La saga Toy Story es la crónica de un crecimiento. A lo largo de los 25 años que separan la primera de esta ¿última? entrega crecieron sus personajes humanos y el público, pero también un estudio que durante ese periodo ha moldeado el inconsciente colectivo de una generación –y más también– y desarrollado avances técnicos impensables a mediados de los ‘90. Basta ver en la primera escena los detalles del agua, ese elemento históricamente imposible de animar, para comprobar el grado de realismo que el equipo del velador saltarín fue capaz de lograr. Ese fragmento inicial funciona, a su vez, para mostrar quién será el gran protagonista del relato. Todo arranca en medio de una tormenta durante la que se pierde un autito. Si bien el rescate es conjunto –el trabajo comunitario y colaborativo es un elemento fundante de la saga–, quien se lleva los laureles es Woody, ese vaquero que supo ser el juguete predilecto de Andy y ahora está al servicio de su hermana menor. De servicios, maduraciones y grupos habla esta despedida que, ahora sí, parece definitiva.
Toy Story 3 culminaba con Andy partiendo a la universidad no sin antes dejarle todos sus juguetes a la pequeña Bonnie. Era, pues, una forma de aceptar el fin de la infancia, a la vez que el reconocimiento de Pixar del fin de una etapa creativa: no parece casual que el nivel de una buena parte de sus películas posteriores haya estado por debajo de la media histórica, ni que le siguieran varias secuelas (Buscando a Dory, Cars 2 y 3, Monsters University) que perdían la chispa de las originales. Ese espíritu de cierre también mueve los hilos de una película que funge como espejo de TS3, en tanto quien cierra las cosas aquí es Woody. El problema con esa búsqueda es una tendencia a la autorreferencia que convierte a TS4 en un producto diagramado de punta a punta con la idea de saciar a sus fans. Disney, entonces, aplicando la misma receta que en la unidad de negocios del cine de superhéroes y apostando, como los políticos de cara a las elecciones presidenciales, a su núcleo duro.
Opera prima de Josh Cooley, uno de los tantos miembros del Departamento de Arte que asciende escalafones dentro de Pixar, Toy Story 4 transcurre poco tiempo después de la película anterior y encuentra a Bonnie a punto de enfrentar su primer día en el jardín. Un momento de angustia que el siempre gentil Woody intentará paliar acompañándola dentro de su mochila sin que ella lo sepa. Ángel protector con sombrero en lugar de alas, el vaquero con la inconfundible voz nasal de Tom Hanks (en la versión no doblada, claro) le sirve en bandeja los materiales para crear un nuevo juguetito llamado Forky. Su diseño es básico: una cuchara de plástico, bracitos de alambre recubierto con lana, ojos asimétricos y dos pedazos de palito de helado como pies. Lo que no es básico es el progresivo aumento de su importancia dramática, así como tampoco un cambio de personalidad que va de autopercepción de desecho (Woody sacándolo una y otra vez de la basura es uno de los momentos de comedia física más logrados del año) a la aceptación de un rol dentro del grupo, del menosprecio a la seguridad aun ante sus debilidades. En ese sentido, la capacidad de Pixar de darle rasgos definidos y gramaje emocional a sus personajes a través de situaciones minúsculas se mantiene inalterable.
El acto central y desenlace transcurren en un viejo parque de diversiones en el que Woody y compañía se cruzarán con nuevas criaturas –vale destacar el motoquero con la voz de Keanu Revees, quien está a un par de películas de convertirse en una parodia de sí mismo, en la línea de Nicolas Cage– atravesarán varios enredos. Demasiados, podría decirse, en tanto por momentos el guión apuesta más por la peripecia que al crescendo dramático. No obstante, TS 4 entrega varias de esas secuencias de emoción genuina que solo Pixar sabe generar. Desde ya que la emotividad estará ligada a la subjetividad de cada espectador, pero se recomienda llevar pañuelos ante el potencial diluvio de lágrimas durante la última escena.