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ALEMANIA
La ciudad de Potsdam

Esplendor prusiano

En ningún otro lugar de Alemania puede apreciarse como en Potsdam la arquitectura y el arte de los siglos XVIII y XIX.

Asiento de suntuosos palacios y parques de los reyes de Prusia, sede de la histórica conferencia aliada tras la Segunda Guerra Mundial, Potsdam es, desde 1991, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Una ciudad cuyo espíritu está ligado al militarismo y al orden pero también al refinamiento, al arte y a la belleza.

Texto: Francisco Olaso
Fotos: Focus

Durante su primera residencia berlinesa, de la que partiría al exilio debido a la persecución nazi, Bertolt Brecht escribió un poema que se llama “Hacia Potsdam bajo los robles”. Y es que, yendo a los orígenes, el primer nombre del que se tiene noticia en el lugar, Poztupimi, significa en lengua eslava “Bajo los robles”. Ya en los siglos VIII y IX se detalla la existencia de un fuerte eslavo en la desembocadura del río Havel. Tres siglos más tarde, junto con la expansión feudal de los germanos, el cristianismo hace pie en la zona. La ciudad adquiere su derecho como tal en 1345, antes que su vecina Berlín, distante a sólo 20 kilómetros. Y su muralla perimetral con fosa en el siglo XVI, poco antes de adoptar la religión protestante. En la Guerra de los Treinta Años, comenzada en 1618, Potsdam es saqueada y devastada. Ida la guerra, llega la peste, diezmando todavía más a la población. Sin embargo, en 1660, el gran elector Federico Guillermo adopta este verde poblado como segunda residencia. Hace construir un palacio y plantar árboles exóticos. Bajo su mandato llegan consejeros de la por entonces muy desarrollada Holanda, donde él mismo ha estudiado. También hugonotes franceses, perseguidos en su patria por su adhesión al protestantismo, y acogidos aquí, con liberalidad pragmática, para producir manufacturas.

La cuna del militarismo El hijo del gran elector, Federico I, es el primer rey de Prusia. Y su hijo, Federico Guillermo I, el primero en mudar su residencia de Berlín a Potsdam, desde donde exacerba la tradición militar prusiana. El así llamado “rey soldado” convierte el jardín de recreo en plaza de ejercicios militares y la Orangerie en Campo de Marte. En toda Europa no hay ejército que pueda equiparase al suyo, formado por 83.000 hombres. Sus soldados son su orgullo, su desvelo, y por eso mismo deben pagar cada falta con castigos draconianos. A Potsdam, convertida en plaza militar, guarnición y fábrica de armas, se la conoce como la Esparta del Norte. Se construye la iglesia de Nikolai y el barrio holandés, que en la actualidad es una de la atracciones más visitadas.
El “Rey-soldado” le da a su hijo Federico una educación militarista y severa, basada en el orden, la disciplina y el aseo personal. Pero a este joven sensible sólo le interesa hablar francés, tocar la flauta traversa y escribir poemas. El padre lo encierra en una fortaleza, lo obliga a presenciar la ejecución de sus algunos de su camaradas, le cede el palacio de Rheinsberg recién cuando se casa con quien debe. A Federico, sin embargo, no le simpatizan las mujeres. Y esto se evidencia sin rodeos cuando, al convertirse en 1740 en Federico II de Prusia, destierra a la suya a Baja Schönhausen. Muy pronto Federico II se muestra como un cínico hombre de poder. Perfecciona al ejército como maquinaria bélica, marcha a la Guerra de los Siete Años, ratifica a Prusia en su poder militar anexando Silesia. La admiración y el temor le van forjando el nombre con que la historia lo conoce. El sensible joven asediado por las musas es ahora Federico el Grande.
El rey, a quien le gusta verse como filósofo, convierte Prusia en el primer estado de derecho europeo. Suprime la tortura e implanta la libertad de culto. Desarrolla la industria textil y la cervecería. Para sí mismo se hace construir en Potsdam el palacio de Sans Souci, que ocupa como residencia. En estilo rococó, el palacio tiene suntuosas recámaras y una galería de pinturas con su colección privada, donde hoy pueden verse cuadros de Rubens, van Dyck y el Caravaggio. La sala de mármol es el ambiente más íntimo y la biblioteca el más privado. Gran amigo de las artes, el rey preside tertulias en las que toca la flauta. Voltaire reside en Sans Souci tres temporadas, como su maestro de poética y retórica. Aquí pasa el rey en soledad sus últimos años. Su tumba, vigilada de cerca por las efigies de seis emperadores romanos, entre los que no faltan Nerón ni Calígula, es descanso también de sus once perros, a los que les hablaba sólo en francés.

Fuentes, lagos, estatuas en Sans Souci, el palacio de Federico el Grande.

Amores prusianos “Ninguna mujer es fea cuando se brinda tal como es”, es el lema de su sobrino y sucesor Federico Guillermo II. Y es que su fuerte no es la política ni la guerra, sino los amoríos, que encarnan una buena dosis de ambas cosas. Al monarca le repugna el mundo rococó de su antecesor. Al otro lado de la ciudad, en lo que será el Nuevo Jardín, se hace construir el Palacio de Mármol, de acuerdo a los cánones del romanticismo. Prusia entra en una etapa de ostracismo bélico, en un mundo palaciego y reposado que sufrirá un duro revés entre 1806 y 1808, cuando las tropas de Napoleón toman la ciudad. La corte prusiana escapa. Las contribuciones de guerra dejan a Potsdam al borde de la ruina. Prusia es reformada como el Estado más moderno de Europa. Se libera a los campesinos, se equipara la nobleza a la ciudadanía, se suprimen los castigos corporales y se produce la emancipación de los judíos. Las ciudades tienen derecho a administrarse por sí mismas. Tras la restauración de 1815, Federico Guillermo III contrata al arquitecto Karl Friedrich Schinkel y al jardinero paisajista Peter Joseph Lenné, quien se encarga de embellecer los parques y los alrededores de Potsdam. En el parque de Sans Souci, reformado por Lenné al estilo inglés, Schinkel proyecta los Baños romanos, con faunos, relieves y frescos que recuerdan los de Pompeya, y el palacio de Charlottenhof, donde a partir de 1827 se suceden las estancias del naturalista Alexander von Humboldt.
Sans Souci es una interminable caja de sorpresas. En sus paseos, surcados por mansos lagos, se respira un aire que huele a castaños e invita a la contemplación. La vista descubre estatuas y fuentes, cuando no directamente templos o palacios. El de la Orangerie, donde durante el invierno se protegían los naranjos, dispone hoy de una sala con reproducciones de Rafael. Bajando sus escalinatas, adentrándose en el parque, se encuentra la Casa de Té. Guarecida por dorados mandarines chinos, que brillan entre dragones, poetas y músicos, en la actualidad exhibe una colección de porcelanas del siglo XVIII.

Monumentos y majestuosidad prusiana en las calles de Potsdam.

El espíritu de Potsdam No muy lejos está el Palacio Nuevo, una obra imponente, hecha a la medida de Federico el Grande, con sus 240 metros de frente, sus ventanas orladas en oro, su sala de espejos y sus paredes revestidas de caracoles exóticos. El rey, quien tanto se inmiscuyó en los planos que forzó la huida del primer arquitecto, catalogó la obra como una fanfarronada. Aquí residirá Guillermo II, el último emperador alemán. El primero había sido Guillermo I, quien en 1871, al fundarse el Estado de Alemania, debe dejar su reinado para acceder a un título un poco más terreno. Desde su residencia en el Palacio Nuevo, Guillermo II firma, en julio de 1914, la declaración de guerra a Francia y Rusia. Cuatro años más tarde, la derrota lo obliga a abdicar, comenzando de este modo la República de Weimar. Se avecina la hiperinflación de los años ‘20. En las calles brotan los camisas pardas. Alguna vez Federico el Grande había dicho que Prusia se había construido desde Potsdam. Ahora es Hitler quien invoca el .espíritu de Potsdam., a la hora de legitimar su ambición expansionista. Este espíritu marcial -.al que el sacrificio humano pronto se le ofrendará en escala inédita-. se alimenta a la vez de ritos. Göring imparte desde aquí la orden que marca la entrada en combate de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial.

Escombros Cuando la guerra empieza a definirse en su propia tierra, los El magnífico pabellón restaurado de uno de los palacios de los reyes de Prusia. alemanes ruegan en secreto por poder rendirse ante los norteamericanos. La gozosa ferocidad de sus crímenes en suelo ruso, se ha convertido en terror abisal a la revancha. En Potsdam no tendrán suerte. El 30 de abril del ‘45, quince días después del bombardeo británico, el Ejército Rojo toma la ciudad, tras cruentos combates. Dos meses más tarde, no habiendo lugares disponibles en la destruida Berlín, los aliados realizan la Conferencia de Potsdam en el palacio de Cecilienhof, el último en construirse, en estilo inglés, entre 1914 y 1917. A la conferencia asisten Harry Truman, JosefStalin, Juli Attlee y Winston Churchil. Se decide la división de Alemania en cuatro zonas, bajo el mando de la respectivas fuerzas de ocupación norteamericana, rusa, francesa y británica. Potsdam, separada de Berlín occidental apenas por el río Havel, queda bajo dominio soviético, junto al resto de lo que será, a partir de 1948, la República Democrática Alemana.
A los ojos de la nueva autoridad son los palacios e iglesias símbolos de un poder decrépito y derrotado. Muchas fachadas recuperables son tiradas abajo. Lo mismo que el Palacio de la Ciudad y la Iglesia Garnisson. A la tenacidad del historiador de arte ruso Jewgenij Ludschuweit hay que agradecerle que el Palacio de Sans Souci no sea dinamitado. Tras la caída del Muro, ha comenzado un largo proceso de restauración, completado ya en varios palacios, en el barrio holandés y la antigua ciudad barroca. En 1991 la Unesco declara el conjunto arquitectónico patrimonio cultural de la humanidad. Potsdam brilla entre las huellas de poderes insepultos. El olvido ahora se encarga con esmero de otras páginas. Sitios como el antiguo centro de esparcimiento de la oficialidad soviética, corroído y cuadradote, con despintadas leyendas en ruso y ni un solo vidrio sano, sigue presidido desde el bronce por un Lenin vigoroso, sonriente, a punto de quitarse el saco, como quien acaba de llegar.