Hace poco más de un mes, Hugo Hualde se paró frente a un auditorio repleto en la Usina del Arte y sostuvo, durante algo más de cinco minutos, una charla en la que contó a todos los presentes sobre la forma en que descubrió su verdadera identidad, cómo lo asimiló, lo habló con sus amigas y amigos y lo enfrentó con su mamá, y cómo la sensación de felicidad lo invadió cuando pudo al fin vestirse y verse como en verdad se sentía. Hugo contó, en esa charla titulada “Por qué estoy orgulloso de ser” (colgada en los anaqueles invisibles de la web), que es trans. Y lo hizo con la simpleza de su emoción a flor de piel, con la tranquilidad que el proceso previo le había dado.
La charla, que elaboró para el Club Ted-Ed en el que participó el año pasado en la Escuela del Sol, tenía los condimentos para que todos se emocionaran: vivencia personal, la capacidad de que el oyente empatice, la búsqueda por sembrar la emoción propia en un tercero. Y es algo que, en general, no se enseña en las aulas. Ahí aparece la novedad de los Clubes TED-Ed, un modelo de taller para aprender a hacer charlas al estilo TED que funciona ya en 800 escuelas del país. Cuando terminó, Hugo dijo que se sentía realmente bien de haber podido contar su experiencia para intentar inspirar a otros a tener el valor de ser quienes en verdad son.
Desde hace cinco años, y a partir de experiencias que venían ocurriendo en otras partes del mundo, el segmento local de las ya famosas charlas TED comenzó a desarrollar estos clubes como un espacio escolar –guiado por docentes de esos colegios, que son formados y acompañados por el equipo pedagógico de TED– donde provocar mejoras en las habilidades comunicacionales de los alumnos: que los adolescentes sean capaces de desarrollar una idea y comunicarla. El formato final es casi una marca registrada: a esta altura, casi todos hemos visto uno de esos videos que mezclan motivación, inspiración, moraleja, historia de vida, experiencias transformadoras y conclusiones que parten de una premisa individual pero que intentan ser colectivas.
Todos los que pasamos por la escuela guardamos, además de algunas experiencias buenas –propias o ajenas– y algunas historias de compañeros que terminaron en pasiones o carreras posteriores, muchísimas horas de hastío y la sensación de que allí no pasaba en verdad nada. Alumnos, directivos, docentes y, sobre todo, el sentido común imperante, suelen otorgar escaso valor a la escuela en términos formativos para el mercado del trabajo: se dice que la escuela es clave para todos, pero se deja de lado que para muchos termina siendo, en el mejor caso, un lugar para hacer amigos y diseñar una personalidad.
“Aprender de memoria es obsoleto. Hay que replantearnos como enseñamos y aprendemos. El taller supone formatos de fácil aplicación y sería ideal ir a un modelo de 50 y 50: hay que aprender teoría y contenido académico, pero el análisis queda obsoleto si solo respondemos preguntas o hacemos un powerpoint”, explicó al NO Martina Piovano, una alumna del último año de la Escuela Normal Superior de Bragado, que en 2018 hizo una charla sobre estereotipos de género para la mujer a partir del modelo de la muñeca Barbie, y que destaca el valor del feedback que recibió de profesores y compañeros en ese espacio.
Allí, quizás, se explique el éxito de los clubes TED-Ed. En la actualidad, alejados casi 30 años de las últimas grandes narrativas colectivas, habiendo pasado varias décadas centrándonos en el individuo, su desarrollo y sus experiencias, TED sirve como marco para volver a la narrativa colectiva. Y lo hace precisamente desde un sujeto expresando una idea propia que convoque o inspire a terceros. Y eso provoca el llamado “efecto esférico”, según señaló el director del programa, Ariel “Hache” Merpert, con vasta experiencia en docencia y diferentes espacios del ámbito público y privado.
¿Qué es el efecto esférico?
--Algo ideal es que un proyecto educativo afecte en 360º a alumnos, docentes, directivos y padres, la comunidad educativa en general. Lo que vemos con TED es que no solo afecta a los actores sino además la relación entre ellos. Lo que pasa es que los chicos hacen un recorrido que los lleva a vincularse con lo que los moviliza y apasiona, y el docente ocupa otro rol que no es el de siempre, es el facilitador. Y esos docentes empiezan a conocer un montón sobre los chicos: cosas que los movilizan, intereses que los apasionan. Y eso les da más información a los docentes y genera un vínculo de confianza que antes no tenían. Es un ejemplo concreto de que se afecta no solo lo que aprende un chico sino el vínculo.
El foco del éxito está en poner un elemento disruptivo en instituciones que no tenían estos espacios. La herramienta no es mágica pero abre puertas. “Lo primero que se nota es que los roles del docente y del alumno no están tan marcados como tales. Es un aprendizaje mutuo, el docente puede bajar la guardia y jugar, compartir experiencias personales, y eso está buenísimo”, añadió Piovano sobre su experiencia.
El proyecto cuenta con financiamiento público y privado (como cualquier ONG) y un alcance que involucra a casi 30 colaboradores propios y 2500 docentes y directivos de escuelas del país. Además, en la Universidad de San Andrés, el equipo de la especialista en educación de la ciencia Melina Furman produce algunas investigaciones específicamente a partir de estas experiencias. “Lo que aparece muy claro es que los participantes dicen que están aprendiendo a escuchar: esto nos sorprendió”, dice Hache. “Queríamos que aprendan a desarrollar y comunicar ideas: estructurar, sintetizar, algo no muy presente en la currícula tradicional de la escuela. Pero lo que aparece sistemáticamente en las entrevistas es que todos empiezan a aprender a escuchar, porque para decir qué pensás de la idea de otro es necesario haber escuchado muy bien.”
Esta noción de la escucha vuelve a entroncarse con la narrativa. Como en el despliegue de la marea feminista, es central la ruptura entre el orden de que lo que me pasa es único a entender que lo que me pasa es único pero no me pasa solo a mí. La idea, la narrativa y la conjunción colectiva son claves para romper la soledad, y también la sensación de que todo está dado y nada puede oponérsele.
En relación a la idea siempre seductora de creer que toda iniciativa es “el futuro” de la escuela, Merpert es cauto aunque osado: “Clubes TED no es una escuela, es un proyecto para la escuela. No creo que tenga que haber una escuela que sea todo como TED pero sí que algunas de las estrategias didácticas que se desarrollan pueden ser útiles para otros contextos. Por ejemplo, agregarle narrativa a la enseñanza de matemática. Los que somos docentes sabemos que no termina nunca la tarea, y que estamos acostumbrados a no ver el resultado de nuestro trabajo. Una de nuestras metas es llegar a todas las escuelas del país, hablamos de casi 25 mil, por franja etaria. Falta mucho, pero queremos hacerlo. El sistema está muy fragmentado y no hay casos de escalabilidad de proyectos educativos como éste muy masivos y que lleguen a casi todos. Queremos también romper esa barrera y que crezca a escala”.
Otra experiencia: “Nunca fui una chica de sacarse 10 y muchos profesores tenían una imagen negativa mía. A partir de eso, yo pensaba que no era capaz de opinar, de tener una idea o una mirada propia sobre las cosas. Es una imagen que creé a partir de lo que decían los demás. En el Club sentí que me tenían en cuenta, que me escuchaban y fui rompiendo el prejuicio que tenía sobre mí”, contó Martina Bonnani, de la Escuela Da Vinci, de Berazategui. Sara Margariños, por su parte, terminó el colegio hace dos años, y cuenta que su experiencia le valió para relacionarse “más con profesores y compañeros”, y otra vez para destrabar prejuicios: “El ambiente de los Clubes ayuda a conocernos más a fondo”.
TED, en definitiva, tiene cuatro ejes: narrativa, desarrollo de ideas, didácticas diferentes y cuestiones vinculares. En épocas de aislamiento y de discursos en contrario, puede ser un pequeño gran cambio.