Por
Néstor Perlongher*
La tendencia de los adolescentes a enredarse en pasiones homoeróticas
se integra en la mejor tradición occidental: la relación
entre un efebo y un amante adulto constituía el prototipo de amor
entre los griegos. No necesariamente, empero, ha estado recubierta de
onerosas excusas.
Por el contrario, según Lyotard, para los griegos, la verdadera
prostitución pasaba por la consumación del coito heterosexual
con sus legítimas esposas: Lejos de reservar su semen a la
matriz hembra y así pues a la propagación de la especie,
los pederastas pitagóricos hacen un reparto. Fecundarán
a sus mujeres, lo cual será más que el precio a pagar para
construir la ciudad de jóvenes gentes a educar, armar, introducir
y anudar en el círculo homosexual. Una parte del esperma para la
propagación, otra parte para el comercio viril. Curiosamente, dan
la vuelta a los términos de un dispositivo que uno podría
creer natural: cuando se acuestan con sus mujeres es cuando se prostituyen.
(1)
En la polis helénica, el precio de la belleza no es sólo
el dinero, sino también la sabiduría en consonancia
con el papel pedagógico del pederasta. Dice Sócrates a su
amado Alcibíades: ... al quererte unir a mí y cambiar
tu belleza (del cuerpo) por la mía (de la mente), me parece que
comprendes muy bien tus intereses, porque en vez de la apariencia de lo
bello quieres adquirir la realidad y darme cobre para recibir oro.
(2)
Cabría, conforme Heródoto, a los lidios extender el mercado,
entregando sus hijas a la prostitución.
Cuando un adolescente de nuestros días huye de o es abandonado
por su familia para vender sus encantos a clientes homosexuales,
se puede percibir en su escapada de la normalidad heterosexual no sólo
un lejano eco de aquella desenfadada misoginia sino también un
incidente de la resistencia de las poblaciones al modelo de genitalidad
impuesto a partir del judeocristianismo. Emergencia del polimorfismo
perverso que, inscripta en la memoria inconsciente, en la ontogénesis
freudiana, arroja, al volcarse en los rituales del intercambio social,
la contrahecha figura del prostituto personaje que hace su negocio
a la sombra de la marginalidad en que nuestra civilización ha confinado
a la homosexualidad.
Lo que confiere ese característico matiz de sordidez a la prostitución
homosexual contemporánea (3) no es tanto la utilización
indisimulada del dinero inscripta en la convertibilidad generalizada
de los cuerpos, de sus acciones y de sus pasiones propia de la era industrial
cuanto la pretensión de disimular, bajo la excusa de la moneda,
la naturaleza de la pulsión cuya desublimación se remunera.
Pretensión que se manifiesta en la renuncia de gran parte ya
que no de la totalidad de los sujetos, que aducen restringir su
participación en el contrato homosexual sea o no paga
al rol activo (penetrador anal o pasivo del felator), a calificar
de homosexuales sus propias conductas, reservando para sus partenaires
los beneficios de esta categoría siendo esta discriminación
semántica, por otra parte, popularmente aceptada.
La relativa juventud del concepto de homosexualidad acuñado
a mediados del siglo XIX en sustitución del más arcaico,
y quizás más abarcador, de sodomía puede ayudar
a entender, desde el punto de vista histórico, la firmeza de tales
convicciones. El proceso que Foucault denomina psiquiatrización
del placer perverso (4) es relativamente reciente: este nuevo dispositivo
viene a sumarse y, en última instancia, a desplazar
a las condenaciones más antiguas que etiquetaban de pecado
y delito a las relaciones sexuales entre personas del mismo
sexo. En un sentido más amplio, la reprobación social de
la homosexualidad manifiesta expresa, más que un cese de la misoginia,
una mudanza en el carácter de su institucionalización: mientras
que nuestros padres griegos exaltaban públicamente las expansiones
pederásticas, el corte judeocristiano ha de relegarlas a la latencia.
Es la sublimación de la libido de contenido homosexual lo que posibilita
el funcionamiento de las instituciones masculinas. (5)
Pero la bisexualidad constitucional no es una mera especulación
freudiana: los investigadores sociales tropiezan con ella cuando tratan
de cuantificar la proporción de homosexuales en un universo estadístico.
Kinsey, en su ya clásico Informe, elabora un continuo homosexualidad-heterosexualidad
de seis escalas; conforme a él, un cincuenta por ciento de la población
masculina, en los Estados Unidos de la década del 50 (en pleno
macartismo), habría participado en relaciones homosexuales orgiásticas.
Ello es decir: la práctica de la homosexualidad no se reduce a
los estereotipos de peluqueros, bailarines o modistos: los llamamos homosexuales
manifiestos y aun los que reconocen sólo privadamente
sus inclinaciones homofílicas no constituyen sino la punta
de un gigantesco iceberg, en cuya área hundida se reclutan los
practicantes de la forma de prostitución que estudiamos; éstos,
a su vez, son una subespecie de una categoría mucho más
amplia, integrada por hombres despectivamente conocidos por chongos
en el argot del ambiente que se dedican, más o menos gratuitamente,
a los regocijos de la perversión, sin dejar de blandir los estandartes
de la masculinidad y la heterosexualidad.
Entre la adhesión incondicional a los padrones de la heterosexualidad
unívoca y la entrega a los laberínticos ghettos de la inversión
(la asunción de la homosexualidad), la prostitución
del taxi boy no constituye sino una vía intermedia, a la que tanto
la fragilidad de las apoyaturas psicológicas el abandono
familiar como la endeblez de los sustentos materiales la miseria
facilitan el acceso. Desgracias que suelen darse la mano para conducir
al joven desprovisto a las fauces de los pederastas que el imaginario
social viste con la bata de cola de la lujuria y la opulencia.
Ninguna familia, sin embargo, por más pulcra que sea en el tallado
de los códigos, está exenta de que su hijo aproveche un
paseo (¿esquizo?) (6) por el centro para hacerse, coito mediante,
de unos pesos. Prostitución circunstancial que, mirada a la luz
de la inversión ocasional de los presos y marineros
categorizada por Freud en Una teoría sexual (7), descubre
los intranquilizadores relampagueos del polimorfismo perverso, de la autonomía
de la pulsión respecto del objeto, variante callejera de la perversión
a la que un reparo un detalle falso, en la fantasmagoría
genetiana de El balcón (8) suele ornar: la preservación
por parte del prostituto, del prototipo gestual de la escenificación
socialmente marcada la virilidad.
A diferencia del varón afeminado y/o travestido, que cobra al macho
por su artificiosa representación de la femineidad a la que
no son ajenas las turbadoras turgencias del fetiche, el prostituto
viril vulgarmente llamado taxi boy o busca en la Argentina,
miché en Brasil, chapero en España,
hustler en Nueva York no abandona la cadena ritual de
la masculinidad. Lejos de ello, funcionará como baluarte de su
exaltación: el cobro, la regla de la prescindencia afectiva no
llegará a decirles te amo a sus clientes, la
preservación de un código ideológico machista
sancionado por el medio que inferioriza al homosexual pasivo.
Pasividad que, alusiva al rol físico de penetrado, resulta paradójica
en lo interrelacional, ya que el cliente es el que por costumbre general
toma la iniciativa y conduce, por así decir, las alternativas
del ensamble.
La distancia estimulada a veces por el tabuamiento de ciertas zonas,
como el ano y la boca, tesoros que el prostituto profesional sabrá
donar a cambio de apetecibles ofertas resulta decisiva para la consumación
de esta liaison, en que la conservación de los atributos masculinos
no sólo salvaguarda al prostituto de caer en las garras de la homosexualidad
vocacional (yo lo hago por interés y no por vicio,
advierte airadamente un taxi boy entrevistado), sino que le da sentido
al trato. Es, precisamente, más allá de su belleza y su
juventud (la edad de ejercicio de la profesión oscila entre los
15 a los 25 años), su postura su representación de
la masculinidad prototípicamente heterosexual en una relación
homosexual lo que se abona.
El muchacho cobraría el hecho de rebajarse a la homosexualidad
exorcizada, maldita cuando está socialmente investido
del oficio de penetrador de hembras, sin mella en ese digno sacerdocio.
El cliente pagaría por extraer de la cadena de la sexualidad procreadora
un garañón entrenado para la reproducción, que desviará
sobre su cuerpo la potencia de su estirpe.
Todo este dispositivo funcionaría transparentemente, si no estuviera
pringado por la pasión. No se puede repetir todos los días
algo que uno cree un simple juego amoroso, sin acabar tomándoselo
en serio (9). La peligrosidad de la profesión de prostituto
estriba en que se está siempre jugando a la compraventa con valores
demasiado sagrados sujetos al deslizamiento de una caricia sobre
la piel. Si estos muchachos recurren al artilugio de la paga y la
exacerbación de la virilidad, no es tan sólo para encantar
a sus partenaires: sino también porque, quizás, no podrían
tolerar de otra manera la emergencia de sus pulsiones homoeróticas.
Estas, reprimidas (dispositivo monetario sexual mediante: un machismo
asombroso y contradictorio, donde el macho valoriza su cuerpo de cara
a otros hombres (10) en el acto mismo de su descarga donde
el macho se acuesta con gente de su mismo sexo, pero niega ser homosexual)
(11), están tan al alcance de la conciencia que, a veces, ni la
más intransigente ideología machista puede disfrazar la
verdad de ese goce.
La precariedad de las imágenes torna al taxi boy proclive al brote,
a la agresión, al insulto, al robo, al chantaje, haciendo uso del
lugar de chivo emisario a que el aparato social condena a los homosexuales.
Episodios como el asesinato de Pasolini, en 1975, muestran la disponibilidad
de estos prostitutos para convertirse en agentes terroristas de una ley
a costa de cuya transgresión viven.
De todas maneras no es necesario ser un taxi boy para ejercer esos desmanes,
amparados por un prejuicio social vastamente anclado. Y cargar demasiado
las tintas respecto de la violencia de amores marginales puede no constituir
sino un disfraz de ese prejuicio. Ni tan víctima, ni tan verdugo:
el hustler o buscón, observa W. Churchill, no
es por lo general una persona depravada. Puede que cometa uno que otro
delito insignificante o que afane (robe) a su cliente, pero
de ordinario, se sujeta a ciertas reglas de conducta que constituyen el
reglamento de sus actividades comerciales (12). Desde otro ángulo.
Hocquenghem detecta las secretas complicidades de los pederastas
con relación a los canallas que los agreden..., pero advierte
que ... esa complicidad no es reductible al miedo o a la admiración
masoquista y sí debida a la historia y a la concepción de
la homosexualidad como delincuencia (13). Más allá
de estos arrebatos de terrorismo sexual que el sexismo latinoamericano
parece alentar, lo cierto es que nuestros muchachos, independientemente
de su grado de profesionalidad, están siempre listos para toparse
con un homosexual y exigir una paga. Fantasía esta última
que no necesariamente se satisface, pero en la que se lee la adscripción
de la homosexualidad al lugar del derroche, de la suntuosidad, del lujo.
La homosexualidad no produce ni reproduce nada; por consiguiente
un homosexual debe ser rico. En algún lugar de la imaginería
social, la homosexualidad es siempre una fiesta: derroche de semen, derroche
de dinero, derroche de flujos libidinales económicos.
Y en estas fiestas lo que se paga es el impuesto. El whisky que se derrama
a raudales en el bulín, el billetito arrollado en la almohada en
el mejor estilo de prostituta tímida del 20 o hasta el encendedor
hurtado en un desliz alcanzan justamente para pagar el precio de la culpa.
Absolución por el dinero en la que el pagador también lava,
a los ojos del pagado, su culpa: indulgencia que la Reforma no alcanzó
a desterrar.
El capital confunde todo: libidiniza los dineros, monetariza las pasiones
pero también demarca territorios, más o menos fronterizos,
en donde los marginales reiteran, en una representación que no
por grotesca deja de ser virtual, los rituales de la normalidad.
Al soltar los flujos de la producción, al volcar indiscriminadamente
todos los bienes cualesquiera ellos sean al mercado, el capital
socava, incluso a pesar (¿en contra?) de sí mismo, los viejos
cánones prohibicionistas de que hace uso para sustentar su dominio.
Por imperio de la ley de la ganancia del principio de rendimiento
marcusiano (14), los varones lanzan sus sexos reservados en
principio sólo para la heterosexualidad al mercado de la
prostitución homosexual: pero no venden su alma: ya que su apego
a los paradigmas de la masculinidad les permite o eso es, al menos,
lo que se cree alquilar sólo sus cuerpos.
La familia que las veces que existe los ha socializado, achatada
en lo educativo por el sobredimensionamiento del Estado, desvalorizada
en lo económico por la libertad de trabajo sobrevive
enfeudada en su nueva funcionalidad de custodia del orden moral incapaz
de impedir que, al emerger, en la adolescencia, de la mónada familiar,
los muchachos se vean arrojados al mercado callejero del sexo, objetos
de una demanda que los reclama y les retribuye. La virilidad y no
tanto la virilidad cuanto su impostación, su caricatura devela
su valor de cambio. El dinero, al fetichizarla, la resguarda in extremis,
de anularla en el círculo vicioso de las pasiones perversas.
Esta valorización parece (o, antes bien, pretende) disipar pero
sólo a los efectos de tornarlas bienes intercambiables, de integrarlas
al circuito mercantil y sus leyes de oferta y demanda las pasiones
cuya eclosión se contabiliza. Así, lo que tradicionalmente
solía ser, en nuestras sociedades, el modo de iniciación
y práctica sexual de los adolescentes, tiende a convertirse,
a medida que la nueva culturización avanza, en un negocio. Cabría
aventurar una hipótesis: hasta qué punto el deterioro de
las antiguas localizaciones relacionales no derivaría
en la proliferación convertibilidad generalizada mediante
de los contactos-síntomas embrionarios del estallido del ghetto.
Pero volvamos a los griegos: la pederastía que ellos tanto
enaltecieron parece haber perdido sus honores, pero no su vigencia:
es preciso, aun bajo los disfraces arteros, reconocerla. La indiferencia
o aun el odio del prostituto hacia el cliente contrasta vivamente
con la abierta devoción de los amantes de la Hélade. Pero
ambos contratos son, en el fondo, igualmente perversos; sólo que
la ilusión de la ganancia segmenta fragmenta, parcializa
objetos de la cadena de la normalidad seriada y los anima a restregarse
(abriendo un paréntesis en la muralla del pecado) contra una boca
que no debiera hablar sino el idioma de los fajos, contra un hueco. A
esas argucias recurre el goce, a esos rodeos.
(1) Lyotard,
Jean François, Economía libidinal, Saltés, Madrid,
1979.
(2) Platón, Diálogos, El banquete, o Del amor,
Espasa Calpe, Buenos Aires, 1966.
(3) Para una descripción del fenómeno, remito a mi trabajo
Incidencia del abandono familiar en la prostitución homosexual
masculina, en La familia abandónica y sus consecuencias (en
colaboración con Sergio Pérez Alvarez y Ramón Sal
Llarguez), Eudeba-CEA.
(4) Foucault, Michel, Historia de la sexualidad, Siglo XXI, México,
1977.
(5) Freud, Sigmund, Psicología de las masas y análisis del
yo, Obras completas, Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1974.
(6) Sobre la aplicación del concepto deleuziano de paseo
esquizo al deambuleo homosexual, véase: Hocquenghem, Guy,
Homosexualidad y sociedad represiva, Granica, Buenos Aires, 1974.
(7) Freud, Sigmund, Una teoría sexual.
(8) Genet, Jean, El balcón, Losada, Buenos Aires, 1975.
(9) Genet, Jean, Querelle de Brest, Debate, Madrid, 1979.(10) Fernández,
Juanjo: Chaperos-Marginación de la marginación, revolución
en la Revolución, en Ajoblanco Nº 30, Barcelona, 1978.
(11) Fernández, Juanjo, artículo citado.
(12) Churchill, Wainwright, Comportamiento homosexual entre varones, Grijalbo,
México, 1969.
(13) Hocquenghem, Guy, A Contestaçao Homosexual, Brasiliense, Sao
Paulo, 1980.
(14) Marcuse, Herbert, Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona,
1968.
* Texto completo del trabajo Prostitución homosexual:
el negocio del deseo, publicado originariamente en la Revista de
Psicología de Tucumán, San Miguel de Tucumán, diciembre
de 1981.
El rescate de un texto
perdido
A lo largo de 1981, Néstor Perlongher publicó tres
trabajos en la Revista de Psicología de Tucumán. El
que hoy se rescata constituyó su primera publicación
sobre el tema que desarrollaría en su libro La prostitución
masculina (ed. De la Urraca, 1992). El texto de 1981 merece aparecer
en esta página por varias razones: la expectativa de publicarlo
en una revista de psicología llevó al autor a prestar
especial atención a los efectos subjetivos del tema examinado.
Su trabajo comenta la teoría psicoanalítica de la
sexualidad infantil y el correlativo concepto de pulsión,
y tematiza la sublimación como factor que actúa en
la génesis de las instituciones sociales, pero a su vez está
sujeto a la historia colectiva.
La concepción de Perlongher sobre los efectos subjetivos
de lo que hoy suele llamarse globalización, o primacía
de los mercados capitalistas, debe estimarse en su lucidez y su
anticipación. Además, este texto del autor de Cadáveres,
escrito en plena dictadura militar y oculto en una revista científica,
es también un silencioso grito libertario.
Finalmente, y como en todos los trabajos de investigación
de Perlongher, su poesía que está entre las
más altas del siglo XX se asoma en cada vuelta del
texto.
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POSDATA
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Rorschach.
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de Psicodiagnóstico de Rroschach. 4777-4927.
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Terapia Familiar, 4962-4306.
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y II Congreso Internacional de Salud Mental, del 26 al 29 de abril
en Mar del Plata. Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA),
49393-3059. www.apsa.org.ar
Revistas. Actualidad Psicológica sobre Placeres
culinarios; Extensión, del Grupo Cero.
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