“El primer día Sara se sentó en el medio del terreno y miró el recorrido del sol en cada cosa. Una silla, el monte, un balde. Miró moverse la sombra de lo que estaba quieto. Miró el arco lento que dibujaron las horas”. El párrafo es de “La casa”, el quinto entre los trece cuentos que hay en este libro, y abre este comentario porque referencia a un título que, además, signa la poética, la cadencia y uno de los temas recurrentes, vitales del volumen: el paso del tiempo, su acumulación, sus claroscuros, sus reiteraciones, etapas. Y luego, sus reformulaciones, deformaciones, anomalías. En este la protagonista, una mujer que “había tenido un hijo y ya era hombre”, que “había tenido un amor y se había ido”, se reconstituye a la par que con sus manos amasa ladrillos de adobe y construye desde cero: “Con hilo y cuatro estacas improvisadas con alambre, marcó en la tierra la forma de la casa”.
Los sitios en los que se vive y sus señales, las marcas y los gestos profundos que imprimen los cercanos, casi siempre la familia, y ese entrevere desplegado en el tiempo: por ahí son esos los principales temas de estos cuentos preciosos de Kamiya. “Separados”, el primero, está narrado por una hija cuyos padres viven en casas distintas casi desde su nacimiento: “No tengo recuerdos de los tres juntos”, se lee, de arranque, y también que le era imposible imaginarlos juntos: “Eran muy diferentes. Pero sus diferencias no parecían correr en sentido contrario. Vivían cada uno en su casa y yo en ambas. Estaban separados pero parecían ponerse siempre de acuerdo en todo”. Él peronista, orgulloso de cantar la marcha mejor que Hugo del Carril; ella católica, y lo que su padre definía como “gorila”. “Una vez alguien me dijo, en el secundario, ‘¿Tus papás no se hablan?’, ‘No precisan’, respondí yo sin pensar.” El cuento, que avanza en el tiempo en el devenir de los padres, dialoga por ejemplo con “Veré árboles”, el que cierra el volumen: desde niña y hasta más allá de madre la narradora va desplegando, toda su vida en presente y hacia el final en proyección al futuro, sus distintas etapas en relación a una quinta. En “Elefantes”, el antepenúltimo, también se perciben con nitidez estas materias primas: la hija aquí visita al padre, viudo, y repara en una mancha descascarada en la fachada en la que crece una especie de helecho, revoque saltado que compone un cuadro de situación con unas tazas mal lavadas, con el cuerpo del hombre encogiéndose, con un diálogo trajinado en los últimos tiempos que da un giro picante, con un elefante de piedra que le gustaba a la madre (“me di cuenta de que los recuerdos son el alma de las cosas”) y él atesora, y un documental que le comenta.
Es notable en el libro el abanico de registros y emociones que Kamiya despliega con una escritura sensible, lúcida, sencilla y profunda a la vez. La opresión y el encierro en “Un círculo pequeño”, la hermana que quedó al cuidado de la madre enferma y va replegándose sobre sí, acompañada solo por una perra agresiva; la luminosidad en “Los gestos de la sal”, el enamoramiento de una pareja de trabajadores de una salina; la camaradería y la charla de dos vecinas sentadas en la vereda al atardecer en “La espera”; las formas posibles de la tragedia fulminante en “Un koan para el señor Nishida” y en “La historia del padre del señor Yamano”; el humor en “Antes de la helada”, los dos viejos que van despacito con su auto por la ruta, un peligro rumbo a un hotel alojamiento para ver un programa de televisión (un hilo que entrevera con otros dos pares de personajes, en los que talla la tristeza y la sordidez); los descubrimientos de una jovencita en un retiro custodiado por monjas en “La fruta y la oscuridad”, la mujer desnuda de “Desayuno en la hierba” que aparece al abrir un libro y la deslumbra, el propio cuerpo, el efecto de una represalia. Ya en la primera página de El sol mueve las sombras de las cosas quietas aparece, dentro de otro libro, una foto: la narradora es una beba y está junto a sus padres, que poco después se separarían. Escribe Kamiya: “El libro se llama La casa redonda y resalta en la biblioteca porque no tiene lomo, y se le ven las costuras y los cuadernillos como si fueran las vísceras”. En la última página la narradora de “Veré árboles”, proyecta: “Voy a soltar la mano del pasado”. Los arcos de la luz, las sombras de las cosas en la configuración y el latir de sus personajes, alguna hora, lo que se expande en el tiempo.