Por
Juan Carlos Volnovich *
Habitamos
un tiempo que la velocidad contrae. Las nuevas tecnologías van
reduciendo los espacios en que nos desplegamos. La cibernética,
la telemática, la digitalización se han convertido en fábricas
destinadas a contraer el espacio vital, produciendo distancias cada vez
menores (Paul Virilio, La inseguridad del territorio). Tal parece que,
en última instancia, todo quedará confinado al espacio que
nos separa de la pantalla: espacio condensado entre el monitor y nosotros.
Además, ya no se trata de producir a toda velocidad, ya no se trata
de vivir a toda prisa sino de destruir deprisa. Nuestra producción
ya no se define por la rápida instalación de mercancías
sino por el consumo y la velocidad para destruir y descartar productos.
(También productos teóricos. Los psicoanalistas sabemos
muy bien que esto es así.) Si hay un rasgo que define al sujeto
contemporáneo, es el de consumidor-consumido, y la exclusión
social va pareja a la exclusión del consumo.
Mario Fuks (O sofrimento e a contemporaneidade, San Pablo,
2001) dice que la práctica del consumo es un arma muy poderosa
en la producción de ilusiones, pero muy débil en la producción
de sentido. Por eso, la práctica del consumo a toda velocidad
alienta las ilusiones vacuas al tiempo que nos despoja de la esperanza.
La ideología según la cual el desarrollo de la ciencia y
la tecnología están al servicio del mayor confort y ese
confort equivale a preservarse de la muerte y del deterioro del cuerpo
sólo puede funcionar en tanto reprima su reverso fantasmático:
el goce producido por la destrucción y la autodestrucción.
Ya no habitamos el espacio. Dejamos ya de estacionarnos en territorios
y lugares. Ahora somos ciudadanos del tiempo. Y el tiempo está
siendo peligrosamente amenazado por la velocidad y la aceleración.
Pero la posibilidad de acortar las distancias no redunda, necesariamente,
en la adquisición de un privilegio. Cuanto más cerca, menos
despliegue, menor posibilidad de movimiento. Cuando la velocidad consiga
que todos los espacios queden reducidos a la nada, tendremos todo al alcance
de la mano, pero estaremos infinitamente constreñidos y enlatados.
La libertad, que se mide en la posibilidad de expandirnos, habrá
cesado, estará irremediablemente perdida. Nuestros cuerpos necesitan,
para ejercer su libertad, el espacio para desplazarse que la velocidad
anula.
Me parece escucharme cuando un paciente dice: Soy un vehículo
apurado, apenas me detengo para decir Buen día, y,
cuando pregunto ¿Cómo estás?, ya no estoy
allí para recibir la respuesta, si es que antes no la clausuro
con un Todo bien. Hago todo rápidamente. Vivo como
un eyaculador precoz: estoy siempre atrasado aunque esté adelantado.
La separación entre los individuos, percibida hasta ahora como
un gesto de aspereza, debería volver a pensarse y, si acaso, inscribirse
como un indicio positivo. A la significación amorosa de la atracción
inmediata y de la seducción recíproca al instante, le sucederá
tal vez la significación positiva del rechazo o, al menos, de la
lentitud extrema del tacto y del contacto entre los cuerpos, entre los
lugares del cuerpo.
La velocidad del encuentro puede llevarnos a confundir el contacto con
el impacto. La ausencia de preliminares en el paso fronterizo, la brutalidad
del desembarco del pasajero (en Nueva York, en Hong Kong), encuentra su
analogía con el rendez-vous de las parejas. Las reglas de cortesía,
el simulacro de recibimiento, los rituales amorosos, la hospitalidad primitiva
son reemplazadas por el contacto franco, la penetración viril,
el intercambio sin vueltas.
Al desplazarnos en el tiempo a toda velocidad, no somos protagonistas
de una transgresión que libera el deseo constreñido por
la ley. Si de alguna libertad se trata, es la de oponer el accidente a
la banalidad del sinsentido, entendiendo accidente en su acepción
topológica: lo que altera la uniformidad. El contratiempo
organizador de Jacques Derrida.
Mientras tanto, intentemos reflexionar sobre la represión que sufre
el cuerpo en la ciudad. Contrariamente a la acepción corriente,
la ciudad no es el lugar de actividades físicas desbordantes, sino
el lugar de actividades agitadas, tensas y crispadas. Las actividades
del cuerpo son reemplazadas por las prótesis técnicas: ascensores,
cintas transportadoras, escaleras eléctricas, automóviles.
Por otra parte, la rarefacción de los intersticios, tanto en el
seno del tejido urbano como en el interior de los edificios, no hace más
que acentuarse a costa de la reducción de la superficie de las
veredas, de las viviendas estrechas, de su altura bajo techo... Sin hablar
aquí de las prohibiciones cada vez más numerosas que gravan
al ciudadano y que vienen a contaminar legalmente lo que aún subsiste
de su libertad de movimiento. Todos estos factores concurren a limitar,
reducir a los gimnasios e incluso, a suprimir el ejercicio físico.
Sentado, parado, acostado, la mujer y el hombre de ciudad raramente se
desplazan por sus propios medios. El individuo es disciplinado por la
rectitud de la geometría urbana, puntualizado en las posturas que
acabo de citar. La posición acostado queda prácticamente
reservada al sueño y la posición de pie es relativamente
rara.
Los deportes pretenden paliar esta situación atrófica instituyendo
ejercicios corporales reglamentados en lugares previstos. Esto supone
desconocer la cultura del cuerpo y la influencia de las actitudes posturales
cotidianas sobre el psiquismo. Antes de habitar el barrio o la vivienda,
el individuo habita su propio cuerpo, es su movilidad y su locomoción
lo que permite el enriquecimiento de las percepciones indispensables para
la estructuración del yo. Demorar e incluso abolir esta dinámica,
fijar al máximo las actitudes y los comportamientos tienen un impacto
insoslayable sobre la constitución subjetiva y puede lesionar imperceptiblemente
nuestras facultades de intervención en lo real. La pérdida
de sensaciones cinéticas o táctiles, de sensaciones olfativas,
estragos producidos por la pérdida de una práctica vehicular
directa, no siempre es compensada por la percepción mediatizada
que la televisión aporta. Así, la insatisfacción
por el espacio reducido a pura velocidad, la frustración por el
movimiento condenado a la pura aceleración están en la base
de la intimidad evaporada. De ahí que el aumento de la agresividad
se convierta en una constante, ya que existe un lazo de
causalidad indisoluble entre la hipervelocidad y la hiperviolencia.
Si en su origen la pedagogía fue la puesta en relación del
sentido y del desplazamiento pedestre, del tránsito peripatético
en los jardines de Akademos, si la aproximación lenta permite el
encadenamiento del sentido de los elementos del mundo que cada una y cada
uno transita, las altas velocidades vuelven telescópicas las significaciones,
al punto de disolverlas. La vida así entendida se parece a un viaje:
estrategia de desplazamiento, puro proyecto, deslizamiento del tacto y
de la táctica de la experiencia hacia la nada. No importa cuán
corto sea el tránsito desde el punto de partida hasta la meta,
se convierte en el puro malestar de la espera por llegar.
¿Qué sucederá cuando incluso esta corta paciencia
haya desaparecido? El medio ambiente próximo nos parecerá
lejano: transferiremos la impaciencia de la espera al contexto inmediato,
ya que, ante la velocidad de la circulación por las carreteras
informáticas, nuestro cuerpo, vehículo metabólico,
empezará a pesarnos como bolsa de plomo. En una cultura que ha
decidido cambiar por la velocidad la dimensión del espacio, la
mediación vehicular se apresura a tomar los medios (de transmisión,
de comunicación) como fin. De aquí en adelante todo nos
resultará próximo, incluso el porvenir. ¿Qué
espera nos espera para cuando ya no tengamos necesidad de esperar para
llegar?
*
Psicoanalista. Texto presentado en el Foro Social Mundial, Porto Alegre,
enero de 2001.
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