¡Quédese
en Sátira para ver! Sí: ete, ete, ete e mi suplemento.
El consejo está clarito, cuando hay sol y cuando llueve,
bailemos con el gauchito, de Sátira nadie me mueveeeeeee...
A las doce, a las quince, a las dieciocho y las veintidós,
los seres civilizados, encendemos el televisooooooor...
Cincuenta años, lector, qué digo lector, querido televidente,
que a la derecha de su pantalla, señora, íbamos a
un corte y una quebrada y enseguida volvíamos, contestábamos:
¡Con seguridad!, dábamos en el blanco con
extracto de blanco, nos divertíamos y sonreíamos con
la Feria de la alegría, estábamos juntitos,
baubaubauba, juntitos, juntitos, baubaunauna, un hombre con su esposa,
cuatro hijos y hasta el tío solterón. También
éramos Pepe Curdeles (abogado, jurisconsulto, ladrón
de gallinas y manchapapeles), Narciso Bello y el gitanillo Pepe
Luis, o decíamos: ¡Cómo nos falló
el horóscopo!.
El flequillo era de Marrone y después fue de Balá,
mientras en los Titanes en el Ring, símbolo absoluto
de un país (nada era lo que parecía ser), al Mercenario
Joe no lo quería ni su padre ni su madre, pero Pepino era
un gran payaso, la Momia un luchador sordomudo, Tenembaum nos traía
los recuerdos de Israel, el Indio Comanche tenía dedos magnéticos,
Don Quijote y Sancho Panza iban en pos de la justicia, iban en pos
de la esperanza; era un fuerte el Coreano Sun, pegaba con karate
pero sin piedad y, por supuesto, el campeón mundial indiscutido
era Martín Karadagian. Aunque la posta siempre la tenía
Tato Bores.
Hijitus se convertía en Superhijitus gracias a su sombrero
sombreritus, pero antes, en El club de Anteojito y Antifaz,
¡te divertirás!, mientras Payasín, el muñeco
inventado por Don Polilla, competía con Tatín y Chiribín
por el público infantil, aunque la pandilla unanatú
tenía su público también. Elmer van Hess era
bueno, en cambio Frederik era un malo, y del Doctor Mortensen mejor
ni les hablo. Elmer volvió de la muerte, hizo un pacto con
los brujos, fue Drácula, sátiro, robot, y hasta hizo
de diversos nazis en El monstruo no ha muerto.
El Capitán Piluso era la cita a la hora de tomar la leche.
Desde afuera llegaban Gilligan, los Locos Adams, El Superagente
86 y ¡Santa Merienda, Batman!
Se polemizaba en el bar. Y Fidel no tenía barba sino nariz,
e inventaba cualquier cosa. Los domingos eran de mi ciudad, pero
después pasaron a ser de los colegios. Hubo Sótano
Beat, Alta Tensión y Música
en Libertad. Telenovelas. Y todo, todo eso, en blanco y negro,
sin control remoto, con estabilizador, o las agujas de tejer enganchadas
en una papa a la manera de antena. Los reality shows, los talk shows,
los politically correct shows, no existían. Ni videocasetes
había. Menos que menos, cable. Los sábados eran circulares,
continuados, de la bondad, pero siempre, siempre, tenían
superacción.
Estamos hablando de algunas, pocas, muy pocas cosas, lector, porque
es imposible resumir 50 años en cuatro páginas. Medio
siglo de grandezas y miserias. De ratings y afectos. De la CNN y
la guerra vista por tevé. Del fútbol y de la hinchada
cantando: OoOooó, qué papelón, están
bailando para la televisión. Del vivo y en directo,
del Chepibe, Leoncio, la palomita, Chipi, Petete, Calculín.
Y también de ahora, de Los Simpson, Seinfeld,
la corrupción vista desde la cámara oculta, los almuerzos,
los sorteos.
Con cariño y bronca, ya que no podía ser de otra manera
dada la contradicción en sí misma que es la tele,
va este suplemento sobre el medio siglo de la pantalla chica.
Hasta el sábado, lector.
Rudy
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