Decir que Matías Szulanski encaja en la definición de director prolífico es estrictamente cierto. No se puede llamar de otro modo a quién debutó en el cine con Reemplazo incompleto en 2016 y que con Astrogauchos redondea una filmografía de cinco películas en menos de cuatro años. Algo inusual para una industria que en ese lapso sufrió importantes retrocesos en materia de financiamiento. Recursos que a Szulanski no parecen faltarle, si se lo juzga por la celeridad de su pródiga obra y por lo realizado en este último trabajo.
Es que si se lo analiza con ojos de productor, Astrogauchos es un trabajo que a priori era muy difícil de llevar a cabo. Sobre todo porque se trata de una producción costosa para la realidad del cine argentino actual: una película de época con un importante despliegue de vestuario; con una inusual variedad de locaciones, muchas de ellas de gran envergadura; y puestas de cámara y composiciones de cuadro muy planificados. Claro que es posible que la película haya costado mucho menos de lo que aparenta y es entonces ahí donde hay un mérito que desde el principio se le debe reconocer a Szulanski.
La película nace de una idea que al menos en los papeles resulta de interés. En 1966 Emilio Castillo, joven ingeniero y docente de la UBA, afirma en televisión que los rusos le robaron los planos que usaron para construir y poner en órbita el satélite Sputnik, y que la Argentina dispone de los medios para llevar una nave tripulada a la Luna antes que estadounidenses y soviéticos. Y se postula como titular de un hipotético Ministerio de Asuntos Espaciales. Como se sabe, lo peor de los deseos es que a veces se hacen realidad. Al menos de forma imperfecta: la cartera espacial se crea, pero a Emilio apenas lo nombran viceministro. A partir de ahí se convertirá en rehén de una burocracia delirante y en víctima de su propia candidez.
Astrogauchos es una ucronía al filo de lo lisérgico que Szulanski usa no solo para esbozar un retrato ácido de la “argentinidad”, si no para realizar una crítica a una forma de hacer política. Según se desprende de ella, cada nueva gestión se empeña en hacer tabula rasa, proclamándose salvadores de la República, siempre con el acotado límite de su propio final. En las paredes de todas las dependencias públicas que imagina la película cuelga el retrato del general Onganía, pero la imagen podría reemplazarse por la de cualquiera de los que lo antecedieron o sucedieron (militares o civiles) y casi sería lo mismo.
A partir de un colorido diseño de arte que busca revivir el espíritu de los años ‘60, Astrogauchos inventa una Argentina que no fue para retratar a la de siempre. O al menos para poner en escena esa fantasía pesimista en la que los argentinos le atribuyen todos los fracasos a un complot de terceros, que se empeñan en impedir que alcancemos el inevitable destino de mejor país del mundo. Algo de esa inocencia habita en Emilio, aunque a veces la película lo sobrecargue de castigos o se exceda en el tono elegido.