Al contemplar la inmensa cordillera de los Andes lo que siento,en estos tiempos tan difíciles, es una especie de consolación.
Durante mi adolescencia esas montañas me otorgaron siempre una seguridad y permanencia tristemente ausentes de mi propia vida, pero en esta oportunidad me ofrecen algo diferente: algo parecido a la esperanza. Puesto que hace exactamente doscientos años, miles de hombres cruzaron estos mismos Andes –impenetrables, colosales, majestuosos– en un viaje de inusitado heroísmo que llevaría a la liberación definitiva de Chile del colonialismo, un momento clave en la emancipación de la América hispánica.
En 1817, Chile sufría un régimen opresivo dedicado a borrar todo el progreso alcanzado durante los primeros años del proceso de Independencia lanzado en 1810 en las tierras en que hasta entonces habían pertenecido a la corona española.
El cuestionamiento del poder imperial y la deposición de sus autoridades desde México hasta el Cono Sur significaron una serie de reformas de las que los latinoamericanos todavía nos enorgullecemos. En el caso de Chile, la palabra crucial es libertad: libertad de prensa y asamblea, libertad para elegir nuestros propios representantes a un Congreso Nacional, libertad de comerciar con todos los países, libertad para obtener una educación secular sin el tutelaje despótico de la Iglesia Católica y, sobre todo, la libertad de vientres, una ley de 1811 que estableció que todo niño parido por una esclava nacía automáticamente libre.
A pesar de estos logros, aquellos primeros aòos de nuestra incipiente Independencia se vieron complicados por contradicciones y rencillas. El conflicto fratricida entre moderados, por una parte, que deseaban avanzar lentamente para ganar así adeptos y, por la otra, elementos más levantiscos que denunciaban toda reforma gradualista como un camino seguro a la derrota, terminaron por debilitar la causa rebelde. Después de la restauración del retrógrado monarca Fernando VII y su arremetida contra las Cortes y juntas liberales de su propio país, les tocó el turno a las posesiones de ultramar. El año 1814 vio a las tropas del imperio reconquistar la gran mayoría de las provincias americanas, iniciando un período conocido justamente como La Reconquista.
Derrotados los patriotas chilenos en Rancagua el 2 de octubre de 1814, lo que resta de su ejército emprende un penoso éxodo hacia Mendoza, al otro lado de los Andes. Planeaban su retorno desde Argentina, uno de los pocos dominios del continente que seguía en el poder de los revolucionarios, urgidos por las medidas con que el nuevo gobierno realista anulaba las transformaciones impulsadas por el movimiento independentista. Un Tribunal de Vigilancia y Seguridad Pública inauguró un reinado del terror –tortura, prisión, ejecuciones, deportaciones, propiedad confiscada–, un sistemático intento de frenar cualquier asomo de rebeldía.
Un siglo y medio más tarde, en 1973, Chile fue nuevamente sometido a un régimen similar de violencia en el nombre de valores conservadores y los intereses de una oligarquía arrogante. La dictadura de Pinochet no solo atacó las reformas de izquierda auspiciadas por Salvador Allende, sino que también fue revocando en forma metódica todos los avances en derechos civiles y sociales del país, destruyendo el Estado Benefactor que generaciones de chilenos habían construido esforzadamente desde la Independencia. Después del golpe militar de Pinochet, tal como en los días aciagos de La Reconquista, tanto los revolucionarios que permanecieron en el país y aquellos que, como yo, mi mujer y tantos otros allendistas, fuimos exiliados, nos reconfortábamos con el ejemplo de cómo nuestra patria había sido liberada, en el amanecer mismo de nuestra historia soberana, mediante una lucha épica contra el temor y la subyugación.
Nos repetíamos la historia del Ejército Libertador de los Andes, los regimientos que, comandados por José de San Martín, cruzaron la misma cordillera que estoy mirando mientras escribo estas palabras. A veces nos olvidamos de cuán descomunal fue aquella hazaña, una de las más extraordinarias de la era moderna. Vale la pena recordar que cuatro mil soldados (la mitad eran “libertos”, redimidos de la esclavitud), dieciséis mil caballos, nueve mil mulas, veintinueve baqueanos, junto con un enorme grupo de personal auxiliar y de salud, tomaron una ruta temible, mientras que la artillería (dieciséis cañones) y toneladas de municiones tuvieron que ser arrastradas por pasos cordilleranos menos escarpados, pero más estrechos. Pese al hambre, la sed, la fatiga, las tropas insurgentes batieron a las experimentadas huestes realistas el 12 de febrero en la batalla de Chacabuco. San Martín y su camarada chileno Bernardo O’Higgins habían tenido la audacia y la clarividencia inventiva para creer que los Andes, en vez de constituir una barrera para su misión, sería un aliado. Y no solo para liberar a Chile: esa victoria habilitó una expedición al Perú donde, después de unirse finalmente con las legiones de Bolívar y Sucre que avanzaban desde el norte,se pudo completar la gesta de la Independencia.
Inspirados por esa iniciativa del cruce de los Andes, los chilenos encontramos la fortaleza, la paciencia, la agudeza y la unidad, para destronar a Pinochet. Lo hicimos ocupando cada espacio factible, invadiendo cada rincón y organización del país, socavando poco a poco los cimientos de la dominación dictatorial hasta que nuestra tierra fue otra vez más liberada de la malignidad. Tal proceso tardó diecisiete dolorosos años, y muchos muertos y desaparecidos, pero en este momento gozamos de una democracia que constantemente busca expandir los derechos ciudadanos, siendo mujeres y estudiantes,trabajadores y pensionistas y, por cierto,inmigrantes extranjeros, los más beneficiados.
Ojalá pudiera decir algo semejantes acerca del mundo mismo.
En todo el planeta, los éxitos sociales y políticos lentamente obtenidos por la humanidad reciente y por nuestros ancestros más lejanos sufren un asedio inmisericorde, aunque peor todavía es el asedio a la Tierra misma, que enfrenta un proceso casi irreversible de extinción. Las fuerzas de la regresión y el autoritarismo, avatares contemporáneos de La Reconquista, avanzan en un país tras otro, alimentadas por un nacionalismo étnico perverso. Se levantan los muros en las fronteras mientras se cierran los corazones de millones a la solidaridad. Las conquistas que habíamos considerado inexpugnables y seguras –los derechos de minorías al respeto y de las mujeres a gobernar sus propios cuerpos y de los refugiados a una vida mejor y de los seres humanos a elegir su orientación sexual y de las familias a un salario justo y digno–, todo eso se va erosionando. Desde la debacle de Hitler y Mussolini no habíamos presenciado tantas muestras de odio hacia el Otro, una situación agravada por la circunstancia lamentable de que los Estados Unidos, uno de los países que llevó a cabo la lucha contra el fascismo, se halla hoy gobernado por hombres que, usando la represión y no la persuasión, quieren desbaratar tantas libertades que parecían irreversibles.
Y habiendo atestiguado en mi propio Chile con cuanta facilidad una democracia plena y participativa puede ser reemplazada por las más aterradoras de las tiranías, nunca hay que dejar pasar la ocasión para advertir sobre el camino peligroso que nos aguarda.
Si, doscientos años más tarde, invoco a aquellos revolucionarios patrióticos cuya ansia de libertad no fue desalentada por algunas de las montañas más altas del planeta, no es porque piense que una invasión desde otro lugar (¿vendrán acaso de Plutón a salvarnos?) sea la respuesta a los desafíos abrumadores que enfrenta nuestra especie, sino porque hay mucho acerca de la resistencia y la esperanza que podemos aprender del Ejército de los Andes.
Tal como los héroes de la Independencia encontraron un asilo desde donde recobrar fuerzas y salir adelante, lo mismo deberán hacer las multitudes que luchan en nuestros días a favor de la paz, la justicia y la igualdad, buscando también aquellos refugios que nos permitirán sobrevivir y desde los cuales podremos resistir con firmeza el embate de las fuerzas del miedo. Una firmeza que nace de la certeza de que ningún obstáculo es tan titánico, ningún enemigo tan poderoso, ninguna cordillera de desolación y muerte tan infranqueable, que no puedan superarse. Cada uno de nosotros ocupa algún espacio preservado en medio de la catástrofe, todos tendremos que contribuir con alguna artillería suave y pacífica, nuestros propios Andes a cruzar, si habremos de prevalecer.
Las montañas de Chile nos recuerdan que, si somos lo suficientemente imaginativos y astutos y valientes, nada es imposible en este milagroso mundo nuestro.
* Escritor chileno nacido en Argentina, autor de la novela Allegro. Vive con su mujer en Estados Unidos y Chile.