Quien visite la ciudad de Valencia, ya en el país catalán, puede hasta perderse una sorpresa que la vieja, vieja ciudad le tiene reservada a los argentinos. Entre sus tesoros medievales, sus interminables restaurantes y bares, sus playas y una marcha que no te deja dormir, Valencia tiene un Museo de Ciencias Naturales que guarda la mejor colección europea de megafauna prehistórica argentina. Los megaterios, mulitas y demás superanimales pampeanos son el orgullo del museo y están cumpliendo 130 años a orillas del Mediterráneo gracias a las aventuras de un militar metido a revolucionario metido a empresario que terminó escapando, cuando no, a Argentina. Aquí se hizo millonario gracias a Dardo Rocha y planeó su vuelta triunfal a su tierra, de la que se había tenido que fugar.
José Rodrigo Botet nació pobre en Manises, en 1842. A los ocho años se lo llevaron a la capital para abrir un negocio de alfarería tradicional en la plaza Redonda, todavía hoy un centro de trabajos en arcilla. La cosa mejoró, pero la única educación que pudo tener José fue en el Ejército, que lo mandó como joven oficial a Cuba. Los mambís alzados contra España lo hirieron en combate, con lo que Botet volvió a casa, medio héroe. En España se hace carlista y participó del alzamiento contra Isabel II, fue capturado, lo iban a fusilar, zafó por casualidad, lo mandaron a prisión en Canarias y luego a Valencia, un total de cuatro años que sólo terminó cuando cae la reina.
Pero las guerras carlistas no terminaron y Botet iba y venía, acusado de rebelde y de espía del gobierno, hasta la restauración de los Borbones al trono. Con 33 años, el ex militar fue acusado de quebrar fraudulentamente alguna que otra empresa, y antes de volver a prisión se escapó a Francia. Lo acompañaban su segunda mujer y un amigo catalán, Enric de Carles.
El exilio francés duró poco, en parte por la falta de oportunidades y en parte porque ya tiraba fuerte el lejano país abierto a los inmigrantes. Carles, Botet y su mujer embarcaron para Buenos Aires y llegaron justo para el fin de las guerras civiles, la Campaña de Roca y la capitalización de Buenos Aires. El valenciano se puso a estudiar ingeniería y se hizo amigo de un político en ascenso, Dardo Rocha, el gobernador bonaerense que iba a construir la nueva capital.
Botet ayudó a diseñar la planta de la nueva ciudad, abrió una constructora, levantó edificios por toda La Plata y también en Buenos Aires, se especializó en canales reguladores de inundaciones y hasta metió mano en el puerto de Campana. En el camino enviudó, se volvió a casar, abrió una sucursal en San Pablo, Brasil, y tuvo trece hijos. Y siempre soñando con volver al pago por la puerta grande.
La idea se la dio su amigo Carles, que ya era profesor de ciencia y coleccionaba los fósiles que aparecían en las excavaciones en La Plata. Cuando había logrado uno de cada uno, hasta completar la serie que había planteado Darwin en 1833 y estaba confirmando Florentino Ameghino, empezó a negociar con un museo en Dinamarca para vender la colección. Botet, rápido, lo frenó: ese era el gran gesto que estaba buscando para volver a Valencia como un héroe, hacerse olvidar cualquier fraude o problema, ser un señor.
Si algo sabía hacer este vivo de Botet, era publicitarse. En 1889, después de una intensa campaña, Botet, Carles y los huesos desembarcaban en Barcelona. En la estación los esperaba un tren especial para llevar la valiosa carga y en Valencia un masivo banquete de bienvenida, pagado por el “indiano” volvedor. Nadie hablaba de otra cosa, la fiesta duró días, el gobierno local nombró a Botet “hijo pródigo” de Valencia y, exagerando un tanto, hasta le puso su nombre a una plaza. Valencia tenía una colección paleontológica de nivel mundial, Botet su reinvindicación.
De vuelta en Argentina, el aventurero se las arregló para fundir todas sus empresas, hasta las de San Pablo, donde terminó dejando mujer e hijos cuando se volvió a Madrid. Se hizo socio en una jabonería y fracasó, como también fracasó exportando frutas. Se murió más que pobre en 1915.
Y en Valencia, en lo que fueron los jardines del palacio real, instalados hace veinte años en el restaurante de estilo racionalista, están los megaterios y los enormes mulitas, impecablemente exhibidas y mantenidas. Los chicos preguntan si esas carcachas gigantes son autos o animales, y uno se pregunta qué hace un museo semejante en un lugar inesperable. En las idas y venidas de sus aventuras, parece que Botet terminó fundando una tradición científica de las buenas en su tierra natal.