“Me gustaría decir que quería reaccionar, pero el deseo más poderoso que tenía era el de que eso que estaba pasando no estuviera pasando, que se evaporara la escena entera”, dice un personaje de Con la espada de mi boca, último libro de relatos de Inés Garland. Y esa podría ser una frase que los represente a todos y cada uno de ellos, como una pancarta o un pasacalle, que gritara al mundo lo que les pasa a esos seres sometidos a la voluntad del otro. La mayor parte de esos seres son adolecentes, a los que un episodio de violencia –más o menos soterrada– los marca para siempre. “El peso de lo que no entendí todavía arrastra lo que ahora sí entiendo”. Y el que violenta cada vez, es alguien cercano, la misma familia o alguien que frecuenta la casa, que está a la vuelta de la esquina o nomás estirar un brazo. Lo peor viene del ángulo menos pensado. “¿Alguna vez sentiste cómo se vacía la sangre? El cuerpo se hiela. Deja de latir. Sentís cómo te escurrís por los pies. Toda entera”. Como la cara oculta de estos hechos, son las referencias nunca explícitas –pero que sin embargo operan como marca del lenguaje– a la sexualidad de las mujeres: “María se casa de apuro… mi mama decía que desde chiquita, que miraba fuerte, que nunca hizo caso, que ya a los trece”. “Dolores era la hija mayor de los Varela. Un avión, decía mi papá”. “No me gusta para amiga de Lucía, tiene pinta de reventada”.
A veces aquel otro que somete ya no está físicamente, pero dejó su huella y el trauma se repite como una canción desconsolada. Así, la mujer de “Los hamsters” ocupa entero el turno de motel con su pareja buscando desesperadamente atrapar el amor por medio de técnicas y juegos sexuales cada vez más sofisticados. Dice: “Siempre me dejé someter. Siempre elijo someterme”. También la niña de “Redoble de tambores” que debe acudir sin excusas cada vez que el timbre suena en la casa anunciando que su padre vuelve de trabajar. Una orden que debe cumplirse a rajatabla para evitar la ira del padre que lo transforma en un desconocido que quiere lastimarla. Cuando esa niña crece, se ve envuelta en una situación que reactualiza aquel pasado de sometimiento y sumisión, logrando el relato desde lo simbólico establecer de manera sutil y a la vez contundente, la causalidad entre ambos hechos: “Aunque no podría haber dicho qué era lo que la había cambiado porque no era en el espejo, había una pátina, ahora, entre ella y lo que estaba frente a ella, entre ella y ella misma en el espejo”.
¿De qué estamos hechos sino de las marcas del pasado? ¿Acaso vivir no es la búsqueda infructuosa de una eterna reparación? Son algunas de las preguntas que se desprenden del texto y que Inés Garland va delineando con un lenguaje sencillo y sin adornos. A la vez con una cadencia muy propia y original. Como en sus libros anteriores, “La arquitectura del océano” y “Una vida más verdadera”, en Con la espada de mi boca están los temas que a esta altura definen la literatura de Garland: el lazo fallido, el desencuentro como única posibilidad de relación. Y a la vez el anhelo –traducido en la búsqueda incesante y fatigosa del amor– de que no sea así. Los relatos que rondan ese conflicto se agrupan en la última parte del libro. En “La zorra ilusa” (del cual se hizo una puesta en teatro) una mujer repasa las diferentes citas que tuvo a lo largo del tiempo. “¿Cómo puede ser que un hombre tan prometedor se transforme en una cataplasma en apenas una semana?” El humor sobrevuela y sirve de catalizador para la escena que se desarrolla allí: una mujer en soledad, frente a aquel hombre al cual desea poder ver con otros ojos. También hay otros relatos de tono más nostálgico, como “La camisa de Lalo” donde una mujer, sin siquiera conocer al hombre de la camisa, anda todo el tiempo que duran sus vacaciones con la prenda puesta, soñándolo.
Mujeres y hombres que andan así por la vida: incompletos, deseantes. Rotos. Y donde las desventuras del amor empiezan temprano, como “En el Giulio Césare”, donde un adolescente viaja por primera vez en un crucero con su madre y su hermana, lejos del padre y un mundo sorprendente se abre ante él. (“Eso era el amor, eso era enamorarse con todo lo que él tenía disponible para enamorarse”) Un mundo en el que el brillo va a durar apenas unos instantes. O en “Los ojos que la miran” donde una chica quiere ser como la otra, como esa que afirma que estar enamorada es querer comerse a la otra persona. “Era como si escuchándola hablar yo entraba en el ojo de un huracán y me viera arrastrada a un mundo en el que no podía entrar cualquiera”.
En los mundos de Garland el amor tiene formas variadas pero todos revelan un paisaje psicológico marcado por la soledad. Quizás porque cada acto de los humanos es un grito de amor. O porque el amor nunca nos es dado abiertamente y viene sin excepción, de la mano de una necesidad.