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Casa
tomada
Plástica
La vieja casona de
Museo Fernández Blanco retiró su colección
permanente de platería para ceder sus imponentes salones de techos
decorados a las obras de los maestros artesanos que forman la deslumbrante
colección de arte popular mexicano. Piezas realizadas en barro,
fibras vegetales, madera, metales, piedra, piel, papel y textiles pueden
ser visitadas como si se recorriera un mapa folklórico de México.
Por
Laura Isola
Por lo
menos tres veces, en este último tiempo, se han podido visitar
muestras de arte popular en museos de Buenos Aires. La primera fue la
celebrada muestra brasileña en el Centro Cultural Recoleta; la
segunda, una exposición vecina a la de Diego Rivera en la Fundación
Proa sobre rituales festivos de la muerte, con grabados de Guadalupe Posadas
y despliegue de catrinas o calaveras mexicanas. La tercera
recién está empezando, se titula Grandes Maestros del Arte
Popular Mexicano y se exhibe en el Museo Fernández Blanco. Sin
embargo, la abundancia no obtura la oposición entre lo culto y
popular, entre lo moderno y lo tradicional. Más aún, permite
repensar una pregunta casi obvia pero de interesante valor analítico:
¿por qué nos cuesta tanto recordar el nombre de un gran
artesano y no así el de un gran artista?
Este interrogante tiene su origen en la división establecida por
la estética moderna, que encumbró al arte como un movimiento
simbólico desinteresado, un conjunto de bienes espirituales en
los cuales la forma predomina sobre la función, lo bello sobre
lo útil. Dicho corte libraba a la artesanía al reino de
los objetos, como productos de indios y campesinos que cumplían
alguna función, fuera ritual o de subsistencia. A esto se le suma
otro argumento rutinario: mientras que los productores de arte son solitarios
e individuales, los artesanos son gregarios y colectivos. Es decir, obras
únicas versus producción que repite idénticas estructuras,
un corte que, leído a la luz de los movimientos de la plástica
actual, podría volver a dividir las aguas, y ya no entre arte y
artesanía.
Casi a contrapelo de esta distinción está pensada esta muestra
de arte popular mexicano. Para empezar, la ubicación privilegiada
(en el palacio principal del Fernández Blanco) es más que
elocuente. La vieja casona que alberga la colección permanente
cedió sus imponentes salones de techos decorados para
que se luzcan las obras de los maestros mexicanos. A modo de síntesis,
la colección de platería colonial (uno de los principales
tesoros del Museo) le dio paso al barro, las fibras vegetales, la madera,
los metales, la piedra, la piel, el papel y los textiles, que son los
materiales preciosos con los que María Lilia Calam Que (de Campeche),
Angel Gil (Guanajuato), Agustín Parra Echauri (Jalisco), Alfonso
Santiago Leuva (Oaxaca), Felipe Linares (México DF), Esther Rojas
Guerrero (Aguascalientes) y Luis Felipe Murillo (Yucatán), entre
otros, han realizado la mayoría de los trabajos. Este listado de
nombre por nombre y lugar por lugar de todos los artistas-artesanos que
participan en esta exhibición ensaya una nueva salida a una dicotomía
vetusta.
Por supuesto que el ataque a esta división se ha hecho escuchar
por parte de folkloristas y antropólogos, y muchos historiadores
del arte también estuvieron dispuestos a reconocer los méritos
artísticos de piezas y estéticas que no merecían
espacio en los museos. Una vez que las piezas pueden ser exhibidas en
el museo, se demuestra en forma automática que hay en las cerámicas,
los tejidos y los retablos populares tanta creatividad formal, generación
de significados originales y autonomía con respecto a las funciones
prácticas como en el arte culto. Particularmente dignos de apreciar
son una pareja de chamulas en madera tallada, (María y Pascuala
Papixtán Licanchitón), así como las bateas laqueadas
(Martín Andrade Rodrigué), los cofres, las ollas de barro,
los esqueletos de papel (familia Linares), los sombreros y el árbol
de la vida (Alfonso Castillo Orta). Los objetos vueltos obras de arte
subordinan su funcionalidad a otros valores: la estética y la técnica
con que fueron diseñados y realizados. La muestra intenta resaltar
este aspecto y estimula la familiaridad con una terminología precisa:
pastillaje, bruñido, engobe, policromado, vidriado, entre muchas
de las mencionadas y explicadas maneras de trabajar el barro, por ejemplo.
Hasta tal punto la entrada al museo despoja a las obras de sus referencias
de uso que nada se dice desus prácticas cotidianas, excepto el
nombre del artista y el lugar de origen. Quizás éste sea
un nuevo desafío que obligue a replantear nuevos cruces y conexiones
necesarios para un arte popular.
La sola alusión a una de las entidades organizadoras de la muestra
(junto con el Museo y la Embajada de México), Fomento Cultural
Banamex, aclara que ésta es una colección con historia,
corta pero rica. Hay que remontarse a 1995, cuando se lanza la primera
fase de selección de los artesanos más representativos en
las diversas especialidades en todos los estados mexicanos. Este primer
acercamiento ofrecía un premio en metálico y la compra de
piezas. La selección se basó en los materiales (barro, papel,
metales, fibras vegetales, piedra, textiles y madera) que se utilizan
como materias primas y esto se conserva en el marco de la colección,
recuperando obras realizadas en cada uno de estos rubros. Una segunda
fase se destinó al fomento de las actividades en los talleres,
el desarrollo de escuelas de artesanos y la inversión en la producción.
Esto fue lo que se tuvo en cuenta para empezar a cumplir con la última
etapa: transformar a los talleres en pequeñas empresas, aprovechando
que se han vuelto autogestivos y que pueden salir al mercado a comercializar
sus piezas y formar parte de un proceso que implica lo económico
pero que, al mismo tiempo, afirma que ni la modernización exige
abolir las tradiciones, ni el destino fatal de los grupos tradicionales
es quedar fuera de la modernización, como bien explica Néstor
García Canclini en su libro Culturas híbridas. Cabe aclarar
que, sin desconocer el carácter contradictorio que tienen los estímulos
del mercado y los organismos gubernamentales en el folklore, no se trata
de pensarlos como antagonistas sino en su mutua reciprocidad: entender
que la preservación de estas artes tiene razones culturales y que
su continuidad se da por el interés de artesanos, poetas y músicos
populares en mantener su herencia y renovarla, así como por los
intereses económicos y la supervivencia que significa la posibilidad
de difundir y comercializar estos bienes propios.
Atenta a todas estas elaboraciones pero sin perder su extraordinaria belleza
se erige esta muestra de grandes maestros. Heterogénea en sus piezas,
desde los vistosos colores y complicadas tramas a la simpleza y la monocromía,
ofrece una valoración unívoca que permite la síntesis
perfecta: en el rescate de lo popular también practicar su conocimiento.
La muestra permanecerá
abierta hasta el 30 de diciembre de martes a domingo de 14 a 19, Suipacha
1422.
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