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LA PERCEPCION DE LA MUERTE, EN LOS CHICOS Y EN LOS CUENTOS PARA CHICOS
“Déjenme jugar, que, al final, no pasa nada”

En los juegos de los chicos se evidencia un registro de la muerte, una posibilidad de escenificarla, que los
adultos desconocen y pretenden silenciar. Los autores de cuentos infantiles clásicos sabían de esto.

Padres: �La muerte temida en la infancia no es la propia sino la de los padres, cuya ausencia, homologable a
un abandono desolador,
se torna insoportable�.

Por Silvina Gamsie *

La lectura de los “cuentos clásicos para niños” resulta un recurso privilegiado donde encontrar respuestas a ciertas reacciones sorprendentes de los niños; y, en particular, a su actitud ante la muerte de un ser querido. No deja de asombrarnos la capacidad del niño para convertir situaciones tan penosas y difíciles de tramitar, en la escenificación de un juego. Es la certidumbre de nuestra propia finitud lo que nos hace olvidar el desparpajo con el que jugábamos a matar o morir, la fruición con la que, en años infantiles, nos abocábamos a la lectura y la invención de las historias más tenebrosas.
Empeñoso silenciamiento, el de los adultos, en relación con lo que fueron sus primeras aproximaciones al tema de la muerte, así como ante lo que se debe o no transmitir a los niños al respecto. Silenciamiento sostenido en el ideal de una infancia exceptuada de las penurias de la vida, incluida la muerte. Este callar de los padres contrasta, sin embargo, con la elocuente posición de sus hijos. Lo que se hace evidente cuando aquéllos insisten en repetir: “Pero si no sabía nada...”, “Si nada le habíamos contado...”, “No pudo haberse dado cuenta, es tan chico todavía”, sorprendidos de lo que el niño, en sus juegos o preguntas, evidencia acerca de su conocimiento de la muerte.
Recuerdo un chiquito que, en días posteriores al suicidio de su abuelo que se había arrojado al vacío –lo que el niño, según sus padres, ignoraba–, amenazaba con caerse de cabeza, en un juego que los aterraba. El chiquito intentaba tranquilizarlos –¡para que lo dejaran jugar tranquilo!– con un insistente: “Déjenme, déjenme, no me agarren, déjenme solito que van a ver que, al final, no pasa nada”; y, ciertamente, caía parado. O una niñita que, desconociendo supuestamente la crudeza de la enfermedad que había provocado la muerte de su padre, jugaba a incursionar en el cuerpo de un enfermo (como en esa película sobre un viaje al interior del cuerpo humano), visitando e investigando el estado de los órganos que, casualmente, habían sido afectados por la enfermedad. Lo que más impactaba de ese juego, no era tanto su inicial curiosidad salvadora -la niña se convertía en una doctora que se esforzaba en evitar la muerte del enfermo– sino el momento en que esa misma doctora se transformaba en una suerte de Dr. Jekill, traicionando la ingenua confianza del moribundo, y poniendo en evidencia en el juego, el carácter inevitable de esa muerte acaecida de verdad en otro tiempo y con otros actores.
Ni de jugando, podía vencer a la muerte. Lo que sí podía era tal vez modificar el sentimiento que acompañaba tamaña pérdida –la muerte de su papá–, permitiéndose dar rienda suelta a su hostilidad hacia quien, al morir, la había sumido en un profundo desamparo.
Freud, en “Nuestra actitud ante la muerte”, sostiene que el silencio de los adultos es correlativo a su propia posición ante la muerte, de la que no hay representación: “Nuestro inconsciente es tan inaccesible a la representación de la muerte propia, tan sanguinario contra los extraños y tan ambivalente en cuanto a las personas queridas como lo fue el hombre primordial. Pero cuánto nos hemos alejado de este estado primitivo -podríamos agregar infantil– en nuestra actitud convencionalmente civilizada ante la muerte”.
Freud afirma así que la muerte propia es inimaginable y el adulto evita su sola idea. En el fondo, nadie cree en su propia muerte, “así como se le hace necesario al hombre culto evitar hablar de esa posibilidad cuando el que está destinado a morir puede escucharlo”. Freud establece –en contraste con la posición evitativa de los adultos– que “sólo los niños infringen esa restricción, se amenazan sin reparo unos a otros con la posibilidad de morir –algo evidente en los juegos– e incluso llegan a enfrentar con la muerte a una persona amada, diciéndole: “Querida mamá, cuando te mueras, yo haré esto o lo otro”. Esta actitud de los niños esposibilitada por su disposición a creer la ficción, al hacer de la vida, juego. Se muere de jugando, como lo señalaba Freud en “Personajes psicopáticos en el teatro”: el niño se identifica con el personaje de ficción y se dispone a morir una y otra vez de mil maneras para salir “igualmente indemne”. Aun aquellos que, como la niña mencionada, tuvieron la desdicha de enfrentar la muerte verdadera.

Cosas de chicos

Es una vía productiva volver a los cuentos infantiles, para intentar recuperar el modo en que en ellos se transmite la noción de muerte. Descubrí con asombro que, en su mayoría y justamente en aquellos cuentos donde la referencia a la muerte es desde el título clara y sin artilugios, no hay diferencia, a pesar de las jugarretas evitativas de los vivientes, entre la idea de la muerte como situación inherente a la vida, y la noción que traslucen los niños en sus juegos. Se pueden, de hecho, recortar dos modos esenciales de jugar la muerte, sea que se intente metaforizar el carácter absoluto y definitivo de la muerte del Otro, sea que se intente jugar a hacerle falta a ese Otro, juego provocativo del deseo, búsqueda anhelante de los signos de su amor.
El cuento de Hans Christian Andersen, “La niña de las cerillas”, relata la historia de una nena pobre que muere en la calle una noche de Navidad, abrigándose a la luz de unas cerillas que la reconfortan al proveerle imágenes acogedoras en la soledad de la calle. Al encender la luz de sus cerillas ve una mesa servida, una chimenea chispeante y, sobre todo, a su abuela muerta hace tiempo, imagen ésta que la niña se resiste a perder, consumiendo una tras otra todas las cerillas de la caja. Es, justamente, la visión de su abuela lo que la acompaña en sus últimos momentos. Me conmovía entonces no tanto la idea de la muerte –posibilidad que seguramente rechazaba por considerarla lejana e improbable– sino y sobre todo, el desamparo, la soledad que envolvían a esa pobre criatura. Era el temor a verme privada de mis seres queridos lo que me llevaba a identificarme con el personaje del cuento, y lo que me resultaba por demás intolerable. No se trata de la muerte propia sino la de los seres queridos, confirmando que la muerte temida en la infancia es la de los propios padres, cuya eventual ausencia, homologable a un abandono desolador, se torna insoportable.
Andersen no escatima rudeza en la mayoría de sus cuentos, al referir la muerte de los niños y la devastación que ésta produce en los adultos. Idea que no es nueva en la literatura, aunque sí lo sea que ese dolor intolerable –consecuente a la pérdida de un hijo– es vertido en forma de cuento, de ficción para ser leída por los propios niños. No se ocultan los sentimientos desgarradores ni lo inevitable de una muerte acaecida bajo las circunstancias de una enfermedad incurable; pero, no obstante, sí se intenta transmitir –he ahí el sentido de la ficción– que si en la perspectiva terrenal no hay final feliz –¡¡como en los cuentos!!– porque el personaje del niño muere, existe, al menos, la ilusión de una dichosa eternidad, sostenida en un profundo sentimiento religioso. Ilusión que, por un lado, intenta aliviar en los pequeños su temor a la muerte, y atempera además, en el adulto, el fantasma más temido, el de la pérdida de un hijo. Las ficciones garantizan, si no la inmortalidad, al menos una supervivencia en el más allá, desprovista eternamente de los peligros de la vida.

El padrino de todos

Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, en el siglo XIX, hicieron una antología de relatos que titularon Cuentos de niños y del hogar, especialmente dirigida a los niños. Tomaré tres de esos cuentos. En “El ahijado de la muerte”, un hombre pobre que tiene trece hijos decideencontrar un padrino para el último de ellos, que acaba de nacer. En el camino encuentra a Dios, cuyo padrinazgo no acepta por su tendencia a favorecer a los ricos y dejar morir a los pobres. Se le acerca luego el diablo, al que también rechaza por su disposición a engañar y corromper a los hombres. En tercer y último lugar se presenta la muerte, que lo convence de aceptarla como padrino con el sólido argumento de que ella no hace ninguna diferencia entre pobres y ricos. El regalo a su ahijado será hacer de él un médico famoso, para lo que le provee una hierba curativa que podrá usar siempre y cuando acepte el siguiente pacto: cuando la muerte se ubique en la cabecera del enfermo, podrá prometer la curación y administrar la hierba; cuando la muerte se muestre a los pies del enfermo, éste le pertenecerá y no habrá entonces cura posible, debiendo el joven médico desahuciarlo. El muchacho se convierte pronto en el más rico y famoso médico del mundo, cumpliendo estrictamente su compromiso. Hasta el día en que, enfermo el rey, se le ocurre engañar a la muerte, suponiendo que siendo su ahijado sabría perdonarlo. Invierte entonces la posición del enfermo y deja a la muerte a la cabeza del mismo. Ella acepta disculparlo por única vez, pero después el médico vuelve a desafiarla, girando la posición de la hija del rey. No hay entonces perdón, y la muerte se lleva a su propio ahijado, el que al fin de cuentas –y el cuento concluye– le pertenece como cualquiera de los demás mortales.
En “La muerte de la gallinita” se refleja igualmente el carácter universal de la muerte. La historia realza la mezquindad de una gallinita que, por no querer compartir una nuez como lo había acordado con su amigo gallo, se atraganta y muere, mientras éste intenta vanamente conseguir ayuda. Camino al cementerio van muriendo uno a uno los animales del cortejo, demostrando que no hay fin para las desgracias. Hasta que el gallo llega solo a enterrar a su gallinita, tan triste que se echa sobre la tumba y muere a su vez: así “estaban todos muertos”. Nada menos que el destino que nos espera a todos y a cada uno al final del recorrido.
Pero es en “Los mensajeros de la muerte” donde se expresa con más claridad la idea de la resignación del viviente frente al decurso de la vida y a su condición de mortal. Un gigante camina por una carretera cuando se le aparece un hombre desconocido que lo obliga a detenerse al gritarle que no dé ni un paso más. El gigante, sorprendido, increpa al desconocido y lo amenaza con triturarlo si insiste en cerrarle el paso. El hombre se da a conocer, no siendo otro que la muerte misma a quien nadie contradice. El gigante se resiste, lucha y vence. Lastimada y maltrecha, la muerte se pregunta qué será ahora de los vivos, de quedarse ella allí tendida: nadie morirá de ahora en más, y el mundo se llenará de hombres que no cabrán, finalmente, uno junto al otro. Por el camino llega un joven que se compadece del herido, le da de beber y lo ayuda a recuperarse. La muerte le pregunta si sabe quién es ella, se presenta, y le advierte que no puede perdonar a nadie ni hacer una excepción con él. Pero, para demostrarle su agradecimiento, le promete que no caerá sobre él de improviso y enviará sus mensajeros para prevenirlo de su llegada. El muchacho agradece tal deferencia y prosigue su camino. Pero juventud y alegría no duran, y pronto llegan la enfermedad y el dolor, a los que soporta valientemente, en el convencimiento de que no va a morir todavía por no haber sido advertido; se recupera entonces, y continúa su vida. Pero, a poco, la muerte le toca el hombro, anunciándole su hora. Y el caminante se contraría: “¿Acaso la muerte falta a su palabra? ¿Dónde están pues los mensajeros?”. Enojada la muerte le responde: “¿No te envié acaso un emisario tras otro? ¿Qué fueron si no las fiebres, los mareos, el dolor, las enfermedades? ¿Qué fue sobre todo el sueño mismo que te ha sumido en el sopor de la noche como muerto?”. Ante la evidencia, el hombre se rinde ante la muerte. La pretensión de sostener la idea de la muerte como desenlace natural, indiscutible e inevitable de toda vida es retomada en una dimensión acabada en estas ficciones. Podríamos pensar que los adultos sólo nos permitimos transgredir el tabú moderno que afecta el hablar a los niños sobre la muerte, a través de estas historias crueles y truculentas que, en su ficción, los pequeños aceptan con deleite.
En ellas se lee la necesidad de comunicar lo universal e inexorable de la muerte, que no hace distingos y nos iguala en la vida, como una forma de consolarnos ante la angustia que ella nos produce. Noción que, en todos estos cuentos, se pretende mostrar llanamente. La ficción está, en este caso, al servicio de hacer tramitable a los niños la idea de muerte, convirtiéndola en un personaje con el que se puede dialogar, y del que el viviente no podrá esconderse ni, mucho menos, engañar... eternamente.
No hay transacción posible con la muerte, y de esto los niños quedan cabalmente advertidos. Será posible, a lo sumo, una impasse amable en el “país de espera un poco”, al que los hermanos Grimm aluden en “El sastre en el cielo”. En él, un sastre se introduce en el cielo subrepticiamente, el día en que Dios, por tener que ausentarse, prohíbe la entrada a los mortales. Descubierto, el sastre es reenviado al “país de espera un poco”, considerado “previo a la entrada definitiva al cielo”. El país de espera un poco, ¿no es acaso una sutil manera de referirse a las desdichas y alegrías de la vida?

* De “Los cuentos infantiles y la muerte”, aparecido en el último número de la revista Psicoanálisis y el Hospital.

 


 

ACTUALIDAD Y DESARROLLOS EN EL PSIICODIAGNOSTICO DE RORSCHACH
Unas ambiguas, misteriosas manchas de tinta

Por Alicia Martha Passalacqua *

El Psicodiagnóstico de Rorschach es, sin duda, la técnica psicológica que mayor información brinda al psicólogo sobre la persona a quien se lo administra. El es el único profesional legalmente habilitado para su admnistración e interpretación, siempre que tenga la preparación consiguiente. Es, sobre todo, una técnica proyectiva (la persona produce, es decir interpreta esas ambiguas manchas de tinta, dando contenidos de acuerdo a su estructura de personalidad, como en casi cualquier otra cosa que haga o diga en su vida) aunque tenga aspectos cuantificables, que son los que posibilitan enormemente la investigación y la comparación con otros. Pero, a pesar de los innumerables trabajos científicos y pesquisas que se han hecho con ellas, tornándolas cada vez más válidas y confiables, desde que su creador (Hermann Rorschach, psiquiatra suizo) las presentó en sociedad hace ya 80 años, nunca puede asimilarse a una técnica psicométrica, una de cuyas características es tener una única respuesta válida.
En el Rorschach, si bien hay respuestas clichés, cada uno realmente ve cosas diferentes, lo cual permite dar cuenta de la organización básica de la estructura de la personalidad, incluyendo características de afectividad, sensualidad, vida interior, recursos mentales, energía psíquica y trazos generales y particulares del estado intelectual del individuo. Es decir, específicamente nos informa sobre el potencial, la capacidad y el real rendimiento intelectual (que pueden diferir), el tipo, riqueza y características de su pensamiento, su grado de flexibilidad o rigidez, de trivialidad o de originalidad, su creatividad, la eficacia de su percepción, la dinámica personal, la expresión y el manejo de los sentimientos y la agresión, sus mecanismos de defensa predominantes, grado y tipo de conflictos y de conciencia de los mismos, conductas reales de la persona, tipo e intensidad de los vínculos que establece, existencia o no de angustia y modos de enfrentarla, posibilidad de somatización y de actuaciones, diagnóstico de personalidad y, lo que es más importante, pronóstico personal y terapéutico (Jacques Lacan, no seguido en ese sentido por muchos de sus seguidores locales, derivaba a realizar psicodiagnósticos, incluyendo Rorschach. a algunos de sus pacientes).
Además es indispensable en el día de hoy para el trabajo en psicología forense y laboral y, por supuesto, en el campo de la investigación: hay varios doctorandos de nuestra Facultad que están preparando su tesis con esta técnica, cada vez más reconocida y difundida a nivel mundial. Esto debido, en parte, a los esfuerzos de la International Rorschach Society y, a nivel nacional, preponderantemente de la Asociación Argentina de Psicodiagnóstico de Rorschach, institución que el año que viene cumple los 50 años de su creación y que ha formado a la mayoría de los rorschachistas del país e incluso a algunos de otros países latinoamericanos. Esta institución, que tiene como beneficiaria de sus bienes estatutariamente a la Biblioteca de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, realiza bienalmente un Congreso Argentino de Rorschach en la Universidad, en forma conjunta con la Secretaría de Extensión de dicha Facultad y la Cátedra de Rorschach de la misma institución.
Existe en nuestro país lo que podría llamarse Escuela Argentina en Rorschach, que toma varios aportes de autores extranjeros (Klopffer, Alcock, Schaffer, Rapaport, Bohm y Exner, fundamentalmente) y locales (Marta Pagola, Vera Campo, Diana Rabinovich, Noemí Jubert, Agustina Fernández Dabusti y nuestros propios: de María Cristina Gravenhorst, Hilda Alonso, Marta Codarini, Marta Alessandro, Rita Barreira, Norma Menestrina, María Teresa Herrera, Dolores Orcoyen, Silvia Ruiz, la que suscribe y otros) para crear un sistema de clasificación que incluye una completa interpretación cuanti y cualitativa. Ella permite llegar a un diagnóstico eficiente (que no puede ser nunca un rótulo, sino unaexhaustiva descripción de los mecanismos propios de cada persona), y que satisface también a los seguidores de la medición en cuanto a utilización de parámetros internacionales de comparación. Esto ha propiciado la difusión de este sistema local en otras universidades argentinas y extranjeras.
Este sistema facilita acceder al pronóstico y a la consecuente prevención. Esta es especialmente útil en temas acuciantes como el del suicidio, del que ostentamos el doloroso privilegio de tener el más alto índice de América Latina. Con otras colegas hemos construido, como producto de una investigación, una Escala de Suicidio para Adultos: E.S.P.A., sumamente útil para detectar potencial suicida. Su diagnóstico precoz, a través de la detección temprana, ha permitido en no pocos casos una intervención terapéutica eficaz para evitar su actuación, lo que por sí solo justificaría el tiempo y la dedicación que demanda el adecuado aprendizaje de esta técnica, en tiempos en que tanto se menosprecia la vida del individuo.

* Profesora titular de la Cátedra de Rorschach y directora del Programa de Actualización en Psicodiagnóstico de Rorschach de la Facultad de Psicología de la UBA. Presidenta de la Asociación Latinoamericana de Rorschach.

 

Mail de estas páginas: [email protected] . Fax: 4334-2330.

 

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