En 1995, a un año de la muerte de Juan Carlos Onetti, Ricardo Piglia dictó en la universidad de Buenos Aires un memorable seminario sobre las nouvelles del autor, cuyo emblema más saliente resulta ser Los adioses, un texto que por esos años también sería el caballito de batalla crítico de otro notable profesor de la carrera de letras como Jorge Panesi. En la nota introductoria a Teoría de la prosa, Luisa Fernández, a cargo de la edición, cuenta que en 2016, a propósito del envío del archivo de Ricardo Piglia a la Universidad de Princeton, fueron encontradas estas cintas conteniendo el seminario sobre Onetti. Y señala que Piglia solicitó su transcripción y dedicó sus últimos meses a la preparación del volumen, además de continuar con la revisión de los diarios. Piglia aplicó una claridad luminosa pero no exenta en absoluto de complejidad, a descifrar uno de los corpus más ricos y enigmáticos de lo que todavía podemos dar en llamar –con todas sus resonancias– literatura rioplatense. Con las nouvelles de Onetti nos encontramos en pleno dominio de la circulación de versiones, de los chismes del pueblo, de los rumores, de la ineludible ambigüedad de los vínculos humanos en círculos cerrados, plagados de misterios del pasado. Ahí, en esa zona, que podría pensarse con los rasgos metafóricos de un pueblo chico, es donde Onetti se roza sorpresivamente con Manuel Puig, no tanto por la creación de un territorio sino por las voces que hace circular por él.
No sólo de Los adioses se trata aquí; también desfilan ante los oyentes del seminario y los lectores actuales de Teoría de la prosa, los brillos ocultos de El pozo, La cara de la desgracia, Para una tumba sin nombre, Tan triste como ella, La muerte y la niña y Cuando entonces. Como se puede comprender rápidamente, a Piglia le interesaba apartarse tanto de las novelas más extensas y complejas de Onetti (no hay que olvidar que Josefina Ludmer ya le había dedicado un libro entero a La vida breve, inauguración del proyecto narrativo onettiano edificado alrededor de la invención de la ciudad de Santa María) como de los cuentos cortos que se habían recopilado en los años 70 en la famosa edición de Corregidor de la cara partida en dos, fondo verde. ¿Qué hay, qué falta o qué sobra en estas nouvelles de transcurrir moroso pero desenlaces en general fulgurantes, como un incendio en cámara lenta, que no se consigue en relatos más cortos como “Bienvenido, Bob” o “El infierno tan temido”, o que tiende a disolverse en los engranajes de novelas como Para esta noche, Juntacadáveres o El astillero? La dispersión, la indecisión de la forma conocida como nouvelle, un enigma que parece cifrarse en una suerte de relato perdido dentro del relato, son los rasgos que Piglia resalta desde el comienzo en el aspecto formal. Pero también llamará la atención sobre un dato extraliterario si se quiere, aunque nada menor: Onetti había defendido a ultranza la publicación de sus novelas cortas o nouvelles en forma autónoma. Señala Piglia: “La nouvelle se opone al sentido común de lo que llamaríamos el mercado literario, rompe el equilibrio respecto de lo que podríamos llamar ‘la buena forma de un libro’. Parecen demasiado breves, por lo tanto no se sabe si esos textos se sostienen solos, pero Onetti ha sido en esto muy consecuente. Yo les voy a mostrar en las próximas clases algunas de las publicaciones que Onetti hizo de algunos de estos textos que a menudo son, por supuesto, ediciones del autor”.
Cabe agregar que cuando se publicó por primera vez la novela breve La balada del café triste de Carson McCullers en una revista libro, pasó casi desapercibida; tuvo que llegar la edición de 1953, La balada del café triste y otras historias reunidas en un solo volumen que obviamente excedía las cien páginas, para que en poco tiempo se consagrara a su autora, y a esa nouvelle en particular como uno de los textos fundamentales de la literatura norteamericana.
En cierta medida puede pensarse que esta dedicación de Onetti a los relatos y las formas incómodas –para el mercado, para el lector acostumbrado a los géneros más clásicos y a las categorías nítidas de “corto” o “largo” y también para otros escritores, que frente al contenido altamente estético de la nouvelle, como si fuera un concentrado de literatura, quedarían expuestos como unos oficiantes esforzados, entusiastas profesionales de la Gran Novela a la que siempre le sobran páginas y descrpciones– son como una metáfora de su lugar en la literatura latinoamericana y en particular el boom, al que se integraría muy tardíamente, como diría uno de sus títulos, “cuando ya no importe”. O cuando ya no era lo más importante para nadie.
Sí: el autor incómodo, el oscuro y hermético nihilista que no transó, que no cambió ni de estilo ni de humor desde El pozo hasta la muerte. Pero estas nouvelles son las que, junto con un puñado de cuentos, finalmente terminaron por darle una puerta de acceso a muchos lectores del futuro a la narrativa única y compleja de Onetti.
De ningún modo los análisis que Piglia fue desgranando en las sucesivas jornadas del seminario se limitaron a cuestiones meramente técnicas o formales. Es en verdad una gran inmersión en un universo narrativo en cuyo centro está Onetti y que remite al menos a dos grandes tradiciones: la de Henry James y Faulkner por un lado, y la de lo que puede llamarse una tradición rioplatense en –también al menos– dos vertientes: la arltiana por un lado, la “fantástica” por el otro (Borges, Silvina Ocampo, Felisberto Hernández, Cortázar, entre otros). Obviamente, Piglia se muestra enormemente interesado en la conexión Arlt- Onetti. Es una conexión total, existencial. Una relación fundante. “Él construye alrededor de la figura de Arlt un mito de origen. Este mito suele estar presente en todos los escritores y tiene una o dos características básicas” señala Piglia. “Una es que, en general, está siempre para indicar cómo se empezó a escribir. Es muy probable encontrar siempre en algún lugar de la obra o en alguna relación entre la obra y el escritor un momento donde aparece un comienzo construido, que es una ficción del origen, porque no necesariamente las cosas suceden como se cuentan”.
Entre Arlt y Onetti se juega algo mucho más decisivo que una cuestión de influencias o de una lectura deslumbrada de almas supuestamente gemelas. Podría pensarse que Onetti encuentra en Arlt su lugar en el mundo imaginario. Está ahí, traducido, como si remedara, lo que en verdad importa. Pero el pasaje que le ofreció Arlt a tantos narradores que vinieron después, es decisivo. Imitar, traducir, remedar: todos son verbos cruciales en la poética de Onetti. Y Piglia recuerda en el seminario la anécdota de cuando Onetti, a instancias de un amigo en común, conoció a Arlt en la redacción de El Mundo. “Mirá, acá hay un escritor joven” le dice el intermediario, Kostia Constantini, a Roberto Arlt. Onetti le alcanza su libro recién publicado (presumimos que se trata de El pozo) y Arlt apenas lo hojea y pregunta: “Decime, Consti ¿yo publiqué alguna novela este año?”. Frente a la respuesta negativa, Arlt remata: “Entonces yo creo que ésta es la mejor novela que se ha publicado este año”.
De esta anécdota podría deducirse más allá de las marcas literarias, la profunda huella vital que le imprime Arlt al entonces joven Onetti, a punto tal que no cuesta tanto imaginar que si Arlt hubiera vivido más allá de sus cuarenta años, podría haberse convertido en un personaje y una leyenda muy parecida a la que terminaría encarnando Onetti con el paso del tiempo y su recolocación final al margen del boom, en el margen pero dominando de a ratos la escena literaria, marcándole una posición de ética literaria. Inclusive, desde la novedosa posición en la que la leyenda pero también el muy real deterioro del cuerpo, lo situaron eternamente recostado: en posición de acostado en la cama.
En los últimos años de su vida Onetti pasó gran parte de su tiempo en la cama donde comía, bebía, fumaba, leía novelas policiales y no dejaba, de tanto en tanto, de redondear su visión escéptica del mundo, inclusive para un video que lo filmó yaciendo, en ese nuevo mundo inventado. Si estaba en cama era porque fuera de ella no había nada que lo tentara para dejar esa posición de acostado.
Como una metáfora de una literatura rioplatense que tanto se había esforzado en ponerse de pie pero quedó como acostada –acomodada–, entre el agotamiento y la autocomplacencia. Quizás él mismo, desde el Premio Cervantes y cierta rehabilitación de su narrativa como “exitosa” desde el punto de vista editorial, sentía que esa felicidad del reconocimiento podía ser contradictoria, contraproducente con su postura existencial, de toda la vida.
Del “pozo” a la “cama”: toda la obra de Onetti es una denuncia de las vanas vanidades y veleidades literarias. Y las nouvelles que este libro pone de nuevo en circulación, son la mejor demostración de la actitud-Onetti, radicalizada aún en la resignación: la lenta construcción del edificio propio, pieza por pieza, desde adentro, de una obra que no se define por su monumentalidad sino todo lo contrario, por la precariedad de sus interiores sinuosos, ambiguos, apenas recompensados por mínimos destellos de belleza y verdad en medio de la devastación y el incendio.