Un viaje al reino de los fantasmas: es septiembre de 1985. Gobierna Alfonsín, y en Occidente anochece en el mundo bipolar. Trabajo por entonces en la sección Opinión de Clarín, y me ceden invitaciones oficiales para viajar a Francia y a Alemania Occidental.
La agenda de Bonn incluye un tour a Berlín Este, es decir a Alemania comunista.
En el micro que nos traslada nos van previniendo, medio con chistes, que sonriéramos a los guardias comunistas, no fuera a suceder que nos dejaran detenidos allí.
Cruzamos el Muro, y, visitando el monumento al soldado desconocido, descubrí, de pronto, que me había alejado de mi grupo. Y regresé apurado mientras me ganaba la ansiedad.
Yo, que había militado pocos años antes en una agrupación estudiantil de izquierda, que tenía muy clara la perversa propaganda occidental contra el socialismo, entré casi en la angustia de creer esa propaganda.
El miedo y el prejuicio.
Bastante tiempo antes, en mi adolescencia, mi viejo era el típico ciudadano esponja que absorbía a través de los diarios y la televisión todos esos miedos y prejuicios que fogoneaba la propaganda. Opinaba que el comunismo es un cáncer y que el peronismo es un cáncer, pero se negaba a fundamentarlo. Como también proclamaba su credo meritocrático porque, según él, “el Estado no te da nada, sólo te quita”. No importaba que él viviera con su sastrería militar de la clientela del Estado, ni que se hubiera construido una hermosa casa con detalles de lujo gracias a un crédito del Banco Hipotecario del Estado peronista por el que pagaba moneditas. Ni siquiera perturbaba su prejuicio el hecho de que él hubiera cursado primaria y secundaria en la escuela pública como lo hicimos nosotros, sus hijos.
Crecí a mi ciudadanía consciente oponiéndome a las ideas de mi viejo, y más tarde hilvanando mis argumentos para oponerlos a las ideas que propagaba en la tele Bernardo Neustadt, cuyo apellido, “Nuevo Estado”, –sumado a la cortina de su programa, con música entonces de vanguardia de Astor Piazolla, nos hace recordar que los conservadores siempre se ponen la careta de “lo nuevo”.
En el mundo bipolar de mi viejo y de mi adolescencia la propaganda occidental contra el socialismo marxista no ahorraba fantasmas tan ramplones como decirte que el comunismo propone abolir la propiedad privada y te va a quitar tu casa, escarbando en los miedos primarios.
Y también te instalaba el terror de quedar atrapado en lo que llamaban la Cortina de hierro (desde luego que el régimen de Stalin ayudó a instalar aquel terror).
Hoy, que no hay Cortina de hierro, los herederos de Neustadt ceban el miedo diciéndonos que seremos Venezuela, que quedaremos fuera del mundo, con todos los aterradores fantasmas que debe convocar la idea de quedar fuera del mundo.
¿Por qué para una parte de la sociedad el kirchnerismo, cuando se batían récords de consumo y todo el mundo salía de vacaciones y no había noticias cotidianas sobre pérdidas de empleos, sería un mal mayor que el derrumbe a que nos precipita Macri?
Y mientras trataba de respondérmelo, el superasesor macrista Duran Barba lanzaba otra de sus frases para el título: “Cristina asusta y Macri decepcionó, pero, a la hora de votar, va a primar más el miedo que la decepción”.
Es una hoja de ruta de cómo encaran la campaña: embruteciendo a los electores porque no tienen otra oferta.
Aun el segmento de votantes macristas que hoy está enojado con el presidente y lo putea, piensa que, llegado el momento, buscará que no gane Cristina.
¿Cómo entenderlo? A mi modo de ver, el “se robaron todo” alude a un sentimiento muy difundido de que el kirchnerismo representa a una clase de Estado que le arrebata sus bienes a los ciudadanos.
Por eso recordé que en tiempos del mundo bipolar era común escuchar aquel argumento contundente de que “te van a sacar tu casa”.
Y muchos se asustaban. El gobierno de CFK no plantea abolir la propiedad privada ni mucho menos, pero generó su mayor rechazo al plantear en nombre de la justicia social y de la equidad –es decir, de valores colectivos y solidarios– dos o tres medidas cruciales: la controvertida resolución 125 que aumentaba las retenciones; el mantenimiento del impuesto a las ganancias, que alcanzó no sólo a profesionales sino también a trabajadores con salarios relativamente holgados, y a jubilados; y el “cepo cambiario”, que enfureció a clases medias y, por contagio, a sectores populares.
Las tres medidas, tomadas invocando el bienestar colectivo, sumadas al reconocimiento del derecho a jubilarse a tres millones de mayores que no tenían sus aportes en regla, y a recibir la Asignación Universal por Hijo a millones de familias de los sectores vulnerables formaron un combo que impactó negativamente en sectores de clase media y populares, aun entre muchos beneficiados por esas políticas.
Sintieron que el Estado peronista kirchnerista no vacilaba en meterles la mano en el bolsillo y despojarlos “de lo que es mío” (“mi dinero que se llevan los impuestos”; “el derecho a disponer de mis dólares”; “la riqueza producida por el campo”).
Encima, les achicaba la distancia con los de abajo.
Desde luego que Macri mantiene y aumenta –y enoja–, el impuesto a las ganancias. Pero no fue casual que las dos primeras medidas que tomó fueran levantar “el cepo” y reducir las retenciones. Eso le afianzó de entrada el acompañamiento de tantos convencidos de que “Todo lo que tengo lo hice sólo, nadie me dio nada”. Y, para decirlo en criollo, se encarga de poner a los trabajadores en su lugar.
Le cumplió a la indignación meritocrática y al deseo de castigar a los de abajo.
Está claro para muchos que las medidas macristas tuvieron consecuencias terribles y que gran parte de los sectores enojados con el gobierno anterior están peor que en 2015. Perdieron mucho más.
Pero, para la mirada ombliguista, y sus fantasmas sobre lo colectivista, “no debemos volver al pasado”.
Hoy una derecha que progresistas confundidos llamaron “moderna” justamente juega con la idea de que los gobiernos populares son el atraso.
Así reacciona el sueño imposible de lo que Martín Rodríguez llama “el pueblo macrista”: un tercio de población dueño de empresas o comercios o la casa y el auto o incluso los dueños de nada pero creyentes en su superioridad por sobre los pobres y vulnerables “que no quieren trabajar sino vivir del Estado”. Ese tercio quiere que achiquen el Estado y que no le toquen el bolsillo y mucho menos le arrebaten su lugar social igualándolo con los negros “vagos”.
Ingenuamente, se podría pensar que el “se robaron todo” es un clamor republicano en demanda de terminar con la corrupción. No lo confirman los hechos cuando se observa la doble vara en el juicio de muchos.
Un país que, salvo en el período K, viene profundizando las desigualdades y la pobreza desde hace décadas podría haber generado una mayor sensibilidad social y, en cambio, engendra defensores de la sociedad dividida en jerarquías sociales y de las ideologías desigualitarias entre clases medias y sectores populares.
Claro que hay retos que costó horrores doblegar y que hoy son políticas de Estado, como el repudio al terrorismo de Estado. ¿Por qué no vamos a lograr alguna vez un “Nunca más” a las políticas neoliberales?