Los acontecimientos políticos argentinos siguen girando en torno de la decisión tomada por Cristina Kirchner el 18 de mayo último. Baste recordar, para comprobarlo, los buenos tiempos anteriores de Alternativa Federal. Con posterioridad al nacimiento de la fórmula Alberto-Cristina, la gran mayoría de la liga de gobernadores se alineó con ella, mientras el triunfante mandatario cordobés se tomaba merecidas vacaciones. Es decir que el peronismo de las provincias pasó en lo fundamental a fortalecer el proceso de unidad peronista. Mientras tanto, el macrismo, después de quedar estupefacto durante varios días, en los que siguió discutiendo si Macri o plan V, lanzó su contraofensiva: después del rechazo de Urtubey y de Sanz completó la fórmula de candidatos presidenciales con el senador “opositor” Pichetto.
Lo más significativo no es, sin embargo, la novedad de la fórmula sino el “operativo euforia” que la sucedió. Claro está, sin esa euforia desatada por la cadena mediática adicta, la movida hubiera aparecido como lo que es –un brusco paso atrás hacia las últimas líneas defensivas de un gobierno y una coalición en crisis– y no como una jugada magistral llamada a producir un vuelco en las expectativas sociales. Con el concurso de los timberos locales y globales, púdicamente llamados los “mercados”, se intenta crear un clima artificial de confianza y alegría y atribuirlo a una supuesta gran maniobra estratégica del macrismo. La euforia de los mercados se debería –según unánimemente interpretaron los analistas del establishment– a la creación, ahora sí, de condiciones de gobernabilidad para un hipotético segundo gobierno de Macri. Para lograr ese efecto era necesario subir hasta el absurdo las acciones del senador ex peronista, convertirlo en un hombre de estado providencial. Al punto de considerar en algunos casos que la presencia de Pichetto sería la clave para asegurar el apoyo de los gobernadores peronistas a la continuidad de la profundización del ajuste y los “cambios estructurales” que el propio presidente ha anunciado para un eventual segundo mandato. Mucha ignorancia, acaso deliberada, encierra esta interpretación. Se ignora, por ejemplo, que no fue el ahora compañero de fórmula de Macri el gestor del acompañamiento al gobierno en el Senado, sino los gobernadores provinciales peronistas, como contrapartida de la buena voluntad –ciertamente muy exigua– de la caja del gobierno nacional. El ex jefe de la bancada de la primera minoría del senado administró con corrección una política que se gestó al margen de él. Y eso no es ninguna rareza, sino que está en la lógica constitucional que atribuye a la “cámara alta” la función de proteger los intereses provinciales.
En el mismo sentido, abundaron los razonamientos acerca de un gesto de Macri en la dirección de disputar el electorado peronista no dispuesto a votar a lo que, intencionada y equívocamente, suele llamarse el kirchnerismo. Un mitológico peronismo “de centro” estaría listo para volcarse al oficialismo, estimulado por la presencia del rionegrino en la fórmula. Claro, eso se verá en el momento en que se abran las urnas y se cuenten los votos. Pero lo mínimo que puede decirse hoy, de antemano, es que la persona elegida no parece congruente con la función asignada. Aún con la representación unida del peronismo, Pichetto quedó muy lejos del triunfo en las dos ocasiones que pretendió ganar la gobernación de su provincia: electoralmente no es una figura prometedora.
Es el modus operandi del actual oficialismo. Frente a las dificultades políticas siempre hay una jugada publicitaria dirigida a intervenir en el estado de ánimo de la sociedad. En poco tiempo pasamos por los “precios esenciales”, por los “diez puntos” para un acuerdo político nacional y ahora pasamos a discutir (por unas horas) la apertura del gobierno al peronismo y la tranquilidad que el giro ha producido en los mercados. El “operativo euforia” se ve obligado, entre otras cosas, a festejar la estabilidad del precio del dólar durante algunas semanas, después de haber multiplicado por cinco ese valor en apenas tres años largos de gobierno y a celebrar como un logro una inflación anual del 56%. Todo eso en el contexto de una verdadera catástrofe social provocada por la política de estos años. La imaginación publicitaria nos propone la esperanza en el final del túnel, mientras estamos avanzando hacia una crisis terminal.
Claro que el operativo –ingenioso como buena parte de lo que produce la publicística oficial– tiene visibles problemas sobre los que incluso algunos de sus opinólogos se han visto obligados a deslizar una advertencia. El principal de esos problemas es que el nombre elegido, además de su visible falta de encanto electoral es portador simbólico de un arriesgado viraje en el interior del espectáculo macrista. Allá por el año 2014 el actual presidente sorprendió a muchos cuando anunció que, contra el consejo del “círculo rojo”, él no se presentaría a la elección unido a la “vieja política”, que en ese momento tenía el nombre de Sergio Massa. El macrismo se presentaba así como lo absolutamente nuevo, lo no contaminado. Y esa huella se fue recorriendo y ensanchando en la medida en que la retórica del gobierno pasó progresivamente de la descalificación del populismo kirchnerista a la promesa refundacional de terminar con los últimos desastrosos setenta años de la política argentina. Es decir, terminar con la historia del peronismo. Ahora la euforia se desata alrededor de la inclusión en el centro de la escena de un peronista. Y no de un peronista marginal sino de un cacique legislativo central de los gobiernos de Menem, Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner.
Se dirá que nadie vota por refundar o no refundar, que suele ser retórica pura. Pero lo que no es un asunto simplemente retórico es el antiperonismo. Esa identidad negativa tiene un viejo y profundo arraigo social. Ha sido rabiosamente cultivada por la coalición gobernante, cuyos principales referentes lo han usado como sinónimo de corrupción y fracaso. Hoy la apelación al peronismo es una de las últimas cartas del régimen macrista.
La “nueva política” terminó. Pero el movimiento de su derrumbe no fue una casualidad. Su clave hay que buscarla en el proceso de unidad del peronismo, cuyo momento definitivo fue la decisión de Cristina del 18 de mayo. Obligado por una difícil circunstancia, el macrismo ha tenido que sacrificar uno de sus recursos propagandísticos más potentes y eficaces. Habrá que ver si el “operativo euforia” puede tapar con fuegos artificiales lo que entraña un retroceso estratégico cuyas consecuencias políticas pueden ser muy importantes.