Mi forma de sentir no tiene que ver con la tuya y sin embargo nuestras formas se cruzan generan líneas nuevas: esta tarde miro en el patio los árboles, esta luz, este sol, los hace brillar de un modo en que solo brillarán hoy. Ni el sol ni el árbol serán los mismos mañana, pero el brillo de hoy estará contenido en el de mañana. El limonero que hasta hace poco nos tiraba azahares ahora ofrece limones. Tienen manchas en la piel. Mientras fumo busco descubrir la oruga entre sus hojas. La oruga es horrible, voluptuosa como si una hoja hubiese engordado a punto de reventar, si le tocás la cabeza saca una lengua bífida y cuando la aplastás estalla su relleno verde viscoso. Sé que está ahí pero no puedo verla y también sé que la mejor manera de encontrarla es no buscarla. Como a la Maga, y como al camioncito de bomberos de Gael, ¿te acordás cómo lo buscamos esta mañana? Pusimos la casa patas arriba hasta darlo por perdido, a Gael el duelo le llevó todo el día. Bueno, acá está, recién cuando me puse a escribir lo encontré en el cajón de los tápers. ¿Te imaginás la alegría de mañana cuando se despierte? Él no lo sabe y hasta quizás ahora sueña que al fin lo encuentra, ¿te imaginás mañana? Si hasta tengo ganas de despertarlo para contarle. Ni él, ni vos, ni yo nos vamos a acordar de cómo buscamos ese bendito camión de bomberos por toda la casa, el malhumor, el hastío, los roces, las culpas y la esperanza. Y la semana que viene ya lo habremos olvidado todo, hasta su cara de felicidad. La angustia de no encontrarlo llevaba ínsita la felicidad de mañana, un momento contenido en el siguiente. Igual que nos pasó a nosotros aquella vez del boliche hace once años a las tres de la madrugada, ¿o eran las cuatro cuando nos besamos? A las seis, me acuerdo bien, como si lo estuviésemos haciendo ahora, ya estábamos besados. Y nosotros, o esos que éramos entonces, ni se lo imaginaban y mucho menos imaginaban este ahora de vos durmiendo atrás de la puerta mientras los perros ladran en el fondo para ahuyentar fantasmas de la noche que no conocen, pero igual ahuyentan. No se puede soñar con lo que no conocemos.
Me cuesta decir las grandes cosas, aunque me gustaría. Eso de la vida, de los deseos, del sistema, de nosotros, de la muerte. Por más que el limonero sea el mismo para todos, cada uno tiene su manera de mirarlo y de vivirlo, y sin embargo hay algo común donde compartimos nuestros modos de ver. A veces pienso que el limonero nos va a sobrevivir y para otros serán los limones, pero prefiero hablarte de lo mínimo, de la oruga, del camión, de lo que hice hoy por la tarde. “Son las cosas pequeñas las que nos asustan. Las cosas inmensas, aquellas que pueden matarnos, nos hacen valientes”, escribe Berger. “Al enemigo no se le puede atacar directamente. De frente el enemigo es impenetrable. De frente, al enemigo hay que declararlo vencedor. Para no dejar de serlo, el enemigo necesita nuevos enemigos frontales. No existen, así que se los inventa. A eso aguardamos nosotros para llevar a cabo innumerables ataques indirectos. Ésta es la estrategia de la resistencia”, eso leí en el libro y lo cerré. Si hubieras estado acá te hubiera llamado para decírtelo. No podemos hacerle frente a la muerte, pero podemos llevar juntos numerosos ataques indirectos. Como esto de escribir lo que uno siente, que no es útil, no da ganancias, no capitaliza. Pero no escribir, no pintar, no hacer música, no jugar, es un poco la oruga, que de a poco va comiéndose los limones hasta secar la planta.
Dejé el libro en esa frase, y apenas llevaba tres páginas de las cien que me había prometido leer. Me paré a fumar y a mirar las nubes, el pasto, los árboles. Las mandarinas están verdes y todavía les falta. Las naranjas están a punto. Si esta noche hiela, entonces a la mañana, cuando veamos todo blanco, sabremos que a la tarde, cuando volvamos cansados de nuestros trabajos, nos esperará sentarnos los cuatro en el pasto al sol a comer naranjas. Pero mientras intento dejar de buscar orugas ustedes se fueron a un cumpleaños y yo me quedé solo en casa. Solo como tantas veces me busco y me necesito. Solo conmigo y con todas las cosas que me prometo hacer para los momentos en los que esté así de solo. Leer, escribir, arreglar cosas de la casa que no puedo arreglar en otros momentos. Pero ni arreglo ni acomodo los cajones que hasta ayer parecían gritarme cada vez que los abría. Hoy no gritan, me tratan bien, si hasta fui a la cocina y cuando abrí el cajón de los tápers, en lugar de gritos recibí este cálido camioncito de bomberos. Las cosas parecen quererme y entonces me alejo del limonero y me pongo a cocinar. No sé por qué. No sé qué le encuentro de maravilloso a ir a la cocina a preparar algo. De eso quería hablarte. Cocinar es airear el tiempo, darle otra forma y densidad. Otro sabor y otro aroma. Salirme de mí para irme a vivir a los tiempos de una receta, reducir mi mundo a una mesada y a una tabla, andar sin pensamientos, transformar las cosas para transformarme, trazar una línea temporal entre este lugar que ocupo ahora y ese otro que ocupaba en el suelo jugando con soldaditos cuando mi abuela cocinaba para toda la familia. Hacer pan por ejemplo. De la siembra y la cosecha de esa espiga de trigo no sé nada, pero pasa por su molienda hasta ser la harina que compro en el almacén del barrio. De ahí viene este pan, de ahí sale también el pan para los hijos del almacenero, que muchas veces juegan juntos en la plaza con los nuestros. Aprendí ciertos pasos que debo seguir. Sé también, inconscientemente y sin ningún esfuerzo por recordarlo, como me pasa con nuestros nombres, que aunque esté bien lejos de casa puedo saber si en la heladera hay o no hay levadura. Saber eso será al pan como la tierra y la humedad fueron a la semilla de trigo. Ni la tierra deja de ser tierra ni la lluvia pasa a ser otra cosa, pero sin voluntad ni decisión, sin pensarlo, saben estar ahí para germinar. Y yo sigo siendo el mismo, aunque no me dé cuenta. Me tranquiliza poder contar con eso.
Con el trapo húmedo limpio bien la mesada, junto al termo y al mate apilo en una esquina nuestros libros, los lentes, las pantuflas de los chicos, el tabaco y las fibras destapadas. Después desparramo alcohol con un papel, es ahí, sobre la superficie de la mesada, donde la química convertirá a los ingredientes en alimento. Peso medio kilo de harina y formo una corona, como una muralla para contener el líquido que será como deseos intentando desbordarse, ahí van a parar los trescientos centímetros cúbicos de agua para formar un lago de los deseos. Después, en la parte externa de una de las paredes, agrego las dos cucharaditas de sal y un poco de pimienta. Ahora me parece que el granito negro de la mesada forma un ojo blanco con pestañas y está listo y me mira, entonces sobre el charco caen como granizo los veinticinco gramos de levadura fresca, ese organismo vivo que esperaba en la heladera y en mí su momento preciso. Meto la yema de los dedos en el lago y disuelvo la levadura enturbiando el agua. De a poco, en círculos voy trayendo la harina de las paredes hasta formar una pasta. Ahí le agrego quince gramos de grasa hasta que por último llegue el contacto con la sal y la pimienta. En los diez minutos que amaso la vida de la levadura se distribuye y se alimenta del oxígeno y de la harina hasta que la masa toma al fin cuerpo y forma su cadena de gluten para resistir las burbujas de aire que irá desprendiendo cuando todo crezca. Después viene un tiempo de tapar y dejar que el bollo duplique su volumen. Cocinar es un paréntesis, es el tiempo del juego, el tiempo vital donde la vida deja de correr hacia la nada y por un momento parece volverse sobre sí. Se detiene a esperar el reloj de arena que cambia el turno o a esperar la vuelta de la mano para tirar los dados o arrojar una carta. Desaparecen los minutos y las horas, hay un modo diferente de habitar el tiempo. Nadie se muere en la víspera y mientras la masa leuda y crece vuelvo al libro. Con leer pasa lo mismo, una novela puede transformar una tarde en la vida entera de un campesino norteamericano profesor de literatura. Con escribir es igual, en unas páginas se puede tratar de contar y aferrarse a lo vivido en un tiempo que saldrá de la vida para irse a vivir a una cadena de palabra tras palabra que como el gluten, intentará contener nuestro aire. Como le pasó a este camión de bomberos que ya no es el mismo que aquel que perdimos, ahora cuenta con una forma nueva para resistir al olvido. Escribir es también crear una memoria donde entremos nosotros, este camión de bomberos y el pan. Cuando el aire hinche la masa, será el tiempo de partir bollos pequeños y dejar descansar para después amasar y darle forma, poner en una placa enharinada, tapar y dejar fermentar otra media hora. Que viva, que florezca, que se prepare, que se deje ser y que dé sus frutos. Hay un horno caliente que espera. Me escribís para decirme que vuelven en veinte minutos, te aviso que hice pan. Rocío con agua antes de llevar al horno, justo el tiempo que ustedes tardarán en volver. Ahí el pan ya está en el ambiente de la casa. Salgo al patio a fumar para esperarlos. Me agacho para acariciar a los perros y desde abajo, sin querer, en el dorso de una hoja, descubro a la oruga. Arranco la hoja del limonero y la llevo hasta la vereda, para que siga su camino por el resto del día.