Por
Isidoro Berenstein *
@La noción de vínculo surgió con Enrique
Pichon-Rivière en la década del 50. En su origen latino,
la palabra remite a una atadura firme, como las que se usan para ligar
un haz de ramas entre sí. En el ámbito humano, esa ligadura
subjetiviza, constituye sujetos, que por lo tanto no existían antes
de ese vínculo.
Las personas vinculadas están delimitadas por fronteras, que son
sentidas como lo que une y separa a la vez (Tortorelli, 2000); los sujetos
encuentran el sentido precisamente en ese borde, por ese borde. Vínculo
y frontera se establecen en ese mecanismo identificatorio por el cual
los sujetos sienten que penetran en y son penetrados por otros. Una figuración
de esas fronteras se aproximaría a una composición surrealista.
Los integrantes de una familia o de una pareja están unidos y separados,
y su sentido se construye alrededor de bordes múltiples: el que
une y separa las generaciones; el que une y separa a un sujeto de otro;
la diferencia de sexos; la frontera con otras familias en tanto tales;
el borde entre la familia de origen y la de elección o alianza;
y también con las otras familias del conjunto social. Estas otras,
que no son la de uno, tienen una fuerte marca de otredad, de ajenidad.
El otro que habita por fuera de la familia es, diría Derrida (1997),
ese extranjero. Así las fronteras, que delimitan, configuran y
dan forma, nos dejan expuestos a un excluir.
La exclusión es sacar del lugar al otro: a una familia, a un conjunto
social, sacarlos de la frontera y ubicarlos en una suerte de lugar otro,
sea cual fuere pero lejos de la frontera.
En psicoanálisis, suele hablarse del rostro del otro como espejo.
Propongo que el rostro del otro es opaco, en tanto ajeno, extranjero.
Y he de quererlo por eso, no por su semejanza. El mandato de amar al otro
como semejante implica no quererlo como ajeno. Esto se relaciona con la
hipótesis de que, en las fuentes del amor, no se halla sólo
el objeto infantil: amo precisamente lo que es ajeno, todo el tiempo aspiro
a él porque no lo conozco, no termino de conocerlo.
Lo extranjero, para mí y para mi familia, me extranjeriza a su
vez respecto de las otras familias. La extranjería nos obliga a
una relación siempre bifurcada entre vincularnos y no vincularnos,
pero, una vez vinculados, no hay vuelta atrás: en todo caso, cabrá
otra acción que se llama desvincularse. Volver atrás
es imposible, pero dibuja un borde donde la aniquilación del otro
es posible, por la vía del resentimiento mayor de no tocarlo, de
no mirarle el rostro.
Ocurre que esa frontera nos obliga a una presencia; nos obliga, no sin
placer, a inscribirla. Me obliga y obliga al otro a inscribirme; yo proyecto,
además, mis fantasías, y soy proyectado por y desde el otro.
No sólo nos obliga sino que nos requiere para construir una experiencia
de vínculo, y desde allí somos sujetos otros. Esa proyección
tiene un tope en el rostro del otro, en la medida que es espejo pero también
máxima opacidad. En tanto espejo, lo necesito para ser; en tanto
opaco, me demanda hacer.
Dice Levinas (1971, pág. 207): El rostro está presente
en su negación a ser contenido. Se trata de la opacidad,
de que nunca puede incorporarse como propio ese rostro que está
ahí como presencia; podría incorporarse si fuese una ausencia,
si fuese un recuerdo, como el rostro de mi madre cuando yo era chico.
Pero, si es un otro, está presente, siempre, en su oposición
a que yo lo contenga como algo conocido.
También dice Levinas (pág. 208) que el Otro es infinitamente
extranjero y que su rostro rompe con nuestro mundo en común, siendo
el lugar de la diferencia absoluta. Es, ni más ni menos, una ruptura
de la identidad y, si se quiere, del criterio solipsista del dominio del
Uno, del Mismo, de lo propio. El hecho de que el rostro mantiene
por el discurso unarelación conmigo, no lo alinea en el Mismo.
Permanece absoluto en la relación (pág. 209).
Lo vincular desborda lo Uno y, como no hay registro previo, obliga a un
hacer. Este hacer es un construir, en este hacer se construye la subjetividad.
La destrucción del otro implica destruir la frontera, destruir
la experiencia vincular y subjetiva: no se destruye al otro sin que esa
destrucción ocurra en el propio sujeto. Escribe Jorge Semprún
(1995): Desde hacía dos años, yo vivía sin
rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez
creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro sobre
ese cuerpo irrisorio. Con la mano, a veces, reseguía el perfil
de las cejas, los pómulos prominentes, las mejillas hundidas. Podría
haber conseguido un espejo, sin duda.
Nuevamente Levinas dice: Yo sólo puedo querer matar a un
ente absolutamente independiente, a aquel que sobrepasa infinitamente
mis poderes y que por ello no se opone a ellos, sino que paraliza el poder
mismo de poder. El Otro es el único ser al que yo puedo querer
matar (1971, pág. 212).
Los integrantes de un conjunto social, familias y sujetos que se vinculan,
tienen como frontera las diferencias sociales, laborales, económicas,
religiosas, ideológicas y políticas. Suprimir una comunidad,
suprimir a un opositor, suprimir una fuente de trabajo, tienen en común
que suprimen a las personas incluidas en ese conjunto. Suprimir una frontera
implica suprimir un vínculo. Quien perdió su trabajo pierde
la frontera con el que todavía lo tiene y ello lo envía
a un espacio interior equivalente a ser suprimido como sujeto. En los
países donde hay seguro de desempleo, éste cubre en parte
la necesidad económica pero no la pérdida de subjetividad,
porque ésta es producida en la destrucción del vínculo
laboral y por lo tanto social. La supresión de ese vecino, ajeno,
que mora del otro lado del borde como yo estoy del otro lado del
que está él me determina y, como me determina de una
manera distinta a lo que me viene de lo infantil y lo familiar, esa supresión
me empuja a vivir en unas épocas arcaicas, como si fueran actuales.
Mencionaré otro tipo de exclusión. Comienza a haber ejemplos
de patología severa en los familiares de segunda o tercera generación
de las personas afectadas por la represión. La represión
impuso ese exceso que es poner al otro, y a los otros de la familia, fuera
del borde, rompiendo ese movimiento instituyente por el cual la frontera
diferencia, separa y une en una pertenencia social, sin que sea la misma
para todos. El campo de concentración nunca está en la frontera,
por lo que parece no tener quién esté del otro lado; se
concreta la experiencia de desvinculación. No hay vecinos, salvo
los que se vuelvan a crear dentro del campo. Los que vivían en
las inmediaciones de los campos de concentración no eran vecinos
sino testigos desubjetivados de su vecindad y asumidos como no-testigos
silenciosos y silenciados: ellos mismos no vinculados, por anulación
de la frontera entre sus casas y el campo.
El campo de concentración concentra: pone en el centro y reúne
en un punto, en una zona, a los ajenos, para hacer que dejen de serlo.
Si la frontera y el vínculo descentran y alejan de la concentración
es porque ponen al Dos o más como origen; volver al Uno produce
la destrucción de la experiencia subjetiva; es una especie de privatización
del espacio público.
En el espacio público conviven semejantes y ajenos; su característica
es la presencia. Están allí las distintas fronteras. Pero,
si sólo separan, si no unen, algo de lo fundante se rompe; se produce
una lesión. Los sujetos despojados, al no contar con el espacio
público, tratarán de tramitar lo ocurrido en el espacio
privado de la familia, allí donde el sujeto está vinculado
con los otros parientes, con su parentesco. También puede ser tramitado
en el espacio íntimo donde el sujeto está unido yseparado
de y con su cuerpo. Hay allí un exceso, que puede sortear la tramitación
emocional; como la frontera dejó de existir, la tramitación
del exceso se produce en el cuerpo.
La enfermedad vincular hizo privado el crimen público: así
lo vemos en las consultas o tratamiento de las parejas y familias afectadas
por grandes eventos sociales como las guerras, o el Holocausto, o la represión
por la tiranía en la Argentina.
Nos espera la tarea de diferenciar estos hechos. No es lo mismo enfrentar
a un vecino de otro país devenido enemigo que ser decretado (enunciado
por decreto) enemigo por alguien del mismo país y ser empujado
lejos de la frontera y privado de su lugar, de su subjetividad, de su
cuerpo. Acabo de escribir privado: y esta privación
resulta de un proceso de privatización.
Conviene diferenciar privacidad de privatización.
Los dos lados del borde de este término son: privar
como despojar de algo que uno tenía; y privar en el
sentido de apartarse, como lo ejemplificaría el surgimiento del
retrete, en la segunda mitad del siglo XIII: habiendo comenzado como un
cuarto pequeño en una vivienda, destinado a que alguien pudiera
retirarse, cuando le fueron agregadas las instalaciones sanitarias pasó
a ser un lugar donde eliminar los productos corporales.
Privatizar, en el sentido de apartamiento, genera los espacios
público, privado e íntimo. El espacio privado es el de la
relación con los más allegados, característicamente
el espacio familiar. El espacio íntimo es el de cada uno consigo
mismo. En la casa tradicional, el dormitorio de los padres corresponde
a ese espacio privado donde los otros no acceden; el baño, en cambio,
es un espacio íntimo, donde en general cada uno entra solo. Claro
que la definición no es estrictamente física: aunque dos
duerman juntos, ninguno de ellos accede al mundo íntimo de los
sueños del otro.
Pero privatizar tiene también otro sentido, que se
acerca al de privación, despojo y apropiación de un bien
común. Esto diluye la distinción entre los tres espacios,
y el espacio público tiende a posesionarse del privado, en la medida
en que alguien sea despojado de su trabajo o de su casa. En esta privatización,
mucha gente es sacada de las fronteras, es enviada a un lugar que no sea
visible.
Pero también el despojo puede hacerse íntimo, como ocurre
en la enfermedad corporal. El cuerpo puede enfermar, su sistema inmunitario
puede ser afectado luego de que una inmunidad social le ha sido retirada.
Este es el caso cuando la represión política ha declarado
a un sujeto o a una familia como no pertenecientes, extranjeros, alejados
de esa frontera que separa y une; retirados y convertidos en aquello que
enfermaba, según la metáfora médica tan
comúnmente aplicada a lo social.
Bibliografía
citada
Derrida J., Dufourmantelle A.( 1997). La hospitalidad. Ediciones de la
Flor. Buenos Aires. 2000.
Levinas E. (1971). Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad.
Ediciones Sígueme. Salamanca. 1987.
Semprún J. (1995). La escritura o la vida. Tusquets. Barcelona.
Tortorelli A. (2000). Comentario. Vínculo y Paradojas. Aappg.
* Texto redactado
a partir de una exposición en el II Congreso Argentino de Psicoanálisis
de Familia y Pareja, mayo de 2001.
POSDATA
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