Nací en una casa que está construida en una esquina, aunque, en verdad, en ese triángulo está el jardín. Un jardín que ahora me parece pequeño pero de chica me parecía inmenso. Los fresnos que cercan la esquina, ya crecidos, tienen troncos gruesos y en otoño sus hojas viran a tonos cobres formando un colchón que para los gatos era un lugar de escondite. Y para mi y para mis hermanos también. A esos árboles ya casi no logro rodearlos con mi cuerpo, y me sorprenden sus arrugas verticales, gruesas. Ellos también envejecieron.
En cambio el roble del jardín, regalo de un profesor de pintura, sigue con una altura mediana, casi igual a la mía, 1,70. Su presencia me genera tranquilidad cada vez que voy de visita. Si uno entra al triángulo por el portón de la esquina está él, el roble, sé que lo planté mal, muy cerca de la casa y las raíces van a traer problemas. Está más o menos en el centro de un espacio hexagonal, aunque no es precisamente un hexágono. Si uno mira en línea recta desde esa ubicación está la santa rita de color fucsia furioso y trazando otra línea a unos pasos más allá está el jazmín del Paraguay de flores violetas y blancas, de chica lo miraba y quedaba atónita cada vez que florecían los dos colores, ¡increíble! Entre el fucsia y el violeta y blanco hubo un pequeño rectángulo azul, donde nos bañábamos de chicos. Ahora que recuerdo ese rectángulo azul, en mi imagen es azul cristalino, sin embargo la mayoría del tiempo estaba verde acuoso, musgo donde se podían ver, cuando el sol se reflejaba en el agua, pequeños resortes chiquititos que se movían enérgicamente. Ese rectángulo verde musgo estaba al pie de una forma pentagonal, blanca tiza. Donde siempre el sol del mediodía da de lleno y se transforma en un verdadero problema fulminante no sólo para la visión sino también para todo tipo de planta que uno pretenda colocar a sus pies. No sobreviven, es un hecho.
Siempre quise plantar una enredadera, que subiera rastrera, cubrir casi seis metros de altura ¡toda verde! Un césped pared me imaginaba, pero no crecían. Me molestaba esa forma blanca impoluta, de cemento, que generaba un reflejo enceguecedor. Más allá, en forma de “L” en el trazado del diagrama, por una de las entradas estaban (todavía están) los dos cipreses acompañados por un jazmín de Cabo que se encuentra entre ellos. Si uno se encontraba a una cuadra de la casa y miraba hacia ella se ven dos formas cónicas, como capuchas. Hoy una está trunca. El vecino en un acto de enojo hizo un corte. Ahora las miro y me imagino una gran espada suspendida en el aire haciendo un corte horizontal a la velocidad de la luz para darle esa forma, casi graciosa.
No sé cómo se verá el diagrama desde un ángulo cenital, me imagino pequeños montículos de diversos verdes generando un movimiento ondulante, como alguien respirando debajo de una manta. Es lo más parecido a una pintura abstracta que tuve en mi infancia. En esa casa la única imagen de una pintura que había era una reproducción de un óleo de Van Gogh, Cabañas con tejado de paja en Chaponval. Al pensar en esa reproducción, me acuerdo de mirarla un poco desconcertada. Una casa tapada por el césped, dos personajes con los pies cortados en un ángulo inferior izquierdo en una posición incómoda y, en línea perpendicular, a esos personajes una pared, frenando el recorrido, generando una encerrona.
Cuando pienso en las obras de Van Gogh se vienen a mi cabeza primero los colores, los campos amarillos, los cielos. ¿Cuántos celestes y verdes logró ese señor? Pienso también en la serie de los campesinos alrededor de 1885 con una paleta de ocres, tierras verdosos. Pero resulta inevitable no caer en la lámina que estaba en mi casa de la infancia. No es una pintura que me genere deseo como con las obras de Sigmar Polke, Mamma Andersson, Luc Tuymans o Thomas Scheibitz por nombrar algunos de mis favoritos. Por el contrario, la obra de un clásico como él me genera todo tipo de controversias, ¿cómo mirarla sin la carga de la historia? Tuve la oportunidad de ver obras de Van Gogh y debo admitir que siempre me encontré con una sensación de incomodidad ¿Era por su demasiada materia, por su brillo? Lo cierto es que son pequeñas, no todo lo majestuosas que pensaba que eran. ¿Pero qué tendría que ser esa pintura? Me demoro en ese pensamiento, en esa dimensión mental que abre lo retiniano, las preguntas saltan y la imagen que aparece son lágrimas que brincan de los ojos. ¿Cómo hacer visible lo oculto, lo subterráneo que surge en ese entretejido de la memoria? ¿Tienen la suficiente potencia de condensar una sensación capaz de retener un cuerpo fugaz con una mirada esquiva? Pienso ya en mi pintura. Establezco casi de manera obsesiva relaciones espaciales entre objetos, recortes de cortinados que los ubico filiales al renacimiento o a un interior de una habitación le sustraigo un cuerpo y me quedo con su contorno o concavidad, hueco que me permite exponer otra profundidad. Mis pinturas no son pequeñas como la de Van Gogh, tienen casi 2 metros, pienso a imagen y semejanza de mi propio cuerpo, como un gran espejo.
Insisto en retener o condensar el pensamiento en una imagen, enlazar aquello que se escurre entre los dedos. Algo se cuela entre el mirar hacia la línea del horizonte y el espejo retrovisor que refleja lo pasado, algo de aquello que sucede entre esos dos puntos de mirada tiene que tener la potencia de latir bajo el manto verde. Y ahora sí, mi memoria vuelve y se enlaza con el pequeño gesto de ese hombre frente a una tela.
Martina Krapp
Nació en 1981 y es licenciada en Artes Visuales. Se formó en el taller de Alejandro Arguelles y Fabián Attila. Durante el 2013 realizó clínica de obra en Taller Scalabrini coordinado por Leila Tschopp. Fue becada por el Centro de Investigaciones Artísticas (CIA), y por Can Serrat International Art Residency El Bruc, Cataluña. Obtuvo el premio estímulo por parte del Fondo Nacional de las Artes. Participó junto a otros artistas de las exposiciones Cómo construir un cerco en Galería Pasaje 17, Transmutaciones en el Consejo Federal de Inversiones, y Bienal Premio Federal de Pintura CFI. Fue convocada para formar parte del programa de muestras de la Fundación ICBC con El punto gris. Sala de ensayo en Fundación Esteban Lisa. Demolición de un Muro, Bastón del Moro Galería (Provincia de Córdoba). En el 2016 realiza la muestra colectiva Asentamiento y Diamante en Bruto en El Pliegue, Agenciamiento Arte y Vida/ Territorio Experimental. Hasta el 28 de junio se puede ver Mi sombra es un hueco en la tierra, en la Galería de Arte Alejandro Bustillo, del Banco Nación (Rivadavia 325). De lunes a viernes, de 10 a 15.