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VACACIONES DE INVIERNO II
Alta montaña y ruta del vino

Alturas mendocinas

Una excursión por los valles cordilleranos entre los gigantes de los Andes. Mini-treeking hasta la laguna congelada de Los Horcones, en medio de uno de los paisajes más espectaculares del mundo. El Aconcagua, el célebre Puente del Inca y el monumento al Cristo Redentor. Y un itinerario por la Ruta del Vino, donde si alguien se marea no es por la altura.

Por Julián Varsavsky

El Aconcagua disimula muy bien sus 6962 metros de altura. Al estar rodeado de montañas tan altas y amplísimos valles, se pierde la noción del tamaño y el espacio, y parece un cerro más. Los Andes mendocinos se asemejan a la cadena del Himalaya: la visión se acostumbra a observar enormes espacios vacíos limitados por montañas muy vastas de las cuales perdemos toda idea de su tamaño. Las abarcadoras miradas vagan en absoluta libertad por espacios infinitos que parecen ajenos a un mundo cotidiano que ha quedado muy abajo. Nos rodea una amplia soledad que es opuesta a la que nos oprime en la pequeñez de un cuarto, mientras el tiempo parece inmóvil en el instante posterior al que se levantaron estas montañas hace 50 millones de años.

Hacia las alturas Con la contemplación del Aconcagua culmina el primer tramo de la excursión a la Alta Montaña mendocina –la más famosa de la provincia– que continúa hacia Puente del Inca y llega hasta el Cristo Redentor. Aunque el trayecto no se inicia en Uspallata, puede decirse que después de pasar esa ciudad comienza la verdadera aproximación a los colosos de los Andes. Allí la Ruta 7 gira a la izquierda y nuestro vehículo se enfrenta al cordón cordillerano Del Plata. Al fondo se erige un cerro del mismo nombre que nos atrae con la magnética imponencia de sus 6300 metros exactos, cubiertos por un radiante manto de nieve.
El camino va en leve ascenso y la flora se limita a unos pastizales amarillos y arbustos aromáticos como la jarilla. Las montañas, desnudas de vegetación, exhiben los colores originales de los minerales que brotan de sus entrañas: el amarillo del azufre, el verde del cobre oxidado, el rojo de la arcilla y el violáceo del cobre con plata.
A la izquierda del camino, al fondo de una llanura pedregosa donde el río Mendoza se deshace en una maraña de hilos de agua, se perfila una meseta gris de paredes rectas. Tras la ventanilla del auto desfilan las antiguas estaciones muertas del desaparecido ferrocarril transandino, y manchones de nieve que resisten el sol a la orilla del camino.
El segundo gigante en aparecer es el Volcán Tupungato, que ostenta sus 6800 metros al final de un amplísimo valle, cubierto de ventisqueros en sus laderas. Un desvío de tierra nos conduce hasta el puesto de guardaparques del Parque Provincial Aconcagua. Allí comienza un minitreeking de 400 metros a través de suaves lomadas donde el árido terreno cobra inusitada vida gracias al brillo de la nieve acumulada en pequeños túmulos.
En el trayecto cruzamos arroyitos que se congelaron durante la noche y crujen al partirse cuando los pisamos. Más adelante aparece una laguna congelada de 20 metros de largo sobre la cual podemos caminar e incluso improvisar una práctica de patín sin patines. Finalmente arribamos al mirador de la Laguna Los Horcones –también congelada al pie de una gran montaña–, y de repente aparece el monarca de los valles mendocinos... el Aconcagua; un “centinela de piedra” en el idioma de los indios huarpes, que en los últimos doscientos años se ha cobrado la vida de cerca de cien andinistas. Reina un silencio sublime y estamos frente a la montaña más alta del continente, rodeada de otros colosos similares como
el Cerro Almacenes (5500 metros) y el Tolosa (5700 metros). En Mendoza estamos, indiscutiblemente, ante uno de los paisajes más espectaculares de la tierra.

El Puente del Inca El paso siguiente de esta excursión es un puente formado de manera natural hace millones de años, cuando un cerro se derrumbó sobre el río Cuevas. El río erosionó el suelo formando un cañón que, en un pequeño segmento, está techado por una extraña formación sedimentaria conocida como Puente del Inca (se dice que hasta aquí llegaba el gran imperio del Cuzco). Del suelo brotan aguas surgentes con minerales que cubren el puente de una extraña capa de sedimento que combina tonos amarillentos, blanquecinos, verdosos y anaranjados. En la parte de abajo del puente cuelgan centenares de estalactitas de hielo de hasta cuatro metros de largo, que se van cayendo a pedazos minuto a minuto para estrellarse contra las rocas o derretirse en el curso del río.
Justo debajo del puente hay una construcción abandonada que se asemeja a los restos de un edificio de piedra construido por los jesuitas. Sin embargo, se trata de los cuartos de baño termales del hotel Termas del Inca –edificado en 1905– que fuera arrasado por un mortífero aluvión de piedra y nieve en agosto de 1965, con los huéspedes adentro. Por estar debajo del puente, las salas de baño abandonadas perduraron en buen estado. Se llega descendiendo por una escalera de piedra, para ingresar en una galería al borde de un pequeño precipicio. Allí se recorren los cuartos con piletones llenos de agua caliente, donde quedan algunos azulejos en las paredes. Las humeantes aguas brotan a chorros en ciertos lugares e inundan todo el piso, cubriéndolo de un sedimento amarillo (conviene llevar zapatos de goma). Finalmente desembocamos justo debajo del puente, casi al acecho de las amenazantes estalactitas, donde todo el tiempo están cayendo grandes gotones de agua y trocitos de hielo.

El Cristo Redentor Ya casi al final del trayecto aparece junto a la ruta la villa fronteriza de Las Cuevas, erigida a 3151 metros sobre el nivel del mar, con sus pintorescas casas al estilo nórdico. Y por último, un sinuoso camino de tierra de nueve kilómetros conduce hasta el monumento al Cristo Redentor, esculpido por el artista argentino Mateo Alonso a 4000 metros de altura. Las posibilidades de llegar hasta el Cristo de seis toneladas son por cierto muy remotas, ya que el camino permanece tapado por la nieve la mayor parte del año. De modo que unos pocos afortunados llegan a leer personalmente, en pleno verano, una significativa placa que reza junto al Cristo: “Se desplomarán primero estas montañas antes de que chilenos y argentinos rompan la paz jurada al pie del Cristo Redentor”.

DATOS UTILES

Cómo moverse: La agencia de servicios turísticos Huentata realiza excursiones dentro de la provincia de Mendoza, entre ellas el circuito deAlta Montaña hasta Puente del Inca, por $ 28. También organizan excursiones a diversas bodegas ($ 13). Calle Las Heras 680 - Ciudad de Mendoza. Tel.:0261-4253108
E-mail: [email protected]
Sitio web: www.huentata.com.ar
Bodega López: calle Ozamis 375. Tel.:0261-4972406. Bodega La Rural (con su Museo del Vino): Montecaseros s/n. Tel.: 0261-4972013.
Dónde alojarse: La oferta mendocina es muy amplia, variada y en todas las categorías. Como referencia, puede mencionarse el Microtel Inn and Suites: la habitación doble cuesta $ 79. Tel.:261-4320503. E-mail: [email protected] El hotel Park Hyatt Mendoza acaba de ser inaugurado frente a la plaza Independencia (calle Chile 1124). Tel.:0261-4411234 www.mendoza.hyatt.com
Dónde informarse: Casa de Mendoza (Tel.:4371-7301). Subsecretaría de Turismo de Mendoza. Tel.:0261-4202800 www.turismo.mendoza.gov.ar

BODEGAS
¿Malbec, Cabernet Sauvignon o Sirah?

Paseos achispados

“El vino fluye rojo a lo largo de las generaciones como el río del tiempo y en el arduo camino nos prodiga su música, su fuego y sus leones.”
J. L. Borges.

Por J. V.

Para los amantes del vino visitar una bodega equivale a una especie de rito –con su correspondiente ceremonial– que ha dado origen al turismo vitivinícola, un verdadero culto al vino que cada vez cobra mayores adeptos en todo el mundo. Pero quienes no entienden nada sobre vinos encontrarán en los salones subterráneos de una bodega, un hermético mundo lleno de las complejidades y saberes acumulados a lo largo de la historia de la humanidad.
En Mendoza hay 552 bodegas, muchas de las cuales ofrecen visitas gratuitas de media hora donde uno se encuentra con grandes eminencias de la enología que transmiten parte de su saber (y seguramente esconden otro tanto). Lo primero que llama la atención al conversar con los expertos es la existencia de un léxico propio compuesto por términos como: sommelier,mosto, toneles (barriles de 99.000 litros que siempre están parados), cubas (barriles más pequeños que están acostados), barricas, chardonnay... palabras que desconcertarán a cualquier “lego”. Uno se entera también que nuestro país es un productor emblemático de vinos de las variedades malbec y cabernet sauvignon, y que existen verdaderas dinastías vitivinícolas con linaje centenario como la “famiglia” Bianchi, en la ciudad de San Rafael, o los López, dueños de una de las mayores bodegas de la capital mendocina.
Las eminencias enológas se forman mediante el artesanal sistema de transmisión del saber de padres a hijos, pero también existe un Centro de Licenciados en Enología de la República Argentina, cuyo presidente Aurelio Sesto puede dar cátedra sobre el arte de beber: “Al degustar un vino se debe llenar un tercio de la copa solamente. Siempre hay que tomarla de pie, observando el color, el brillo y la fluidez de la bebida... con un movimiento circular agite la copa, acerque bien la nariz e inhale el perfume del vino. Coloque en su boca un solo sorbo y concéntrese pensando que el vino está en contacto con las papilas gustativas. Muévalo dentro de la boca y luego déjelo pasar, y va a encontrar varias sensaciones de gusto y placer”.
Durante la recorrida por alguna bodega se observa todo el proceso de producción desde que los camiones vierten la uva en piletones donde se formará el mosto, pasando por la fermentación y el reposo en grandes toneles, hasta el envasado y el empaque. La visita recorre grandes galpones en penumbras donde los tintos de la última cosecha reposan por dos años en toneles de roble francés de doce metros de altura, que despiden una agradable fragancia a madera y vino.
En el barrio de Maipú, en las afueras de la capital mendocina, está una de las bodegas más tradicionales, y al mismo tiempo tecnologizada: las bodegas López, cuya visita suele combinarse con el Museo del Vino de la Bodega La Rural. Allí se ilustra con herramientas verdaderas la historia vitivinícola del país, partiendo de las vasijas de roble y los adoquines de madera de quebracho que cubrían el piso de las bodegas en el siglo XIX. También está representada la época colonial, cuando el proceso de molienda se realizaba sobre lagares de cuero de vaca, y la fermentación ocurría en recipientes de cerámica. Y además hay una asombrosa colección de imaginería católica del Cuyo compuesta por centenares de Cristos y Vírgenes, algunos con más de 200 años de antigüedad.
Al final del periplo por este mundo de colores y aromas, el guía ha alimentado a tal punto nuestro deseo que ya no vemos la hora de llegar al bar de degustación. Toda bodega que se precie tiene un bar lujosamente preparado para el ritual del vino, equipado con un elegante recipiente plateado para que los degustadores profesionales escupan el vino y evitar así que terminen ebrios. Se dice que el mes de julio es ideal para degustar vinos blancos, ya que es a fines de junio cuando está terminada la producción de esta variedad cada temporada. Según los enólogos el vino blanco goza de un sabor “increíble” dentro de las cuatro o cinco semanas de ser envasado (este período se lo conoce como “heurigen wein” en la jerga vitivinícola).
Para muchos viajeros –incluso llegados de Europa y Estados Unidos–, esta es la culminación de una experiencia similar a un peregrinaje que los ha sumido en una especie de éxtasis imposible de entender para los abstemios. Y para otros, este será un ritual de iniciación después del cual ya no se volverá a descorchar una botella de la misma manera, ni se llevará la copa a los labios con la misma ligereza.