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�El acto más importante de aprendizaje popular�

Una reflexión sobre la responsabilidad de los ciudadanos en las sociedades contemporáneas rescata
un reciente encuentro multitudinario en San
Pablo, coordinado por psicodramatistas, como �un auspicioso comienzo que marca la necesidad de salir de la pasividad y comprometernos en la realidad cotidiana�.

Martha Suplicy, intendenta
de San Pablo, Brasil.

Por Dalmiro Bustos *

Corría el año 1944. Era el fin de la Segunda Guerra Mundial. Toda mi familia se encontraba reunida frente a la enorme radio que transmitía las notas del Himno Nacional. Mi padre presidía la reunión silenciosa con un aire de profundo respeto y grave concentración. A mis diez años esta escena emanaba respeto a la autoridad, valores inalienables y claras prioridades. Todos estábamos de pie en señal de respeto. Me agaché para rascarme un pie. La mirada de mi padre bastó para informarme que debía esperar. La prioridad era reverenciar a la Patria y los valores proclamados por las estrofas del Himno. Si los brazos de mi madre representaban la seguridad del afecto, los de mi padre significaban el respeto a las normas y la responsabilidad de defender los valores proclamados.
Esta escena simple y sin estridencias fue para mí una brújula que mantuvo el norte de mi viaje por la vida, aun en momentos en los que todo parecía zozobrar. Enmarcando la cara de mi padre aparecían las de Sarmiento, San Martín, Belgrano, figuras señeras ante cuyo nombre aparecía el ímpetu de ponerse de pie. Representaban lo deseable para un pueblo en crecimiento.
Pasaron los años, muchos, y la teoría psicodramática me ofreció los instrumentos para comprender la escena desde otro ángulo. Me enseñó que para crecer positivamente, un ser humano necesita de los brazos incondicionales de una madre que le abra el camino hacia la ternura que asegura el acceso al mundo mágico y peligroso de las relaciones amorosas. Y también es necesario un padre que nos permite afirmarnos y nos instrumenta para alcanzar las metas deseadas. La identificación con las normas deviene del hecho de habernos sentido protegidos por ellas. Siendo así las promovemos y las defenderemos.
La coherencia entre la imagen paterna y sus representantes sociales como líderes políticos, científicos, artísticos o deportivos va reafirmando la confianza en la seguridad que nos ofrecen estas figuras. Hacia allá vale le pena ir; ésa es la dirección correcta. Así vamos conformando aquello que llamamos subjetividad, configurando diferentes variaciones de la brújula que mencionaba al principio. Marcan un camino ideal para cada individuo, adecuándolo a una comunidad y su realidad. La segunda escena es actual. Me encuentro en una heladería, saboreando uno de mis postres preferidos, a despecho de la rebelde barriga. A mi lado, un niño de unos siete u ocho años termina de comer el contenido de su cucurucho y lo arroja en el medio de la calle donde los numerosos automóviles se encargan de completar la tarea, ensuciando a diestra y siniestra. Su joven madre está a su lado. Con una sonrisa verdadera, forjada en muchos años de ejercer la psicoterapia y la docencia, y la ímproba tarea de ser padre, tío y abuelo, le digo al niño que a su lado había un cesto adecuado para recibir los desechos que arrojó a la calle. Arrojo el resto de mi propio cucurucho, indicándole que así la calle se ve libre de sobras que incomodan a los demás. Mirándome con ojos indignados no dudó en responderme: ¿Y vos qué te metés, viejo de m...? Su joven madre lo miró con cara de leve recriminación: “Eso no se dice” y dirigiéndose a mí: “Perdone, señor, estos chicos, cada día dicen más malas palabras...” y así diciendo se alejaron sin mucha preocupación.
Con estas frases tanto el niño como su madre resumían el problema que nos está llevando al caos. Las normas no existen; el bien común, menos aún; sólo importa lo que cada uno quiere hacer sin responsabilidad sobre la comunidad y su bienestar, el infeliz mandato de “no te metás”. Un individualismo salvaje con la complicidad de quien debería ser el primer educador: la madre, quien desvía claramente el foco del problema. No era lo que dijo lo que merecía mayor observación, sino lo que hizo, transformando un hecho no grave pero importante, en un ejemplo de antiaprendizaje.
Contemplé con pena las dos escenas. Con mi mirada de psicodramatista me puse a reflexionar sobre lo ocurrido entre ambas. Aprendimos triste contenido de aprendizaje que las normas sólo existen para los otros, nunca nos incluyen. La convivencia depende del cumplimiento de los acuerdos, sea en las familias, parejas o en la vida comunitaria. Sin el acatamiento de las normas reina el caos travestido de libertad. Sacar ventaja a cualquier precio. Por el solo hecho de ser yo tengo derechos especiales. ¿Obligaciones? Para los otros. Y entrar en esa vorágine cotidiana donde todos corren para llegar a... ningún lado.
¿Cuáles fueron los modelos que respaldan la figura del conductor/a de una familia? Para no ir demasiado atrás, comencemos por la dictadura militar. La razón del poder sustituye al poder de la razón. Como tengo poder, tengo razón. No piensen que los Padres de la Patria los conducirán a la Gloria. La única condición es que no haya disenso, porque si no... miles de cadáveres completan los tenebrosos puntos suspensivos que se prolongan y atraviesan el alma argentina hasta que la guerra de las Malvinas corona el genocidio. No te metás, viejo de m... Como modelo formador de subjetividad se promulga una forma de ejercer el poder, un verbo que se transforma en sustantivo para que el que se apodera de él haga uso de su propio arbitrio para ejercerlo. Como peligrosa onda expansiva impregna familias, parejas, trabajos.
La desilusión con el autoritarismo nos promete una nueva quimera: la democracia. No sabemos bien de qué se trata, pero a lo mejor nos lleva a algún lugar. Un hombre probo y con apariencia bonachona nos dice que la casa está en orden mientras por detrás pacta y nos engaña. En la Plaza de Mayo esperamos en Semana Santa ser convocados para defender algo que nos pertenecía a todos. Pero el “papá bueno” nos privó de crecer y nos lastimó las esperanzas de encontrar un significado profundo a la recién nacida democracia. El bien común no tiene dueño. Nueva traición.
La sonrisa farandulera nos promete: “Síganme, no se arrepentirán”, mientras se cortaba las folklóricas patillas y las sustituía por un impecable peinado de plástico con picaduras de avispa incluidas. Pero las ganas de creer esconden la figura que respalda su accionar: el viejo líder que usó a la juventud (equivocada o no) para arrojarlos de la Plaza de Mayo una vez llegado al poder. Corrupción, abuso de poder, decretazos, pactos siniestros. Enarbolado en la bandera de una hiperinflación superada(no preguntemos a qué precio), nos lleva al páramo económico y social. Lo que importa es la imagen; la mujer del César tiene que maquillarse bien y vestirse donde corresponde para parecer honesta. ¿Serio de verdad? ¿Qué es eso? Modelos, actores, atletas tienen razón porque son conocidos y por serlo, saben de todo.
Clamando un orden sin creer que existe, nos acercamos a la figura de un hombre serio. A su lado un hombre joven y sin pelos en la lengua promete un buen tándem. Por fin... Pero resulta que el supremo mandato de la comunidad no es suficiente y se va a los seis meses. Y nos deja a cargo de alguien que no nos habla, no nos convoca a nada. Cuando habla, lo hace en un lenguaje técnico, impersonal. Y termina llamando como salvador a quien más criticó durante años. La sensación de inexistencia y abandono se apodera de nosotros. ¡Sálvese quien pueda! Arrojemos el cucurucho a la calle y que los viejos de m... no se metan.
Ocurre que los líderes bebieron de la misma fuente que los demás; no sabemos ejercer el poder, nos apropiados de él e ignoramos que tan sólo nos fue delegado, somos administradores, no propietarios. La fundamental diferencia entre autoridad y autoritarismo aún no se comprende.
Pienso en la frase de José Martí: “Presenciar un crimen en silencio es como cometerlo”. Y en las enseñanzas de mi maestro, Jacob Levi Moreno, que nos decía que la esencia del ser humano está en el compromiso con la vida, todo lo que ocurre es nuestra responsabilidad. Nacemos y vivimos en comunidad. Los antiguos romanos reconocían sólo dos categorías de habitantes: los ciudadanos, que se comprometían con la comunidad, y los llamados idiotas, vocablo que denominaba a aquellos que se mantenían al margen de todos y cada uno de los acontecimientos, desde los más simples hasta los más complicados, sin aportar lo poco o mucho que cada cual tenga. ¿Cómo puede alguien solo cambiar nuestro injusto mundo? Pero si cada uno cumple su rol, lentamente iremos recreando la matriz para una subjetividad diferente y a través de ella acercarnos a nuestro ideal de comunidad. Y creer y hacer respetar las normas desde la más sencilla y cotidiana hasta la más trascendente y comprometida. ¿Será muy arriesgado soñar que el niño del cucurucho agradeciera el aporte comprendiendo que su propia seguridad y su futuro dependen de la responsabilidad de cada uno sobre los más comunes de los actos? ¿Utopía? Tal vez, pero sigo pensando que es posible. La semana pasada en San Pablo, la recientemente elegida intendenta, llamada Martha Suplicy, convocó a cientos de psicodramatistas para el acto más importante que yo conozca en término de aprendizaje popular. Bajo el lema Etica y Ciudadanía, se convocó al pueblo reunido en plazas públicas, escuelas, centros vecinales, bibliotecas, etc. Psicodramatistas formados en la doctrina de Moreno coordinaron los encuentros. La convocatoria reunía un número variado de participantes, desde ninguno hasta setecientos; algunos simplemente curioseaban y se alejaban. Otros participaron, agradeciendo tener un espacio, sintiendo que eran vistos, no para ser usados como posibles votantes, sino siendo convocados para poder expresar sus ansiedades. Niños de las escuelas y personas mayores pudiendo participar de lo que son parte por derecho propio. Y comenzando a pensar, no sólo qué puede hacer San Pablo (el gobierno) por mí, sino qué tengo yo para aportar. Salir de la pasividad es dar espacios de participación que desaloja las huelgas como único medio de participar. Algo parecido se hizo hace unos años en Buenos Aires. Poder Ciudadano se creó con un lema similar, pero por razones que desconozco fue perdiendo fuerza. Pero lo que acaba de ocurrir en San Pablo es un auspicioso comienzo que marca la necesidad de salir de la pasividad y comprometernos en la realidad cotidiana. Sería muy bueno que podamos hacer algo parecido.

* Psicodramatista.

 


 

ANIVERSARIO DE LA GUERRA DE LAS MALVINAS
Soldados al síntoma

Por Oscar Luna *

Hace algunos años, en esta misma sección, en otro aniversario de la Guerra de las Malvinas, escribí una nota donde tomaba un texto de Sigmund Freud, sobre la guerra y la muerte, para dar cuenta del ocasionamiento traumático que la situación de guerra puede dejar como secuela. Deseo avanzar ahora sobre el sentido del silencio que conjuró nuestros destinos para siempre.
Antes de escribir el presente texto, pensé en citar anécdotas que permitan acercarse a la experiencia vivida, para desempolvar algunos recuerdos negados, tapados para la mayoría. Sin embargo, no logro aplacar los temores que me produce develar una verdad más auténtica y propia sobre lo que pasó en Malvinas.
El miedo, esa sensación tan conocida por el ser humano, es señal de alarma ante lo que nos espanta; y es sabido que el espanto deja su marca. Si lo que angustia es el deseo del Otro, lo que espanta será el vacío que produce la ruptura de ya no ser sostenido por ningún deseo posible.
¿Cómo situarse ante la sensación de haber sido solo un número en el filo de la muerte? La falta de organización y previsión era tal que el destino final parecía desde el primer momento irreversible.
Los ex combatientes, por miedo, omisión o incomprensión, han quedado en una situación para siempre incómoda. Son lo que denomino “rehenes de la dictadura”: el veterano de guerra quedó definitivamente tomado del discurso (del) oficial, que recomendaba “no hablar de lo sucedido”. Silencio, olvido, que sellaría para siempre el pacto con aquellos cuyas atrocidades aún merecen ser juzgadas.
Soldados al síntoma, diría: al síntoma de una sociedad más proclive a la morbosidad que a las verdades históricas, que reproduce en su seno la inseguridad como fantasma, pretendiendo desconocer que los chicos que roban o matan son fiel producto, también, de la patria arrodillada.
A tantos años de Malvinas, suenan ridículos algunos olvidos, y el prejuicio de la clase política para atender ciertos reclamos es tan descabellado como no diferenciar colimbas de militares, tan inmoral como no asumir responsabilidades frente a los actos.
A tantos años de Malvinas, la vida sigue pasando y todavía no me animo mucho a hablar de lo que sucedió en esa guerra cercana. Guardo mis recuerdos en el silencio, como tantos otros; guardo el dolor por esa tierra donde quedamos atrapados; guardo el amor por tantas cartas que nunca nos llegaron; guardo la ilusión de encontrarnos en la Plaza con los que mueren de pie, porque su lucha es esperanza.
Guardo el sueño del derecho a la verdad, lo que la guerra se llevó para siempre. Quizá comencemos a descubrir dónde quedaron perdidos los eslabones que deberían anudar la transmisión entre las distintas generaciones. Será ése el momento de explicarles a nuestros hijos que tan traumáticos como algunos hechos son los olvidos que nos obligan a vivir con el fantasma, allí donde no hay recuerdo, donde no habrá duelo porque no hay palabra. Y el dolor retornará siempre, desde ese agujero donde una vez nos jugamos la vida.

* Psicólogo. Veterano de la guerra de Malvinas.

Mail de estas páginas: [email protected] . Fax: 4334-2330.

 

 

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