Por
Mario Pujó *
No
ha sido necesario esperar al psicoanálisis para poner de relieve
el nexo que vincula la locura con la creación. Basta asomarse a
las biografías de los grandes creadores para constatar que en los
más diversos dominios del arte, la ciencia o la cultura, muchos
de sus mejores exponentes han tenido comportamientos cuando menos extravagantes
respecto de las normas que establece la convención. Observación
que puede generalizarse hasta el extremo de suponer que es conveniente
ser un poco loco para crear, al compartir la locura alguna medida común
con esa genialidad que el saber popular atribuye, en pequeñas dosis,
a cada cual; e intuir que, si las dos cosas se conjugan regularmente tan
próximas, es porque una probable comunidad de estructura entre
ambas experiencias hace que el acto creativo sea como tal un acto loco.
A esto, el psicoanálisis puede agregar la precisión de que
tanto la creación, en su carácter de invención, como
la locura, suponen la confrontación del sujeto con un vacío,
una carencia, el lugar de una falta de significante en el Otro. Si la
invención puede por ello ser un momento propicio a la explosión
de la locura, esta misma evidencia, en sus expresiones, una notable capacidad
de invención.
Lo cual representa un aporte decisivo del psicoanálisis a la clínica
de la psicosis. Como lo observa Freud a propósito del delirio,
las manifestaciones de la locura no son la enfermedad sino su tentativa
de curación; constituyen una respuesta del sujeto a la presencia
de un goce enigmático, un esfuerzo de tramitación frente
a una irrupción que no puede simplemente ser olvidada
y obliga al sujeto a movilizar todos sus recursos.
Jacques Lacan, invitado a hablar en un simposio sobre el escritor James
Joyce, dedicó el año académico 1975/76 a desplegar
una pregunta que adquiere valor ejemplar: ¿acaso Joyce está
loco? La respuesta, mantenida en suspenso a lo largo de las diez reuniones
del seminario, halla una plausible solución en la obra del escritor,
alumbrando una esperanza en todos aquellos que desesperaban de encontrar
una brújula que orientara su práctica como analistas frente
a esa clínica tan resbaladiza, las más de las veces frustrante,
a menudo desahuciada, la del sujeto psicótico.
Recordemos el hilo central de ese seminario. A partir del carácter
autobiográfico de Stephen Dedalus, personaje central del Retrato
del artista adolescente y de su antecedente, Stephen el héroe,
Lacan subraya la indignidad del padre de Joyce, bebedor y negligente,
hábil en la fabulación y el vituperio, acusado por su hijo
de simonía -.comercio ilícito de las dignidades
eclesiásticas-. y responsable, por ello, de la corrupción
de su propia iglesia; lo que lo lleva a considerarlo como radicalmente
carente, de una dimisión absoluta, instaurando una Verwerfung (forclusión)
de hecho. Falta real del padre que tiene consecuencias en
la estructuración psíquica de Joyce, provocando una especie
de lapsus calami .-de escritura-. en su nudo subjetivo: el
entrelazamiento directo de las consistencias simbólica y real no
sujeta la consistencia imaginaria, que tendería a separarse. Este
es al menos el modo en que Lacan traduce una serie de experiencias discernibles
en la relación de Joyce con su cuerpo, y cuyo valor clínico
paradigmático sabe extraer del episodio del Retrato... que relata
la cruel paliza a bastonazos propinada por Héron y dos amigos a
Stephen, los brazos humillantemente atados y arrinconado contra un alambrado
de púas. De regreso a su casa, ante la evocación del episodio,
Stephen no experimenta ninguna furia, ningún enojo, ninguna rivalidad;
una fuerza oculta le desgaja la capa de odio, como se
desprende la piel de una fruta madura.
Esta relación de despojo respecto de la imagen narcisista está
redoblada por aquellos extraños momentos de ausencia en los que
una orden, tal unfuego que irradia su oreja y lo hace vibrar,
lo conmina a abandonar la clase y vagabundear durante horas, reuniendo
palabras, frases, exclamaciones, carentes de sentido. Recopilación
de fútiles situaciones, completamente banales, fragmentos de diálogo,
suspiros, frases interrumpidas, a las que Joyce denomina epifanías,
vale decir, apariciones, revelaciones de lo esencial, que considera como
inspiración, causa y materia de su arte. Fenómenos todos
que se le imponen con un carácter de realización, como expresión
de una falta de mediación imaginaria.
A través del artificio de su escritura, una escritura que avanza
en un proceso progresivo de destrucción del sentido, tal como se
verifica en el Ulises y alcanza en Finnegans wake su culminación,
Joyce se fabrica un padre, logrando suplementar su anudamiento subjetivo
al forjarse un ego capaz de retener el imaginario desujetado.
En lugar de venerar el nombre de su padre -.que lo reconoce como su hijo
preferido-., Joyce se aboca a hacerse un nombre, logrando
efectivamente inscribirlo en la cultura como nombre común .-lo
joyceano-. y embellecerse, es decir, restaurar
cierta prestancia narcisista, pero no por la mediación identificatoria
con la imagen de un semejante sino a través de un trabajo sobre
la letra que apunta a la extinción de la vertiente significativa
del significante, tal como la lleva a cabo a través de puns, private
jokes bromas privadas., enigmas, polisemias y trasliteraciones
translingüísticas, que explotan hasta el extremo los recursos
de la fonación, consumando lo que Philippe Solers denomina la destrucción
de la lengua inglesa.
En ello reside la ejemplaridad que, en su lectura, Lacan se propone remarcar.
A aquello que se le presenta como emergencias del significante en lo real,
imponiéndosele bajo la forma de hablas o epifanías,
Joyce responde en su escritura haciendo valer lo que hay de real en el
significante, convirtiéndose con ello no sólo en un gran
escritor sino, literalmente, en un hombre de letras; alguien
a quien, parafraseando los historiales freudianos, podríamos denominar
el hombre de la letra.
Lo que el nudo de Joyce que Lacan propone en la última
lección del Seminario XXIII, Joyce. Le sinthome, permite visualizar,
al designar como ego el cuarto anudamiento que vuelve a enlazar
simbólico y real, sujetando por ese redoblamiento mismo la consistencia
imaginaria y asegurando que permanezcan juntos Real, Simbólico
e Imaginario; ya que a través de esa escritura producida a partir
del significante Joyce logra corregir, suplir el error de esa otra escritura
que le es previa y constituye su condición de posibilidad, la escritura
del anudamiento topológico de la estructura. El síntoma,
significante en lo real, deviene así sinthome; no ya en el sentido
de una significación inscripta en un proceso de escritura, sino
en el de ese mismo proceso de escritura en tanto irreductible a la significación,
y al que Joyce se identifica haciendo de él su nombre.
Lo que me interesa subrayar es que la perfección de la solución
joyceana, tal como la formula Lacan, tuvo el efecto de reavivar
el interés de los psicoanalistas por el estudio de la psicosis,
dándole una orientación precisa que llevó a alentar
la espontánea relación del psicótico con la escritura,
el arte, la artesanía, las actividades de taller. Estas actividades,
tan antiguas como el asilo psiquiátrico mismo, adquieren, en la
perspectiva instaurada por Lacan, un alcance que supera el mero efecto
apaciguante de la labor, ordenando sus coordenadas en torno de la pregunta
por los elementos de que el psicótico puede disponer en su delirio,
pero también en el arte, la pintura, la obra, para lo que se ha
dado en llamar su trabajo; es decir, las vías que se
le abren como posibles al tratamiento de lo real de un goce que, bajo
la forma de voces, luces, sensaciones cenestésicas, puede atormentarlo
hasta el martirio.
* Fragmento del libro Lo que no cesa. Del psicoanálisis a su extensión,
de próxima aparición (Ediciones del Seminario, colección
Filigrana).
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