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LA PROSTITUCION HOMOSEXUAL Y
“EL NEGOCIO DEL DESEO” EN UN TEXTO DE NESTOR PERLONGHER
“A esas argucias recurre el goce, a esos rodeos”

Página/12 rescata un texto del poeta e investigador Néstor Perlongher, donde el examen de la prostitución masculina es un eje para entender la �convertibilidad de los cuerpos� en las sociedades contemporáneas.

Sordidez: El matiz de sordidez de la prostitución homosexual está en disimular, bajo la excusa de la moneda, la naturaleza de la pulsión cuya desublimación se remunera.

Néstor Perlongher, autor del poema �Cadáveres� y de la investigación �O negocio do miché�. Murió en San Pablo, en 1992.

Por Néstor Perlongher*

La tendencia de los adolescentes a enredarse en pasiones homoeróticas se integra en la mejor tradición occidental: la relación entre un efebo y un amante adulto constituía el prototipo de amor entre los griegos. No necesariamente, empero, ha estado recubierta de onerosas excusas.
Por el contrario, según Lyotard, para los griegos, la verdadera prostitución pasaba por la consumación del coito heterosexual con sus legítimas esposas: “Lejos de reservar su semen a la matriz hembra y así pues a la propagación de la especie, los pederastas pitagóricos hacen un reparto. Fecundarán a sus mujeres, lo cual será más que el precio a pagar para construir la ciudad de jóvenes gentes a educar, armar, introducir y anudar en el círculo homosexual. Una parte del esperma para la propagación, otra parte para el comercio viril. Curiosamente, dan la vuelta a los términos de un dispositivo que uno podría creer natural: cuando se acuestan con sus mujeres es cuando se prostituyen”. (1)
En la polis helénica, el precio de la belleza no es sólo el dinero, sino también la sabiduría –en consonancia con el papel pedagógico del pederasta. Dice Sócrates a su amado Alcibíades: “... al quererte unir a mí y cambiar tu belleza (del cuerpo) por la mía (de la mente), me parece que comprendes muy bien tus intereses, porque en vez de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre para recibir oro”. (2)
Cabría, conforme Heródoto, a los lidios extender el mercado, entregando sus hijas a la prostitución.
Cuando un adolescente de nuestros días huye de –o es abandonado por– su familia para vender sus encantos a clientes homosexuales, se puede percibir en su escapada de la normalidad heterosexual no sólo un lejano eco de aquella desenfadada misoginia sino también un incidente de la resistencia de las poblaciones al modelo de genitalidad impuesto a partir del judeocristianismo. Emergencia del “polimorfismo perverso” que, inscripta en la memoria inconsciente, en la ontogénesis freudiana, arroja, al volcarse en los rituales del intercambio social, la contrahecha figura del prostituto –personaje que hace su negocio a la sombra de la marginalidad en que nuestra civilización ha confinado a la homosexualidad–.
Lo que confiere ese característico matiz de sordidez a la prostitución homosexual contemporánea (3) no es tanto la utilización indisimulada del dinero –inscripta en la convertibilidad generalizada de los cuerpos, de sus acciones y de sus pasiones propia de la era industrial– cuanto la pretensión de disimular, bajo la excusa de la moneda, la naturaleza de la pulsión cuya desublimación se remunera. Pretensión que se manifiesta en la renuncia de gran parte –ya que no de la totalidad– de los sujetos, que aducen restringir su participación en el contrato homosexual –sea o no paga– al rol “activo” (penetrador anal o pasivo del felator), a calificar de homosexuales sus propias conductas, reservando para sus partenaires los beneficios de esta categoría –siendo esta discriminación semántica, por otra parte, popularmente aceptada–.
La relativa juventud del concepto de homosexualidad –acuñado a mediados del siglo XIX en sustitución del más arcaico, y quizás más abarcador, de sodomía– puede ayudar a entender, desde el punto de vista histórico, la firmeza de tales convicciones. El proceso que Foucault denomina “psiquiatrización del placer perverso” (4) es relativamente reciente: este nuevo dispositivo viene a sumarse –y, en última instancia, a desplazar– a las condenaciones más antiguas que etiquetaban de “pecado” y “delito” a las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. En un sentido más amplio, la reprobación social de la homosexualidad manifiesta expresa, más que un cese de la misoginia, una mudanza en el carácter de su institucionalización: mientras que nuestros padres griegos exaltaban públicamente las expansiones pederásticas, el corte judeocristiano ha de relegarlas a la latencia. Es la sublimación de la libido de contenido homosexual lo que posibilita el funcionamiento de las instituciones masculinas. (5)
Pero la bisexualidad constitucional no es una mera especulación freudiana: los investigadores sociales tropiezan con ella cuando tratan de cuantificar la proporción de homosexuales en un universo estadístico. Kinsey, en su ya clásico Informe, elabora un continuo homosexualidad-heterosexualidad de seis escalas; conforme a él, un cincuenta por ciento de la población masculina, en los Estados Unidos de la década del 50 (en pleno macartismo), habría participado en relaciones homosexuales orgiásticas.
Ello es decir: la práctica de la homosexualidad no se reduce a los estereotipos de peluqueros, bailarines o modistos: los llamamos “homosexuales manifiestos” –y aun los que reconocen sólo privadamente sus inclinaciones homofílicas– no constituyen sino la punta de un gigantesco iceberg, en cuya área hundida se reclutan los practicantes de la forma de prostitución que estudiamos; éstos, a su vez, son una subespecie de una categoría mucho más amplia, integrada por hombres –despectivamente conocidos por “chongos” en el argot del ambiente– que se dedican, más o menos gratuitamente, a los regocijos de la perversión, sin dejar de blandir los estandartes de la masculinidad y la heterosexualidad.
Entre la adhesión incondicional a los padrones de la heterosexualidad unívoca y la entrega a los laberínticos ghettos de la inversión (la “asunción de la homosexualidad”), la prostitución del taxi boy no constituye sino una vía intermedia, a la que tanto la fragilidad de las apoyaturas psicológicas –el abandono familiar– como la endeblez de los sustentos materiales –la miseria– facilitan el acceso. Desgracias que suelen darse la mano para conducir al joven desprovisto a las fauces de los pederastas –que el imaginario social viste con la bata de cola de la lujuria y la opulencia–.
Ninguna familia, sin embargo, por más pulcra que sea en el tallado de los códigos, está exenta de que su hijo aproveche un paseo (¿esquizo?) (6) por el centro para hacerse, coito mediante, de unos pesos. Prostitución circunstancial que, mirada a la luz de la “inversión ocasional” de los presos y marineros –categorizada por Freud en Una teoría sexual (7)–, descubre los intranquilizadores relampagueos del polimorfismo perverso, de la autonomía de la pulsión respecto del objeto, variante callejera de la perversión a la que un reparo –un “detalle falso”, en la fantasmagoría genetiana de El balcón (8)– suele ornar: la preservación por parte del prostituto, del prototipo gestual de –la escenificación socialmente marcada– la virilidad.
A diferencia del varón afeminado y/o travestido, que cobra al macho por su artificiosa representación de la femineidad –a la que no son ajenas las turbadoras turgencias del fetiche–, el prostituto viril –vulgarmente llamado taxi boy o “busca” en la Argentina, “miché” en Brasil, “chapero” en España, “hustler” en Nueva York– no abandona la cadena ritual de la masculinidad. Lejos de ello, funcionará como baluarte de su exaltación: el cobro, la regla de la prescindencia afectiva –no llegará a decirles “te amo” a sus clientes–, la preservación de un código ideológico “machista” sancionado por el medio –que inferioriza al homosexual “pasivo”–. Pasividad que, alusiva al rol físico de penetrado, resulta paradójica en lo interrelacional, ya que el cliente es el que por costumbre general toma la iniciativa y “conduce”, por así decir, las alternativas del ensamble.
La distancia –estimulada a veces por el tabuamiento de ciertas zonas, como el ano y la boca, tesoros que el prostituto profesional sabrá donar a cambio de apetecibles ofertas– resulta decisiva para la consumación de esta liaison, en que la conservación de los atributos masculinos no sólo salvaguarda al prostituto de caer en las garras de la homosexualidad “vocacional” (“yo lo hago por interés y no por vicio”, advierte airadamente un taxi boy entrevistado), sino que le da sentido al trato. Es, precisamente, más allá de su belleza y su juventud (la edad de ejercicio de la profesión oscila entre los 15 a los 25 años), su postura –su representación de la masculinidad prototípicamente heterosexual en una relación homosexual– lo que se abona.
El muchacho cobraría el hecho de rebajarse a la homosexualidad –exorcizada, maldita– cuando está socialmente investido del oficio de penetrador de hembras, sin mella en ese digno sacerdocio. El cliente pagaría por extraer de la cadena de la sexualidad procreadora un garañón entrenado para la reproducción, que desviará sobre su cuerpo la potencia de su estirpe.
Todo este dispositivo funcionaría transparentemente, si no estuviera pringado por la pasión. “No se puede repetir todos los días algo que uno cree un simple juego amoroso, sin acabar tomándoselo en serio” (9). La peligrosidad de la profesión de prostituto estriba en que se está siempre jugando a la compraventa con valores demasiado sagrados –sujetos al deslizamiento de una caricia sobre la piel–. Si estos muchachos recurren al artilugio de la paga y la exacerbación de la virilidad, no es tan sólo para encantar a sus partenaires: sino también porque, quizás, no podrían tolerar de otra manera la emergencia de sus pulsiones homoeróticas. Estas, reprimidas (dispositivo monetario sexual mediante: “un machismo asombroso y contradictorio, donde el macho valoriza su cuerpo de cara a otros hombres” (10) en el acto mismo de su descarga –“donde el macho se acuesta con gente de su mismo sexo, pero niega ser homosexual”–) (11), están tan al alcance de la conciencia que, a veces, ni la más intransigente ideología machista puede disfrazar la verdad de ese goce.
La precariedad de las imágenes torna al taxi boy proclive al brote, a la agresión, al insulto, al robo, al chantaje, haciendo uso del lugar de chivo emisario a que el aparato social condena a los homosexuales. Episodios como el asesinato de Pasolini, en 1975, muestran la disponibilidad de estos prostitutos para convertirse en agentes terroristas de una ley a costa de cuya transgresión viven.
De todas maneras no es necesario ser un taxi boy para ejercer esos desmanes, amparados por un prejuicio social vastamente anclado. Y cargar demasiado las tintas respecto de la violencia de amores marginales puede no constituir sino un disfraz de ese prejuicio. Ni tan víctima, ni tan verdugo: el “hustler” o buscón, observa W. Churchill, “no es por lo general una persona depravada. Puede que cometa uno que otro delito insignificante o que ‘afane’ (robe) a su cliente, pero de ordinario, se sujeta a ciertas reglas de conducta que constituyen el reglamento de sus actividades comerciales” (12). Desde otro ángulo. Hocquenghem detecta “las secretas complicidades de los pederastas con relación a los canallas que los agreden...”, pero advierte que “... esa complicidad no es reductible al miedo o a la admiración masoquista y sí debida a la historia y a la concepción de la homosexualidad como delincuencia” (13). Más allá de estos arrebatos de terrorismo sexual –que el sexismo latinoamericano parece alentar–, lo cierto es que nuestros muchachos, independientemente de su grado de profesionalidad, están siempre listos para toparse con un homosexual y exigir una paga. Fantasía esta última que no necesariamente se satisface, pero en la que se lee la adscripción de la homosexualidad al lugar del derroche, de la suntuosidad, del lujo. La homosexualidad no produce –ni reproduce– nada; por consiguiente un homosexual debe ser rico. En algún lugar de la imaginería social, la homosexualidad es siempre una fiesta: derroche de semen, derroche de dinero, derroche de flujos libidinales económicos.
Y en estas fiestas lo que se paga es el impuesto. El whisky que se derrama a raudales en el bulín, el billetito arrollado en la almohada –en el mejor estilo de prostituta tímida del 20– o hasta el encendedor hurtado en un desliz alcanzan justamente para pagar el precio de la culpa. Absolución por el dinero en la que el pagador también lava, a los ojos del pagado, su culpa: indulgencia que la Reforma no alcanzó a desterrar.
El capital confunde todo: libidiniza los dineros, monetariza las pasiones –pero también demarca territorios, más o menos fronterizos, en donde los marginales reiteran, en una representación que no por grotesca deja de ser virtual, los rituales de la normalidad–.
Al soltar los flujos de la producción, al volcar indiscriminadamente todos los bienes –cualesquiera ellos sean– al mercado, el capital socava, incluso a pesar (¿en contra?) de sí mismo, los viejos cánones prohibicionistas de que hace uso para sustentar su dominio. Por imperio de la ley de la ganancia –del principio de rendimiento marcusiano (14)–, los varones lanzan sus sexos –reservados en principio sólo para la heterosexualidad– al mercado de la prostitución homosexual: pero no venden su alma: ya que su apego a los paradigmas de la masculinidad les permite –o eso es, al menos, lo que se cree– alquilar sólo sus cuerpos.
La familia que –las veces que existe– los ha socializado, achatada en lo educativo por el sobredimensionamiento del Estado, desvalorizada en lo económico por la “libertad de trabajo” –sobrevive enfeudada en su nueva funcionalidad de custodia del orden moral incapaz de impedir que, al emerger, en la adolescencia, de la mónada familiar, los muchachos se vean arrojados al mercado callejero del sexo, objetos de una demanda que los reclama y les retribuye. La virilidad –y no tanto la virilidad cuanto su impostación, su caricatura– devela su valor de cambio. El dinero, al fetichizarla, la resguarda in extremis, de anularla en el círculo vicioso de las pasiones perversas.
Esta valorización parece (o, antes bien, pretende) disipar –pero sólo a los efectos de tornarlas bienes intercambiables, de integrarlas al circuito mercantil y sus leyes de oferta y demanda– las pasiones cuya eclosión se contabiliza. Así, lo que tradicionalmente solía ser, en nuestras sociedades, el modo de iniciación –y práctica– sexual de los adolescentes, tiende a convertirse, a medida que la nueva culturización avanza, en un negocio. Cabría aventurar una hipótesis: hasta qué punto el deterioro de las antiguas localizaciones –relacionales– no derivaría en la proliferación –convertibilidad generalizada mediante– de los contactos-síntomas embrionarios del estallido del ghetto.
Pero volvamos a los griegos: la pederastía –que ellos tanto enaltecieron– parece haber perdido sus honores, pero no su vigencia: es preciso, aun bajo los disfraces arteros, reconocerla. La indiferencia –o aun el odio– del prostituto hacia el cliente contrasta vivamente con la abierta devoción de los amantes de la Hélade. Pero ambos contratos son, en el fondo, igualmente perversos; sólo que la ilusión de la ganancia segmenta –fragmenta, parcializa– objetos de la cadena de la normalidad seriada y los anima a restregarse (abriendo un paréntesis en la muralla del pecado) contra una boca que no debiera hablar sino el idioma de los fajos, contra un hueco. A esas argucias recurre el goce, a esos rodeos.

(1) Lyotard, Jean François, Economía libidinal, Saltés, Madrid, 1979.
(2) Platón, Diálogos, “El banquete, o Del amor”, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1966.
(3) Para una descripción del fenómeno, remito a mi trabajo “Incidencia del abandono familiar en la prostitución homosexual masculina”, en La familia abandónica y sus consecuencias (en colaboración con Sergio Pérez Alvarez y Ramón Sal Llarguez), Eudeba-CEA.
(4) Foucault, Michel, Historia de la sexualidad, Siglo XXI, México, 1977.
(5) Freud, Sigmund, Psicología de las masas y análisis del yo, Obras completas, Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1974.
(6) Sobre la aplicación del concepto deleuziano de “paseo esquizo” al deambuleo homosexual, véase: Hocquenghem, Guy, Homosexualidad y sociedad represiva, Granica, Buenos Aires, 1974.
(7) Freud, Sigmund, Una teoría sexual.
(8) Genet, Jean, El balcón, Losada, Buenos Aires, 1975.
(9) Genet, Jean, Querelle de Brest, Debate, Madrid, 1979.(10) Fernández, Juanjo: “Chaperos-Marginación de la marginación, revolución en la Revolución”, en Ajoblanco Nº 30, Barcelona, 1978.
(11) Fernández, Juanjo, artículo citado.
(12) Churchill, Wainwright, Comportamiento homosexual entre varones, Grijalbo, México, 1969.
(13) Hocquenghem, Guy, A Contestaçao Homosexual, Brasiliense, Sao Paulo, 1980.
(14) Marcuse, Herbert, Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona, 1968.

* Texto completo del trabajo “Prostitución homosexual: el negocio del deseo”, publicado originariamente en la Revista de Psicología de Tucumán, San Miguel de Tucumán, diciembre de 1981.

 

El rescate de un texto perdido

A lo largo de 1981, Néstor Perlongher publicó tres trabajos en la Revista de Psicología de Tucumán. El que hoy se rescata constituyó su primera publicación sobre el tema que desarrollaría en su libro La prostitución masculina (ed. De la Urraca, 1992). El texto de 1981 merece aparecer en esta página por varias razones: la expectativa de publicarlo en una revista de psicología llevó al autor a prestar especial atención a los efectos subjetivos del tema examinado. Su trabajo comenta la teoría psicoanalítica de la sexualidad infantil y el correlativo concepto de pulsión, y tematiza la sublimación como factor que actúa en la génesis de las instituciones sociales, pero a su vez está sujeto a la historia colectiva.
La concepción de Perlongher sobre los efectos subjetivos de lo que hoy suele llamarse globalización, o primacía de los mercados capitalistas, debe estimarse en su lucidez y su anticipación. Además, este texto del autor de Cadáveres, escrito en plena dictadura militar y oculto en una revista científica, es también un silencioso grito libertario.
Finalmente, y como en todos los trabajos de investigación de Perlongher, su poesía –que está entre las más altas del siglo XX– se asoma en cada vuelta del texto.

 

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