinos del gobierno
de los EE.UU., Bambi ya estaba en etapa de posproducción y el
famoso ciervo ya había sido dibujado y animado a partir de modelos
vivos de zoológicos estadounidenses, no patagónicos. Quien
quiera evidencia al respecto puede revisar cualquier texto oficial de
los estudios Disney sobre Bambi: se habla de dibujantes boceteando ciervos
de zoos americanos, pero nada de bosques patagónicos, fauna argentina
ni nada parecido. Y hay que asumirlo. La visita de Walt, de todos modos,
provocó un acuerdo memorable para la industria del cine nativo:
Luis César Amadori, autor de Dios se lo pague, reemplazó
al talento mexicano a la hora de doblar al castellano clásicos
como Pinocho. De ese viaje también surgió el corto El
gaucho Goofy y un fragmento del mediometraje Saludos amigos, con un
gauchito de la banda oriental que encuentra un burro alado con el que
audaz se eleva por sobre los Andes uruguayos... aunque usted no lo crea.
Algo
gracioso ocurrió camino a ese autito pop
Cupido motorizado (The Love Bug), film infantil de los
estudios Disney, sigue siendo el único en ser protagonizado por
un producto que el espectador querría comprar al abandonar su
butaca chivo genial que generó varias secuelas muy exitosas,
incluyendo el nuevo pero no tan económico escarabajo,
nuevo producto de la misma firma que utilizó mano de obra de
Auschwitz, Dachau y otros parques temáticos anteriores a Eurodisney.
El primer film fue dirigido por Robert Stevenson, autor de películas
de culto como Me casé con un comunista (RKO Pictures) y Mary
Poppins (Disney).
Mucho antes de producir Cupido motorizado Disney andaba metido en asuntos
extraños como el apoyo de su estudio a un corto argentino que,
en plena Segunda Guerra Mundial, apelaba a la tecnología alemana
para darles color a sus personajes animados. Si queda alguna duda, en
un reciente número de la revista Sight & Sound el animador
más prestigioso de los estudios Disney, Art Babbit, lo explica
todo, contando cómo vino a la Argentina a servir de asesor técnico
a un cartoon local que no puede ser otro que Upa en apuros, raro ejemplo
cinematográfico de Patoruzú que a fines de 1942 sirvió
de aperitivo a La Guerra Gaucha. El primer cartoon en colores nacional
utilizaba el proceso alemán Agfacolor, inmediatamente rebautizado
AlexColor. Esto no impidió que lo que más se note al ver
el corto sea lo estilizada de la técnica animada, bien a lo Disney,
gracias al trabajo de Art Babbit, responsable de Donald y Blancanieves,
nada menos. Para no pensar mal, habría que decir que en 1942
un proyecto artístico con talento argentino-alemán-norteamericano
era todo un avance del mundo globalizado que disfrutamos en este maravilloso
inicio del siglo XXI.
¿Disneyland,
Disneyworld, Eurodisney y Disneyville?
Según el prestigioso escenógrafo argentino
Mario Vanarelli, responsable de centenares de trabajos aclamados en
cine, ópera y TV pasando por los decorados de El fantasma
de la ópera de Narciso Ibáñez Menta y el vestuario
de El camino del gaucho, producción de la Fox rodada en Argentina,
la visita de Walt Disney provocó un emprendimiento que le fue
asignado para ejecutar de forma personal: Lavalle debía convertirse
en una calle mágica al mejor estilo Disney. Vanarelli guardó
sus diseños de Disneyville, y explicó al ser entrevistado
su idea de que el primer Disneyland se había basado en su esquema
original del Reino Mágico de la calle Lavalle.
¡El
Zorro y Perón, un solo corazón!
Se supone que Guy Williams, es decir el Zorro de la serie
de los estudios Disney, apareció en la Argentina contratado por
el Canal 13. Según algunas versiones, el Zorro apareció
en el aeropuerto de Ezeiza el mismo día que una multitud esperaba
en vano a Perón que llegara poco tiempo después.
El General no aterrizó, pero el Zorro tuvo un recibimiento triunfal:
¡El Zorro y Perón, un solo corazón!
fue la ovación que lo conmovió al punto de argentinizarlo
hasta la muerte.
Este año la cadena ABC emisora antes asociada y hoy adquirida
por los estudios Disney emitió un documental sobre el mito
del Zorro con una entrevista a la viuda de Guy Williams en la que la
señora aseguraba que cuando pisó nuestra tierra su marido
seguía bajo contrato de Disney, que le pedía que continuara
haciendo su personaje por distintos rincones del mundo: En la
Argentina pasaron cosas raras es casi el único dato adicional
que la señora de Williams contó sobre aquella experiencia
criolla.
Sabiendo que la muerte de Williams en Buenos Aires, ya en los 80,
fue calificada como dudosa por los forenses, y sumándole
las sospechas que algunos amigos famosos del jet set local insinuaron
sobre esas duda de los peritos de la morgue, la teoría conspirativa
típicamente Disney se perfecciona con esta nueva revelación
que convierte a Guy Williams en un enviado del probado cruzado anticomunista
y colaborador de las agencias de seguridad de su gobierno, lo que ayuda
a imaginar otro escenario más ominoso por un lado, pero más
luminoso para el hombre detrás del antifaz: si en pleno gobierno
militar Williams no huyó asustado aun después de intentar
una negociación inútil con la firma productora de Ramón
Palito Ortega (el actual compositor del tema de El
sodero de mi vida no concretó ese ambicioso largometraje
por exigencias semisubversivas de Williams, como querer un score con
obras de Mendelssohn interpretadas por la sinfónica del Colón,
un buen despliegue de producción y la negativa a que Carlitos
Balá apareciera en el rol de Bernardo) es, quizá, debido
a la inercia del agente preparado a todo: a una resaca espectacular
o a un sentimiento futbolístico imposible de encontrar en Beverly
Hills.
Los
últimos serán los primeros
Eso dice la Biblia, que también afirma cosas como
La verdad te hará libre. Lamentablemente el miércoles
pasado, día del centenario del Tío Walt, no uno sino varios
diarios argentinos festejaron a Blancanieves como el primer largo animado
de la historia del cine. Los últimos, esta vez también,
fuimos nosotros, ya que nuestros propios medios olvidaron que el primer
largometraje animado fue argentino: El apóstol, de Quirino Cristiani,
se estrenó en 1917, narrando una fábula política
en la que el presidente Yrigoyen incendiaba Buenos Aires con rayos extraterrenos.
Por si quedaba alguna duda, en 1931 el mismo director volvió
a apelar a su fobia radical por entonces injustificada en
Peludópolis, primer largo sonoro animado de la historia del cine
que, del mismo modo que su antecesor, no puede verse más debido
al descuido de las instituciones que debían preservarlos. Más
cuidadoso que más de un medio local, el site oficial de Disney
explica que, en 1937, Blancanieves fue el primer largometraje
animado en colores, sonoro y provisto de secuencias musicales
de la historia del cine. Si fueran más cuidadosos también
hubieran incluido el detalle que es un largo sonoro, en colores, musical
y con enanos...
Seven
La
flamante edición restaurada de Blanca Nieves (en video y DVD)
permite volver sobre este superclásico a quien muchos consideran
el opus magnum de papá Walt. Obra maestra o tostón sobrevalorado,
lo cierto es que Blanca Nieves no es sólo el primer largometraje
animado (aunque Argentina se arroga los derechos del invento) sino también
el molde que la fábrica Disney utilizaría, de allí
en más, como molde para (casi) todo lo que vino después.
POR
HORACIO BERNADES
En
1933, Walt Disney se embarcó en un proyecto que, visto desde
hoy, no representa ninguna noticia, pero en su época fue considerado
un delirio liso y llano: la filmación de un largometraje animado.
Como todo self made man, Disney siempre fue un pionero, y para ese entonces
ya lo había demostrado en dos ocasiones. En 1928, fue el primer
animador (o empresario de la animación, ya que quien dibujaba
sus dibujitos no era él, sino su brazo derecho Ub
Iwerks) que sincronizó imagen y sonido, en el corto Steamboat
Willie, protagonizado por Mickey. Al año siguiente, introdujo
el color en el mundo de la animación, en el corto The Skeleton
Dance. Sonido y color: no hay más que imaginar un dibujito
que carezca de ellos para comprender el gigantesco salto adelante que
ambas innovaciones representaron para el campo de la animación.
Pero el pionero ambicionaba más. Ahora se proponía derribar
la última barrera que impedía al cine dibujado estar a
la misma altura de la live action. Esa barrera era la duración.
Hasta el momento en que a Disney se le ocurrió la idea, los dibujitos
eran apenas un aperitivo de pocos minutos, que se proyectaban antes
del plato principal, como parte de lo que se llamaba variedades.
A la gente le encantaban, pero no era eso lo que iban a ver al cine,
sino las películas verdaderas, protagonizadas por
actores de carne y hueso. Cuatro años le llevó a Disney
y su equipo consumar lo que todo Hollywood auguraba como un fracaso
tan colosal como sesenta años más tarde se predijo que
sería Titanic: una película de hora y media en la que
no hubiera otra cosa que dibujos.
De hecho, como más tarde sucedería con la película
de James Cameron, el presupuesto de Blanca Nieves (de ella se trata)
se decuplicó a lo largo de esos cuatro años, pasando de
150 mil dólares a un millón y medio. En el medio, Disney
y sus técnicos consumaron una nueva invención: la cámara
de multiplanos, que permitía trabajar varios planos de imágenes
superpuestas e hizo que todo Hollywood abriera la boca, asombrado, cuando
se encontraron con esos fondos tan definidos, y con tanta independencia
de movimiento como tenían las figuras. El resto de la historia
ya se conoce: Snow White and the Seven Dwarfs fue un exitazo sensacional,
tanto en términos de público como de consideración
crítica. Estaba naciendo una compañía que se dedicaría
a fabricar largometrajes animados a plazos regulares, durante los siguientes
65 años y más allá.
Valgan un par de aclaraciones. En primer lugar, Blanca Nieves y los
siete enanitos nunca se llamó así en castellano. Su título
fue y sigue siendo Blanca Nieves y los siete enanos, así, sin
diminutivo. La razón del rebautizo obedece sin duda a un tic
de corrección política avant la lettre: mientras que enano
suena despectivo, enanito tiene una connotación como cariñosita.
La segunda aclaración, por muy chauvinista que suene es estrictamente
real: Blanca Nieves no es el primer largometraje animado de la historia.
Hubo una que la antecedió en nada menos que 20 años y
fue, sí, argentina. Se trata de El apóstol, sátira
política que le tomaba el pelo al presidente Hipólito
Yrigoyen, realizada por el pionero Federico Valle y un par de directores
de su equipo. Queda salvado el honor patrio.
PLAN
GENERAL DE IMITACION
Blanca Nieves nace con marcas de origen, y a la vez instituye el
molde (estético, dramático, narrativo, moral hasta hace
más o menos una década) al que de allí en más
se atendrían la Walt Disney Co. y buena parte de la competencia.
Entre esas marcas, una de la que los futuros films animados se desprenderían
gradualmente: la ambición de copiar lo real.
Para preparar Snow White, Disney y los suyos volvieron a estudiar el
movimiento con una obsesividad que no se veía en cine desde los
tiempos de su prehistoria, cuando el inglés Eadweard Muybridge
se quemó las pestañas descomponiendo y volviendo a componer,
al infinito, el salto de uncaballo. Pero ahora se trataba de estudiar
el movimiento humano, y para ello Disney y sus muchachos convocaron
a su estudio a un montón de modelos reales. Les hicieron caminar,
gesticular, bailar, una y otra vez hasta el agotamiento. El resultado
de este Plan General de Mimesis es efectivamente asombroso: basta ver
los delicadísimos, sutiles pequeños movimientos de la
princesita, para comprobar con qué grado de obsesión podía
el viejo Walt perseguir sus sueños (follow your dream, idea disneyana
por excelencia, que inunda cada uno de sus productos).
Pero la imitación de lo real no se detuvo en el mero movimiento
y llevó a Disney a copiar, a diestra y siniestra, modelos de
la época. La madrastra tiene la parada olímpica de Greta
Garbo y los gestos excesivos de Gloria Swanson. Blanca y su príncipe
azul se trenzan en canciones de opereta que parecen extirpadas de alguno
de esos plomazos en los que Jeanette MacDonald y Nelson Eddy trinaban
a reventar. A propósito, Blanca canta igual que la blanquísima
Lamarque de Besos brujos. Pero en este caso, más que copia debe
tratarse de coincidencia. O espíritu de la época, vaya
a saber.
EL
CANON
El Plan General de Mimesis no se limita a los modelos humanos,
sino también a los más diversos paradigmas estéticos
previos. El cine musical, notoriamente: Blanca Nieves establece para
siempre eso que algunos aman y muchos odian de los productos Disney:
el de la película con canciones (cursis, las más de las
veces). El del cine romántico es, obviamente, otro modelo muy
presente. Disney toma prestada también la unidad elemental del
cine cómico desde los viejos tiempos del slapstick: el gag, que
queda en manos de ciertos personajes secundarios, encargados de proporcionar
lo que en inglés se denomina comic relief o descanso cómico.
En el caso de Blanca Nieves, son los enanitos. De allí en más,
grillos, ratoncitos, hadas gordas, camarones o vajillas parlantes se
integrarán definitivamente al canon Disney.
Conviene no olvidar, en este punto, que Blanca Nieves es la primera
de las películas Disney que se basa en el acervo más tradicional
de la literatura infantil: el cuento de hadas. Otro tanto ocurrirá
con Pinocho, Cenicienta, La bella durmiente y siguen las firmas. Todos
ellos, claro, convenientemente traicionados, tergiversados y expurgados,
porque parecería que para Disney y su sinónimo, la cultura
americana del siglo XX, los Grimm, Perrault y Andersen eran demasiado
hard.
Hasta que llega Shrek, dice Todo esto es una mierda y se
limpia literalmente el culo con uno de esos cuentos, poniéndole
fin a sesenta y pico de años de historia en ochenta y pico de
minutos ¿Poniéndole fin? El tiempo y sus aggiornamientos
dirán si es así.
NEGRA
NIEVES, TRENES BAILARINES
Sería obra de chicatos ver en Blanca Nieves y sus sucesoras
sólo la pacatería de la protagonista, la cursilería
de su love story, la chorreante melaza que desparraman canciones, animalillos
del bosque y pajaritos canoros. Si lo peor de Blanca Nieves es la propia
Blanca Nieves y todo lo que cae bajo su poderoso influjo kitsch, debe
reconocerse que otras zonas de la película funcionan muy bien.
Una es el ya citado comic relief aportado por los enanos y algún
animalejo que se salva de encarnar valores positivos, como cierta tortuga
torpe y tropezona.
La otra zona que funciona es consecuencia directa del empeño
que siempre pusieron Disney y sucesores en abogar por el triunfo del
Bien: sus malos están entre los mejores del cine. Morocha, operística
y asociada con los colores negro y púrpura, la madrastra de Blanca
Nieves le roba cámara a la protagonista, como ocurrirá
de allí en más no sólo con sus descendientes más
obvios (la madrastra de Cenicienta, la bruja de La bella durmiente,
Cruella DeVille, la tía de La sirenita, la usurpadora del trono
en Laslocuras del emperador) sino todos los representantes del mal en
los futuros productos Disney. Incluyendo a la Bestia, Scar y la ballena
y demás villanos de Pinocho. Esta última es, seguramente,
la película en la que Walt más se dejó fascinar
por el Mal, por lo tanto una de las mejores.
De estas dos líneas se desprenderá, en el futuro, lo mejor
de Disney, que cuando se entrega a la oscuridad logra sus mejores momentos
visuales. Algunos francamente impresionantes, como la transformación
de la madrastra en bruja y el súbito arranque expresionista del
Bosque Encantado en Blanca Nieves; el episodio de la Isla del Placer
y el del ataque de la ballena en Pinocho; la erección de la carpa,
en medio de la noche cerrada y la tormenta en Dumbo, el ataque de los
cazadores en Bambi. Y así sucesivamente, hasta el desbarranque
en El rey León y las gárgolas de El jorobado de Notre
Dame.
Esa joya llamada Dumbo, poblada de elefantas chusmas, trenes bailarines
y ratoncitos tan cancheros como Bugs Bunny, demuestra que Disney gana
por goleada cuando se desprende de la atadura del mensaje y los valores
morales y se entrega a la simple felicidad de inventar formas y movimiento,
dándole rienda suelta al humor. Lamentablemente, Dumbo tuvo menos
hijos que Blanca Nieves: apenas Hércules y Las locuras del emperador.
De haber tenido cría el elefantito, otro ratoncito hubiera cantado.
Puede apostarse que esa canción hubiera sido mil veces más
divertida que Someday My Prince Will Come o When You Wish Upon a Star.
La
Cosa Mostra
La
semana pasada se estrenó Monsters Inc., una coproducción
de Disney y los creadores de Toy Story. El tema es: ¿de quién
son las virtudes y de quién los defectos?
Por
Mariano Kairuz
A poco
menos de tres meses de los atentados contra las Torres Gemelas, cualquiera
podría ensayar una descripción paranoica del argumento
de Monsters Inc., y el resultado sería más o menos el
siguiente: un mundo de lo más parecido a un pueblito norteamericano
de ensueño de los años 50 se ve alterado de la noche a
la mañana porque en medio de una grave crisis energética
se ha infiltrado un extranjero proveniente de aquella región
en la cual se concentran las principales fuentes de energía.
El invasor es pequeño pero sus habitantes lo consideran letal,
y se ha lanzado un alerta general entre la población, lo que
implica la proliferación de agentes enmascarados y en trajes
impermeables buscando por todas partes hasta el más mínimo
rastro del intruso, para eliminarlo como si se tratara de un foco infeccioso
y altamente contagioso. Suena exagerado, y la verdad es que, para referirse
a la última película de Pixar estrenada este jueves
lo es.
Primero, porque, como se sabe, cualquier largometraje de animación
lleva un trabajo total de producción que se extiende a lo largo
de no menos de dos años, y que de hecho, en el caso de Monsters
Inc., fueron casi cinco -si se cuenta desde el momento en que sus responsables
se sentaron a pensar qué hacer después de Toy Story hasta
que estuvo lista para su estreno. Lo que no invalida la posibilidad
de arriesgar una interpretación sobre un film protagonizado por
los llamados miedos primarios (a la oscuridad, a los monstruos
que se esconden en el ropero) pero que pareciera localizar los verdaderos
miedos en otro lado, en una zona adulta, profunda y oscura
de la sociedad norteamericana. Es probable que aún hoy, a más
de veinte años de la gran crisis petrolera, algún norteamericano
despierte transpirado por las noches entre imágenes de largas
colas en estaciones de servicio con cantidades limitadas de nafta a
precios exorbitantes.
El mundo en cuestión es Monstrópolis, ciudad industrial
en la que se encuentra la planta de energía central que lleva
por nombre el título de la película. Sus habitantes son
sus no tan monstruosos y muy coloridos monstruos, verdaderos
obreros del susto cuyo trabajo consiste en asomarse por
cajones y puertas entreabiertas en las habitaciones de los niños
humanos por las noches, para extraer de ellos los gritos de pavor que
son el principal combustible de Monstrópolis. Pero, como el director
de la compañía de energía ha venido advirtiendo,
el modelo está en crisis: los chicos son cada vez más
difíciles de asustar. Y, como si no tuvieran problemas suficientes
con eso, ya han sufrido dos peligrosas intrusiones humanas:
primero, el zoquete de un niño (que ha sido debidamente pulverizado,
mientras se ponía en cuarentena al trabajador infectado) y ahora,
una niña completa, de dos años, ojos enormes y trencitas,
sobre quien ya se ha dado la orden de encontrar y destruir.
Y a la que los héroes de esta historia un dúo conformado,
a la manera de una pareja cómica clásica, por un enorme
asustador profesional llamado James P. Sullivan y su pequeño
asistente Mike Wazowski se encargarán de proteger, una
vez que hayan descubierto que el peligro que supuestamente presentaba
la niña humana no era tal, y que su mundo ha estado viviendo
bajo la amenaza de sus propios prejuicios.
SOMOS
PIXELES QUEREMOS ACTUAR
En Pixar parecen tener un pequeño problema de comunicación.
Por un lado, Steve Jobs, el ex geniecillo de la computación,
cabeza de Pixar (desde que se la compró a LucasFilm unos quince
años atrás) y de Apple Computers, no puede consigo mismo
e insiste con su discurso de prepotencia hi-tech, recordándole
a quien lo escuche que Toy Story fue el primer largometraje animado
por computadora de la Historia del Mundo; que con Bichos el
segundo largo de Pixar se desarrollaron nuevas texturas y técnicas
de iluminación para los films digitales y que en ese aspecto
nadie ha logrado alcanzarnos todavía; y que hoy,
como si aquello no bastara, Monsters Inc. es aún más
refinada en su impacto visual, gracias a un software diseñado
especialmente para agregar y animar el pelaje de sus personajes.
Pero por el otro, John Lasseter, codirector de las dos Toy Story y de
Bichos y productor de Monsters Inc., obvia los prodigios tecnológicos
para resaltar la blancura de espíritu citando al tío Walt:
Disney alguna vez dijo que por cada risa debe haber una lágrima:
si los personajes de la historia tienen corazón, entonces permanecerán
junto a la gente por más tiempo. Y sonará trillado,
pero el cuarto largometraje de Pixar parece avalarlo. Lasseter y compañía
bien podrían increpar a la industria cinematográfica:
¿Vieron lo que pasó con Final Fantasy ese estrepitoso
fracaso comercial estrenado hace unos meses? Demasiado realista,
demasiado fría, demasiado poco argumento: nosotros tenemos un
astronauta y un cowboy de juguete que cobran vida y un par de mostros
de café concert y todos se ríen, con nosotros. Habrá
quienes crean que el fotorrealismo de la animación digital reaviva
(exhumando a Oliver Reed en Gladiador y a los dinosaurios por todas
partes) aquellos temores de cincuenta años atrás, cuando
el encanto y la fluidez de los dibujos animados iban a dejar sin laburo
a los actores de carne y hueso; pero los mostros de Monsters Inc. -aunque
le hayan hecho saber a todo el mundo que están cubiertos por
más de dos millones de pelos virtuales perfectamente animados,
tienen las voces muy humanas y muy graciosas de Billy Crystal y John
Goodman y de un pérfido Steve Buscemi.
A Monsters Inc. le han achacado que, tratándose del film de Pixar
con más potencial para poner a prueba el lado oscuro de la animación
y del relato infantil, probablemente haya resultado ser el más
inocente de los cuatro estrenados hasta ahora, con su final previsiblemente
edulcorado. Y quien conteste que, después de todo, es una película
de Disney, que no esté tan seguro de que en Pixar quieran estar
ligados a la empresa del ratón para siempre: la asociación
entre ambas empresas es un contrato de coproducción y distribución
por cinco películas, de la que ya se hicieron cuatro. Y habrá
que ver si Lasseter & Co. tienen ganas de seguir compartiendo con
el Ratón una torta de la que, seguramente, se atribuyen la receta.
Mientras tanto, Dreamworks hace sus propias películas de animación
digital, y Shrek fue todo lo posmoderna y paródica que podía
ser sin dejar de facturar una fortuna y tirar unos cuantos guiños
de su productor, el ex Disney Jeffrey Katzenberg, contra sus antiguos
jefes.
MOSTROS
POR TODOS LADOS
Si bien una recesión y un desempleo monstruosos vienen afectando,
como a cualquier actividad, la exhibición cinematográfica
en la Argentina, sus coletazos más duros se habían hecho
esperar hasta estos últimos meses. Para combatir a tamañas
bestias y al esperable monstruo de la taquilla que sería
Harry Potter, varios días antes de que el monstruo de la
iliquidez asomara su cabeza, la filial argentina de Disney anunció
que durante la semana de estreno (que va desde el jueves pasado hasta
el próximo miércoles) las entradas de todas las funciones
de Monsters Inc. costarían dos pesos. Una iniciativa emparentada
con la experiencia piloto que fueron esos dos días de cine
a dos pesos previos al fin de semana del censo nacional y con
las discusiones en curso entre exhibidores y distribuidores para bajar
el precio general de la entrada. Pase lo que pase y eso ha probado
ser mucho decir con el correr de este 2001, está claro
que no son pocos los que van a conocer a Sullivan, Wazowski y compañía
por estos días. Todo un alivio en un mundo superpoblado de miedos
de diversa calaña, y mientras los más paranoicos se preguntarán
qué es más probable que ocurra primero: que la animación
digital vuelva a las caricaturas más reales que nuestra monstruosa
realidad, o que la ingeniería genética nos permita parecernos
cada vez más a nuestras monstruosas caricaturas favoritas.
La
máquina de hacer ratones
¿Qué
tienen en común Britney Spears, Christina Aguilera y los N
Sync? Que todos empezaron cantando para... la Disney.
Por
Mariana Enriquez
Las
niñas ya no quieren ser princesas: quieren ser Britney Spears.
Y Disney, como una máquina creadora de fantasías para
la niñez, no podía dejar de ser responsable de los nuevos
héroes y heroínas de los niños, las estrellas del
pop adolescente, de carne y hueso pero tan irreales y puros como Blancanieves.
Disney la empresa no creó a Britney Spears,
Christina Aguilera y parte de N Sync en sus encarnaciones actuales
sino que los agarró de chiquitos y los introdujo en la maquinaria
del mundo del espectáculo. Durante años, en la televisión
norteamericana hubo un programa infantil, El Club de Mickey Mouse
en el que actuaban, cantaban y bailaban chicos vivaces y esforzados
(las audiciones eran famosas). Estuve en el aire intermitentemente desde
los 50, pero fue sólo en su última etapa cuando
se convirtió en semillero de estrellitas. Britney, niña
sureña de pueblo chico, se formó allí, bajo la
mirada atenta de su madre que, como suele suceder, estaba mucho más
ansiosa que la niña por alcanzar la fama. Junto a ella bailoteaba
Justin Timberlake, hoy en N Sync y novio de Britney, y JC, otro
N Sync. En otra temporada entró a la troupe Christina Aguilera.
Nick Carter superó las audiciones, pero en ese mismo momento
lo convocaron para formar parte de los Backstreet Boys, y declinó
la oferta. Uno de sus futuros compañeros, AJ McLean, intentó
ingresar al programa pero falló en las audiciones.
Lo curioso es que como resultado de estos años de formación
surgieron estrellas clonadas, intercambiables, que no sólo hacen
música similar sino que se parecen en una belleza estereotipada
que parece construida industrialmente. Y que ostentan una buena conducta
puritana, ajena a los excesos y las excentricidades, para fácil
consumo de todos.
Disney hoy eligió no perderse el filón que pueden reportarle
estos adolescentes que crecieron bajo su atenta mirada. Por ejemplo,
el Disney Channel (la señal de cable de la empresa) decidió
integrar a su programación a los ídolos teen, que ya solían
dar recitales en eventos de la empresa (los Backstreet Boys empezaron
cantando en el Disneylandia de Florida). En Argentina directamente se
encargaron de Popstars y por ende ahora de las tan mal bautizadas Bandana,
en lo que resultó un negocio redondo con 20.000 copias vendidas
en una semana y cinco Gran Rex; el canal emitía el reality show
de construcción de estrellas todos los días a las 20.
Entendieron, finalmente, que la historia de Cenicienta no tiene por
qué terminarse en un cuento de hadas de dibujito animado y que
Justin Timberlake es mucho mejor príncipe azul que el que encontraba
la zapatilla.
El
fin de la infancia
Cómo
se resquebrajó la infancia eterna tras los atentados del 11 de
septiembre.
Por
Guillermo Saccomanno
A casi
nadie le caben dudas a esta altura que Walt Disney era un reaccionario.
Y que su personaje el pato es parecidísimo en su mímica
al actual presidente norteamericano truchamente electo. Parafraseando
a Wilde, la naturaleza imita el arte. No obstante, ahí están
las obras de Disney, que siguen inspirando una cierta seducción
basada, según Henry Miller, en la corporización del americano
medio con sus fobias y paranoias. En lo personal, siempre me gustaron
más las obras de Tex Avery, el creador de Tom & Jerry. Sus
aventuras se prestan a una lectura más dialéctica de la
historia: los débiles convirtiendo ingeniosamente sus limitaciones
en fuerza para enfrentar la brutalidad facha de los poderosos.
Después del 11 de septiembre, esa visión disneylandesca
de la realidad, de un universo cerrado para chicos, invulnerable, parece
haberse resquebrajado. El centésimo aniversario del nacimiento
de Disney, el padre fundador de ese imperio de la infancia, se resquebrajó.
Una crisis económica devastadora arrasó Disney World y
Disneylandia, esos fabulosos centros de entretenimiento para chicos
ricos con tristeza.
Sin tomar partido a favor por ninguno de los fundamentalismos (el de
mercado y el feudal), cabe una reflexión. Como en un dibujo animado
de Tom & Jerry, el poder del gato se hizo añicos. El jueves
6 de diciembre cables procedentes de Los Angeles informaban que el presidente
Bush exhortaba a los norteamericanos: Vuelvan a Disney World,
vuelvan a Disneylandia.
Que el presidente del estado más poderoso del planeta deba pedirle
a sus ciudadanos que regresen a la infancia es, por lo menos, patético.
En U.S.A. las lecturas más inteligentes sobre la masacre de las
Torres Gemelas provinieron, previsiblemente, de los intelectuales (Auster,
Chomsky, Sontag). Norman Mailer advirtió entonces: Ahora
los norteamericanos deberán preguntarse por qué no son
queridos en el mundo. Ahora también, quizá, reparen
en que la infancia sospechosamente ingenua (al menos la infancia a lo
Disney) tiene duración limitada.
El
cuento del tío
Por
Juan Sasturain
En
el mundo, en el verosímil de los personajes de Disney, hay sabidas
convenciones no por eso menos memorables. Una, extraordinaria, es que
el ratón Mickey tenga un perro, Pluto: un perro perro, porque
para perro humanizado está Goofy. La otra convención maravillosa
son las manos (inventadas) de sus personajes, ese grado de mínima
humanización arbitraria que les conceden los guantes con un pulgar
y tres opuestos, los cuatro dedos necesarios y suficientes para todos
los efectos mecánicos. ¿Por qué tienen cuatro dedos?
Porque son más fáciles de dibujar que con cinco, más
visibles y alcanza con ellos. Gloria al inventor de semejante engendro
sintético.
Hay, sin embargo un misterio que va más allá de estas
aparatosas trivialidades y que es la pregunta que toca el corazón
del mundo disneyano: quién y cómo es el padre de los sobrinos
de Donald. Porque es evidente que Huguito, Dieguito y Luisito o como
carajo los llamen en otros tiempos y latitudes, deben tener un padre
(y una madre pata). Alguna vez, en la ficción, me lo imaginé
clásico tío, hermano de Donald, empleado y trabajador,
siempre ocupado el Pato Nolan, le puse sin tiempo ni energía
para dedicarles a los inquietos y cabezones patitos que siempre estarían
buscando cómo piantar de su desconocida casa a lo del tío
insufrible pero no laburante, con el maravilloso autito siempre disponible
para salir a cualquier lado. Es más: en el mundo de los personajes
originales de Disney no los provenientes de adaptaciones más
o menos libres de otros cuentos tradicionales, como las películas
o Los tres chanchitos y el Lobo Feroz no hay padres
ni hijos: hay novios/novias (Daisy, Minnie) tíos y sobrinos.
No hay familia ni pareja vínculos fuertes, inmediatos,
directos, horizontales y verticales sino laxos lazos afectivos,
meros pretextos para la aventura. Lo del pato es homologable a lo de
Mickey tenía, en mis tiempos de historietas, también
novia y sólo dos sobrinos y es proverbial la figura del
Uncle Scrooge (Tío Rico o Patilludo o McPato, otra vez) el avaro
millonario generador de aventuras que habilita la existencia de Gastón,
el lateral primo suertudo y competitivo.
Los cuentos con tíos y sobrinos de Disney establecen, como las
manos de cuatro dedos en términos gráficos, un territorio
de tácita tregua a las determinaciones, en este caso, de la malvada
familia. Por suerte nunca conoceremos al padre de los sobrinos de Donald.
Es, literalmente y dentro de este sistema, un impresentable.