La máquina de escupir productos de terror en serie no conoce fronteras geopolíticas ni mucho menos barreras idiomáticas. Desde Rusia, pero sin amor, llega esta película igual a tantas otras de Hollywood que se estrenan semana tras semana en la cartelera comercial argentina, con la única salvedad que aquí se habla la lengua de Lenin en lugar de la Washington. Si hasta el título local es fácilmente intercambiable con cualquiera de ellas, acentuando desde el vamos el carácter genérico y despersonalizado de una propuesta que gira alrededor de la suerte una chica que, para variar, es perseguida por los traumas del pasado y una de esas criaturas mitológicas digitales que se han vuelto en las villanas por excelencia del género en el siglo XXI. Esa chica se llama Svetlana y es hija de una mujer fallecida -del papá no se sabe, ni se sabrá, nada de nada- en dudosas circunstancias el día de su nacimiento, exactamente veinte años antes del inicio de las acciones. La misma noche que sopla las dos decenas de velitas, su hermano no tiene mejor idea que tirarse de cabeza por la ventana del departamento con ella como testigo: linda manera de arrancar la década.
Con una serenidad inédita para quien queda sin familia en la adolescencia, Svetlana empieza a hurgar en los cuadernos con anotaciones personales de su hermano, a quien se ve que le encantaba escribir. En esas hojas encuentra descripciones pormenorizadas de varios trastornos que no lo dejaban dormir en paz. Trastornos causados menos por el stress que por un diablo sin rostro que habita el terreno de los sueños y tiene la capacidad de controlar el cuerpo de quien lo invoque. De allí que, tal como le dice un somnólogo, ese diablo sea idolatrado por varios cultos satánicos y sectas. La propuesta del especialista para superar las pérdidas es someterse a un sueño lúcido cooperativo: algo así como soñar despierto, y con conciencia de estar haciéndolo, junto a otras personas que a su vez pueden intervenir tanto en el sueño propio como en los ajenos.
El acto central de Pesadilla al amanecer transcurre íntegramente dentro del hospital donde ella, otra mujer y dos hombres se prestan a la experiencia colectiva. Una experiencia que, lejos de aplacarlos, aumentará los problemas, en tanto cuando despierten les resultará imposible disociar realidad de imaginación, lo consiente de lo inconsciente. Lentamente cada uno irá perdiendo la cordura mientras se enfrentan a situaciones relacionadas con el pasado, lo que le permite al realizador Pavel Sidorov abrazar el terror psicológico y entregar varios sustos de rigor, construidos a puro golpe de sonido. No conforme con abrazar esos facilismos, el ruso intenta dar vuelta como una media todo lo anterior recurriendo al viejo truco del sueño dentro del sueño. Un truco elevado a la enésima potencia, tal como demuestra la sucesión de media decena de “despertares” de Svetlana de los últimos minutos. Y es muy probable que siga despertando: la última escena deja abierta la puerta para una secuela.