¿La historia se vuelve a repetir? La guerra comercial entre Estados Unidos y Japón de hace 40 y 50 años atrás volvió a estallar, pero esta vez entre la primera potencia del mundo y China. Repasar lo sucedido con Japón puede ayudarnos a sacar una lección y tomar las medidas correctas.

En aquel entonces, la coyuntura era bastante similar que ahora: un presidente republicano, Ronald Reagan, la expansión de burbujas económicas y también una misma preocupación por el crecimiento del poder de Japón, importante socio de comercio para Estados Unidos. Esta preocupación norteamericana surge a partir de 1965, cuando el comercio con Japón resultó superavitario. En tres años, Japón ascendió como la segunda economía del mundo y empezó a tener más conflictos comerciales con Estados Unidos. Por ejemplo, los automóviles japoneses ahorraban consumo energético y su mejor funcionamiento devoró la cuota del mercado norteamericano, desplazando a la compañía Chrysler, que pronto quedó al borde de bancarrota. Al mismo tiempo, la economía de Estados Unidos entró en estanflación.

El gobierno de Reagan acusó al comercio con Japón de injusto y peligroso a la seguridad nacional y lo culpó del desempleo de los trabajadores locales. Lanzó una serie de acciones bajo el pretexto de reducir el déficit y proteger la industria local. La primera medida fue presionar a la exportación japonesa con informes conforme a la sección 301 de la Ley de Comercio que cubrió varios sectores durante diez años. En 1987, subió 100 por ciento el impuesto aduanero a los productos electrónicos. Luego prohibió la compra de la empresa Fairchild por parte de Fujitsu. Pese a que la empresa comprada pertenecía a los franceses, el gobierno norteamericano la tomó igual como un caso de peligro para la seguridad nacional. Además, seis gerentes de Hitachi fueron detenidos por el FBI bajo la sospecha de robo de la tecnología de IBM. Al mismo tiempo, Estados Unidos presionó a Japón a resolver los problemas de acceso al mercado de los productos norteamericanos y lo forzó a realizar una reforma institucional.

El gobierno nipón eligió no enfrentar a Estados Unidos ni tomó represalias, sino que retrocedió con grandes medidas, se restringió voluntariamente en los productos de exportación como TV, autos y  componentes y se abrió  a importar televisores, automóviles, carne vacuna, naranjas y otros bienes procedentes de Estados Unidos, incluso de telecomunicación. Japón fue acusado de anti-dumping en los productos electrónicos de semiconductores y fijó un 20 por ciento de la cuota del mercado japonés para los productos semiconductores de Estados Unidos.

Sin embargo, las medidas no redujeron el déficit del comercio norteamericano con Japón, sino que lo subieron. La restricción de los autos nipones subió los precios de importación, y el valor total de exportación subió consecuentemente. Lo mismo pasó con el acero y semiconductores.

Estados Unidos tomó una nueva medida: acusó a Tokio de manipular y sobrevalorar la tasa de cambio entre el dólar y el yen dando ventaja a sus exportaciones. En 1985, bajo el liderazgo de Estados Unidos, Japón, Alemania Federal, Francia y Inglaterra se reunieron y firmaron el Acuerdo de Plaza, interviniendo en el mercado de divisas. Esto condujo a la devaluación del dólar en relación a las principales monedas con el objetivo de resolver el déficit gigante de Estados Unidos.

Con este acuerdo, la cotización de yen/dólar subió a grandes pasos y resolvió el déficit de comercio norteamericano con Japón. Pero la devaluación de yen perdió control. En 1995, ya había subido tres veces frente a 1985. Tokio, para aliviar la presión en sus exportaciones, tomó medidas como una política monetaria flotante y otra fiscal proactiva, promoviendo el consumo de su población. La baja tasa de interés de los años siguientes produjo un exceso de liquidez, lo cual -en última instancia- condujo a un frenético desarrollo de bienes raíces y otras burbujas de precios de activos. Lo que siguió fue un estallido y lo que investigadores económicos de la región asiática llaman las dos décadas perdidas.

Tras esa experiencia, el “ala dura” de Estados Unidos, representada en Robert Lighthizer, mostró “el éxito” del “pragmatismo” de Ragan para confrontar a los demás países y aprovechar la importancia que los países extranjeros otorgan al mercado. Según él, cuando la situación internacional no coincide con el interés propio, Estados Unidos tiene que definir su propio interés y regla a pesar de esto cause disturbios en el mercado internacional.

Hoy, Estados Unidos está tomando medidas similares contra China: la acusan de manipulación en la tasa de cambio; según los informes el infringir el artículo 301 de la Ley de Comercio, subida de impuesto aduanero, detención de gerentes de empresas tecnológicas con la acusación de peligro a la seguridad nacional, juicio de anti-dumping a los productos chinos. Beijing trató de negociar con Estados Unidos transferencia de tecnología, propiedad intelectual, barreras no aduaneras, tasas de cambio, y hubo unos avances.

Sin embargo, el gobierno norteamericano no se detuvo y siguió con las medidas contra China, que se vio obligada a responder con las medidas defensivas como subida de aranceles a algunos productos agrícolas, acuáticos y automóviles, y medidas de anti-dumping contra otros productos agrícolas de Estados Unidos. Los días 9 y 10 de mayo de 2019, en la 11ª conferencia de negociación entre los dos países, Estados Unidos subió las tarifas a productos chinos por un valor de 200 mil millones de dólares. Esto no dejó más margen de negociación a China y el gobierno chino lo lamenta mucho.

Al revisar la historia de la guerra de Estados Unidos versus Japón, la sumisión y el retroceso de Japón sólo trajeron tragedias y desastres económicos. En este tiempo contemporáneo donde la globalización ya está en pleno desarrollo, las altas barreras de comercio y la guerra de comercio sólo hacen retroceder el proceso de globalización y dañan a la economía global. Debe quedar claro también que en Estados Unidos los que van a perder son los consumidores, agricultores y empresas Pymes

* Codirectores del CIMI, Globalización y Sociedad (CEIL/Conicet y Universidad de Shanghai), cuyo equipo de trabajo conjunto redactó este artículo.