El escritor cerró su diario personal. Había pensado que, al releerlo, encontraría allí los materiales para escribir una crónica, la primera del año. Sin embargo nada le pareció lo suficientemente interesante para implicar a otro en un relato. Se dijo que un diario es un discurrir nunca acabado que se justifica solamente por la continuidad de quien lo escribe y que al hablarse uno mismo, aparece el pudor de que lo escuchen los demás.  

Aún así, regresó a una de las entradas finales que correspondía al mes de diciembre. Eran unas notas que funcionaban como disparador para un cuento de navidad, bastante vulgar y un poco siniestro, como si fuera contado por un Dickens en "La Salada". Pretendía desarrollarse en un ambiente familiar, en los años setenta. Consideró que acaso el texto se hubiera salvado de encontrarse el tono justo para representar el habla de una época de voces ausentes. O mejor, si la voz del narrador (se imaginó la de un niño) enmudeciera por completo hasta cerrarse en un puro monólogo interior. Pero no tuvo fuerzas para escribirlo.

Entonces intentó otros posibles narrativos. Buscó en los suplementos culturales, en las revistas y en los blogs. Notó que desde la muerte de Ricardo Piglia todo el campo escritural se había vuelto sentencioso. De pronto la cuestión pasaba por apropiarse de la voz de Emilio Renzi, de las frases cargadas de sentido. El mecanismo de esa escritura se forjaba en la cita, una suerte de fase legítima del plagio. Esto lo pensó y tampoco se decidió a escribirlo por más que se sintiera respaldado en otro contemporáneo en la muerte, Alberto Laiseca, que alguna vez supo decir: todo es plagio, salvo el estilo.

Cansado, ágrafo y enojado, el escritor se fue al mar. Se refugió un tiempo en la costa argentina gastando más de lo que podía pagar por un hotel barato y recelando secretamente de los que eligieron las dulces y serenas playas de países vecinos.

Durante el viaje, volvió a leer. Celebraba con gran expectativa un buen título y se alegraba con las versaciones técnicas de sus escritores favoritos. Pero, al final, lo ganó otra vez la decepción ya que en todos esos textos reconocía el mal de lo previsible. Comenzó a tramar así una paradoja: cuantos más elementos y teorías literarias hallaba en ellos, más pobre le parecía el producto, lo que le hizo temer por el límite final de la Literatura. Pronto comprendió que el miedo no era ése, sino uno mucho peor. La pregunta apareció frente al café negro de la parada de Dolores. Si esto es la ficción ¿qué remedio tendrá la realidad? Bastaba con abrir un portal de noticias o las redes sociales para repechar la cuesta de aquel pavor inicial. Desastres, abandonos, afrentas, conformaban todo un escenario del discurso público descendido.

Cuando llegó a la playa y pudo por fin librarse de la ropa y de aquellos pensamientos, le llamó la atención el cartel del balneario. No los precios que superaban sus posibilidades, sino el anuncio con el que se ofrecían las carpas y sombrillas. Había cierta seducción poética en esas palabras que le recordaron la decepción. Exageró una imagen. Se vio a sí mismo arrojando un libro contra la pared. Tan enfurecido estaba que inmediatamente se metió al mar y al cabo de unos minutos sintió el ardor. Un escozor agudo y selectivo se levantaba desde el fondo del agua y atacaba las partes sensibles de su cuerpo. Quiso aguantarse, pero terminó por salir precipitado hacia la orilla.

Allí, el corro de hombres sabios ya dictaminaba: "tapiocas".  Al parecer, el viento cálido del norte atraía a esas microscópicas aguas vivas a la costa. Al cabo de esos relatos, el escritor dibujó en su mente unos cefalópodos que agitaban los tentáculos mal dispuestos en sus cabezas. Crecían desde la imposibilidad de una extinción ocurrida cientos de miles de años atrás y reaparecían ahora bajo la luz del sol argentino. Alguien agregó con severidad que la temporada quedaría clausurada, que el mar estaba "vedado".

El escritor fue y volvió muchas veces resistiendo la brusca retirada a la pieza del hotel, la que fatalmente se concretó sin estridencias, con un silencio de derrota.

Asediado por el tedio, incapaz de hacer otra cosa, retomó las lecturas. Le atrajo una biografía de Michelet, el historiador que miraba al mundo natural por asociaciones y encontraba la forma  para de‑construir lo particular de cada ente.

El lenguaje creaba una condición o estado poético, una relación entre lo que se sabe y no se sabe, entre lo que se dice y no se dice. Creyó que la eficacia de una buena idea (por más que fuera falsa) se consagraba en el nombre; se regodeaba en una ilusión antigua de conocimiento que haría reír de burla a la sociedad moderna. "Los peces no son más que agua gelatinosa" decía la cita que leyó. 

A la mañana siguiente volvió a la playa. Hizo tratos con el carpero, un tucumano jodón que se mostraba ajeno a todas las convenciones. Fue él quien, solícito, le consiguió el agua caliente para el mate y una buena provisión de papel y lapiceras. Hasta le festejó la metáfora que el escritor copió del cartel negro delineado con letras blancas donde se anunciaba, orondamente, la venta de los "Servicios de Sombra".