Por
Dalmiro Bustos *
Corría
el año 1944. Era el fin de la Segunda Guerra Mundial. Toda mi familia
se encontraba reunida frente a la enorme radio que transmitía las
notas del Himno Nacional. Mi padre presidía la reunión silenciosa
con un aire de profundo respeto y grave concentración. A mis diez
años esta escena emanaba respeto a la autoridad, valores inalienables
y claras prioridades. Todos estábamos de pie en señal de
respeto. Me agaché para rascarme un pie. La mirada de mi padre
bastó para informarme que debía esperar. La prioridad era
reverenciar a la Patria y los valores proclamados por las estrofas del
Himno. Si los brazos de mi madre representaban la seguridad del afecto,
los de mi padre significaban el respeto a las normas y la responsabilidad
de defender los valores proclamados.
Esta escena simple y sin estridencias fue para mí una brújula
que mantuvo el norte de mi viaje por la vida, aun en momentos en los que
todo parecía zozobrar. Enmarcando la cara de mi padre aparecían
las de Sarmiento, San Martín, Belgrano, figuras señeras
ante cuyo nombre aparecía el ímpetu de ponerse de pie. Representaban
lo deseable para un pueblo en crecimiento.
Pasaron los años, muchos, y la teoría psicodramática
me ofreció los instrumentos para comprender la escena desde otro
ángulo. Me enseñó que para crecer positivamente,
un ser humano necesita de los brazos incondicionales de una madre que
le abra el camino hacia la ternura que asegura el acceso al mundo mágico
y peligroso de las relaciones amorosas. Y también es necesario
un padre que nos permite afirmarnos y nos instrumenta para alcanzar las
metas deseadas. La identificación con las normas deviene del hecho
de habernos sentido protegidos por ellas. Siendo así las promovemos
y las defenderemos.
La coherencia entre la imagen paterna y sus representantes sociales como
líderes políticos, científicos, artísticos
o deportivos va reafirmando la confianza en la seguridad que nos ofrecen
estas figuras. Hacia allá vale le pena ir; ésa es la dirección
correcta. Así vamos conformando aquello que llamamos subjetividad,
configurando diferentes variaciones de la brújula que mencionaba
al principio. Marcan un camino ideal para cada individuo, adecuándolo
a una comunidad y su realidad. La segunda escena es actual. Me encuentro
en una heladería, saboreando uno de mis postres preferidos, a despecho
de la rebelde barriga. A mi lado, un niño de unos siete u ocho
años termina de comer el contenido de su cucurucho y lo arroja
en el medio de la calle donde los numerosos automóviles se encargan
de completar la tarea, ensuciando a diestra y siniestra. Su joven madre
está a su lado. Con una sonrisa verdadera, forjada en muchos años
de ejercer la psicoterapia y la docencia, y la ímproba tarea de
ser padre, tío y abuelo, le digo al niño que a su lado había
un cesto adecuado para recibir los desechos que arrojó a la calle.
Arrojo el resto de mi propio cucurucho, indicándole que así
la calle se ve libre de sobras que incomodan a los demás. Mirándome
con ojos indignados no dudó en responderme: ¿Y vos qué
te metés, viejo de m...? Su joven madre lo miró con cara
de leve recriminación: Eso no se dice y dirigiéndose
a mí: Perdone, señor, estos chicos, cada día
dicen más malas palabras... y así diciendo se alejaron
sin mucha preocupación.
Con estas frases tanto el niño como su madre resumían el
problema que nos está llevando al caos. Las normas no existen;
el bien común, menos aún; sólo importa lo que cada
uno quiere hacer sin responsabilidad sobre la comunidad y su bienestar,
el infeliz mandato de no te metás. Un individualismo
salvaje con la complicidad de quien debería ser el primer educador:
la madre, quien desvía claramente el foco del problema. No era
lo que dijo lo que merecía mayor observación, sino lo que
hizo, transformando un hecho no grave pero importante, en un ejemplo de
antiaprendizaje.
Contemplé con pena las dos escenas. Con mi mirada de psicodramatista
me puse a reflexionar sobre lo ocurrido entre ambas. Aprendimos triste
contenido de aprendizaje que las normas sólo existen para los otros,
nunca nos incluyen. La convivencia depende del cumplimiento de los acuerdos,
sea en las familias, parejas o en la vida comunitaria. Sin el acatamiento
de las normas reina el caos travestido de libertad. Sacar ventaja a cualquier
precio. Por el solo hecho de ser yo tengo derechos especiales. ¿Obligaciones?
Para los otros. Y entrar en esa vorágine cotidiana donde todos
corren para llegar a... ningún lado.
¿Cuáles fueron los modelos que respaldan la figura del conductor/a
de una familia? Para no ir demasiado atrás, comencemos por la dictadura
militar. La razón del poder sustituye al poder de la razón.
Como tengo poder, tengo razón. No piensen que los Padres de la
Patria los conducirán a la Gloria. La única condición
es que no haya disenso, porque si no... miles de cadáveres completan
los tenebrosos puntos suspensivos que se prolongan y atraviesan el alma
argentina hasta que la guerra de las Malvinas corona el genocidio. No
te metás, viejo de m... Como modelo formador de subjetividad se
promulga una forma de ejercer el poder, un verbo que se transforma en
sustantivo para que el que se apodera de él haga uso de su propio
arbitrio para ejercerlo. Como peligrosa onda expansiva impregna familias,
parejas, trabajos.
La desilusión con el autoritarismo nos promete una nueva quimera:
la democracia. No sabemos bien de qué se trata, pero a lo mejor
nos lleva a algún lugar. Un hombre probo y con apariencia bonachona
nos dice que la casa está en orden mientras por detrás pacta
y nos engaña. En la Plaza de Mayo esperamos en Semana Santa ser
convocados para defender algo que nos pertenecía a todos. Pero
el papá bueno nos privó de crecer y nos lastimó
las esperanzas de encontrar un significado profundo a la recién
nacida democracia. El bien común no tiene dueño. Nueva traición.
La sonrisa farandulera nos promete: Síganme, no se arrepentirán,
mientras se cortaba las folklóricas patillas y las sustituía
por un impecable peinado de plástico con picaduras de avispa incluidas.
Pero las ganas de creer esconden la figura que respalda su accionar: el
viejo líder que usó a la juventud (equivocada o no) para
arrojarlos de la Plaza de Mayo una vez llegado al poder. Corrupción,
abuso de poder, decretazos, pactos siniestros. Enarbolado en la bandera
de una hiperinflación superada(no preguntemos a qué precio),
nos lleva al páramo económico y social. Lo que importa es
la imagen; la mujer del César tiene que maquillarse bien y vestirse
donde corresponde para parecer honesta. ¿Serio de verdad? ¿Qué
es eso? Modelos, actores, atletas tienen razón porque son conocidos
y por serlo, saben de todo.
Clamando un orden sin creer que existe, nos acercamos a la figura de un
hombre serio. A su lado un hombre joven y sin pelos en la lengua promete
un buen tándem. Por fin... Pero resulta que el supremo mandato
de la comunidad no es suficiente y se va a los seis meses. Y nos deja
a cargo de alguien que no nos habla, no nos convoca a nada. Cuando habla,
lo hace en un lenguaje técnico, impersonal. Y termina llamando
como salvador a quien más criticó durante años. La
sensación de inexistencia y abandono se apodera de nosotros. ¡Sálvese
quien pueda! Arrojemos el cucurucho a la calle y que los viejos de m...
no se metan.
Ocurre que los líderes bebieron de la misma fuente que los demás;
no sabemos ejercer el poder, nos apropiados de él e ignoramos que
tan sólo nos fue delegado, somos administradores, no propietarios.
La fundamental diferencia entre autoridad y autoritarismo aún no
se comprende.
Pienso en la frase de José Martí: Presenciar un crimen
en silencio es como cometerlo. Y en las enseñanzas de mi
maestro, Jacob Levi Moreno, que nos decía que la esencia del ser
humano está en el compromiso con la vida, todo lo que ocurre es
nuestra responsabilidad. Nacemos y vivimos en comunidad. Los antiguos
romanos reconocían sólo dos categorías de habitantes:
los ciudadanos, que se comprometían con la comunidad, y los llamados
idiotas, vocablo que denominaba a aquellos que se mantenían al
margen de todos y cada uno de los acontecimientos, desde los más
simples hasta los más complicados, sin aportar lo poco o mucho
que cada cual tenga. ¿Cómo puede alguien solo cambiar nuestro
injusto mundo? Pero si cada uno cumple su rol, lentamente iremos recreando
la matriz para una subjetividad diferente y a través de ella acercarnos
a nuestro ideal de comunidad. Y creer y hacer respetar las normas desde
la más sencilla y cotidiana hasta la más trascendente y
comprometida. ¿Será muy arriesgado soñar que el niño
del cucurucho agradeciera el aporte comprendiendo que su propia seguridad
y su futuro dependen de la responsabilidad de cada uno sobre los más
comunes de los actos? ¿Utopía? Tal vez, pero sigo pensando
que es posible. La semana pasada en San Pablo, la recientemente elegida
intendenta, llamada Martha Suplicy, convocó a cientos de psicodramatistas
para el acto más importante que yo conozca en término de
aprendizaje popular. Bajo el lema Etica y Ciudadanía, se convocó
al pueblo reunido en plazas públicas, escuelas, centros vecinales,
bibliotecas, etc. Psicodramatistas formados en la doctrina de Moreno coordinaron
los encuentros. La convocatoria reunía un número variado
de participantes, desde ninguno hasta setecientos; algunos simplemente
curioseaban y se alejaban. Otros participaron, agradeciendo tener un espacio,
sintiendo que eran vistos, no para ser usados como posibles votantes,
sino siendo convocados para poder expresar sus ansiedades. Niños
de las escuelas y personas mayores pudiendo participar de lo que son parte
por derecho propio. Y comenzando a pensar, no sólo qué puede
hacer San Pablo (el gobierno) por mí, sino qué tengo yo
para aportar. Salir de la pasividad es dar espacios de participación
que desaloja las huelgas como único medio de participar. Algo parecido
se hizo hace unos años en Buenos Aires. Poder Ciudadano se creó
con un lema similar, pero por razones que desconozco fue perdiendo fuerza.
Pero lo que acaba de ocurrir en San Pablo es un auspicioso comienzo que
marca la necesidad de salir de la pasividad y comprometernos en la realidad
cotidiana. Sería muy bueno que podamos hacer algo parecido.
* Psicodramatista.
ANIVERSARIO
DE LA GUERRA DE LAS MALVINAS
Soldados al síntoma
Por
Oscar Luna *
Hace
algunos años, en esta misma sección, en otro aniversario
de la Guerra de las Malvinas, escribí una nota donde tomaba un
texto de Sigmund Freud, sobre la guerra y la muerte, para dar cuenta del
ocasionamiento traumático que la situación de guerra puede
dejar como secuela. Deseo avanzar ahora sobre el sentido del silencio
que conjuró nuestros destinos para siempre.
Antes de escribir el presente texto, pensé en citar anécdotas
que permitan acercarse a la experiencia vivida, para desempolvar algunos
recuerdos negados, tapados para la mayoría. Sin embargo, no logro
aplacar los temores que me produce develar una verdad más auténtica
y propia sobre lo que pasó en Malvinas.
El miedo, esa sensación tan conocida por el ser humano, es señal
de alarma ante lo que nos espanta; y es sabido que el espanto deja su
marca. Si lo que angustia es el deseo del Otro, lo que espanta será
el vacío que produce la ruptura de ya no ser sostenido por ningún
deseo posible.
¿Cómo situarse ante la sensación de haber sido solo
un número en el filo de la muerte? La falta de organización
y previsión era tal que el destino final parecía desde el
primer momento irreversible.
Los ex combatientes, por miedo, omisión o incomprensión,
han quedado en una situación para siempre incómoda. Son
lo que denomino rehenes de la dictadura: el veterano de guerra
quedó definitivamente tomado del discurso (del) oficial, que recomendaba
no hablar de lo sucedido. Silencio, olvido, que sellaría
para siempre el pacto con aquellos cuyas atrocidades aún merecen
ser juzgadas.
Soldados al síntoma, diría: al síntoma de una sociedad
más proclive a la morbosidad que a las verdades históricas,
que reproduce en su seno la inseguridad como fantasma, pretendiendo desconocer
que los chicos que roban o matan son fiel producto, también, de
la patria arrodillada.
A tantos años de Malvinas, suenan ridículos algunos olvidos,
y el prejuicio de la clase política para atender ciertos reclamos
es tan descabellado como no diferenciar colimbas de militares, tan inmoral
como no asumir responsabilidades frente a los actos.
A tantos años de Malvinas, la vida sigue pasando y todavía
no me animo mucho a hablar de lo que sucedió en esa guerra cercana.
Guardo mis recuerdos en el silencio, como tantos otros; guardo el dolor
por esa tierra donde quedamos atrapados; guardo el amor por tantas cartas
que nunca nos llegaron; guardo la ilusión de encontrarnos en la
Plaza con los que mueren de pie, porque su lucha es esperanza.
Guardo el sueño del derecho a la verdad, lo que la guerra se llevó
para siempre. Quizá comencemos a descubrir dónde quedaron
perdidos los eslabones que deberían anudar la transmisión
entre las distintas generaciones. Será ése el momento de
explicarles a nuestros hijos que tan traumáticos como algunos hechos
son los olvidos que nos obligan a vivir con el fantasma, allí donde
no hay recuerdo, donde no habrá duelo porque no hay palabra. Y
el dolor retornará siempre, desde ese agujero donde una vez nos
jugamos la vida.
* Psicólogo.
Veterano de la guerra de Malvinas.
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. Fax: 4334-2330.
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