A Nancy
Cuando salimos de la Isla del ardiente sol, además del traslado físico del cuerpo, suceden muchas otras cosas. Recibir cariño de amistades de toda la vida, que hoy viven fuera, funciona como un alivio de difícil descripción, y ha de admitirse que es casi imposible evitar sentimentalismos. Esa amiga que nos recibe en un lugar desconocido por nosotras con el mismo ardor de cuando éramos niñas inocentes, felices e indocumentadas, acaricia heridas, y se alcanza algo parecido a la felicidad. Lágrimas, hipos, abrazos y besos incluidos en aeropuertos igualmente desconocidos, conforman solo el inicio de la aventura que nos espera. Los primeros días son los más agitados, entre preguntas, relatos y todo aquello que significa actualizarse: “¿Te acuerdas de...?”; “Si vieras ahora...”; “¿Cómo has podido...?”; “¿Y tú, cómo puedes tú...?”; ¿Eres feliz de verdad, de verdad?”; “¿Y tú, acaso lo eres tú?” y largas charlas que más o menos satisfacen curiosidades inevitables, luego ceden paso a recorridos con vistas hermosísimas. Paisajes diferentes a los nuestros, fenómenos de la naturaleza marina y boscosa, joyas arquitectónicas modernas, impresionantes edificios que en cualquier momento tocarán las nubes, carros que nos parecen supersónicos, comidas deliciosas y un ambiente relajado y asombroso a la vez, poco a poco logran el milagro de apaciguarnos ansiedades, angustias, dolores.
Acudir a las tiendas, es parada obligatoria. Comprar “lo que se pueda” es un acto del cual no nos gusta hablar, pero que todos hacemos. Mi buen amigo Doimeadiós, en su inolvidable espectáculo “Aquicualquier@”, lo demostró como nadie. Dice: “Nos llevan al Prado, al Reina Sofía, y en lugar de disfrutar de los enanos de Goya, de Las Meninas, o del Guernica, nuestra mente va repitiendo zapatos... zapatos... zapatos bajitos para abuela, con cordones para el niño, de tacones para la quinceañera y tenis para mi hermano”. Honesto como es, Doime siempre nos hace reír.
Hasta que entramos a los gigantescos almacenes llamados mall o galerías comerciales, algunos de los cuales tienen cien restoranes y diez salas de cine, no entendemos cómo será posible decidirnos por una cosa o por otra, por tal artículo o por aquel otro. Nos abruman las opciones. No estamos acostumbrados a la variedad, y acaso ni siquiera a la existencia de algunas “cosas”. Debemos mantener cierta dignidad, mientras la realidad nos abofetea, y nos quedamos con los ojos fuera de las órbitas, la boca en un rictus, sudoroso el cuello y con picazón en las manos. Debe ser una especie de pánico tenderil. La amiga, ya curada de espanto, y con una generosidad increíble, se divierte con la cara de quéhagoyoaqui que no sé esconder. Después de recorrer dos o tres pisos, ciento vente perchas, miles de anaqueles, subir y bajar en elevadores transparentes que parecen cápsulas espaciales, cuando ya me duelen los pies, la espalda, y la migraña maldita anuncia su aura, pronuncio al fin “No puedo con tanto. Llévame a un café, por tu santa madre”.
Apenas he comprado un par de sartenes, el pijama de mi padre, la trusa de mi hijo y los destornilladores que mi esposo pidió, pero estoy exhausta. Al día siguiente, empiezan a llegar mensajes de Cuba que me obligan a repetir la experiencia de pasmarme en esas tiendas descomunales: “Se rompieron tres bombillos... la perra tiene hongos... no encuentro benadrilina... y etc.” Llega el momento en que no me dejo impresionar –o eso creo–, y, cual si fuera una yegua con orejeras, aprendo a ir directamente al estante de bombillos ahorradores, a la hilera de antimicóticos más baratos, y a la de antihistamínicos más antiguos, sin mirar nada más. Mi amiga, sabia en muchas cuestiones, que ya “le ha cogido el tumbáo a la cosa”, me va explicando el mecanismo mediante el cual “ellos” saben satisfacer demandas que ignorábamos, y lo hacen con una sutileza asombrosa. Por ejemplo: en las áreas destinadas a los alimentos, lo primero que ve el consumidor (en este caso, una incauta como yo) es todo natural, fresco, apetitosamente sano. Y claro…después de echar en el carrito de la compra media frutabomba, una mano de platanitos y un puñado de dátiles, ya se siente que se ha cumplido con las normas higiénicas recomendables en la alimentación. Entonces es menor la culpa al añadir un frasco de Nutella, el más pequeño envase de helado Häagen-Dazs y una flauta de pan viena.
Inevitablemente, pienso en Cuba. No de forma abstracta, ni por el simple hecho de haber nacido y querer morir en el mismo suelo de mis padres, sino más bien de modo más que concreto, roñoso. En específico, pienso en las tiendas que suelo visitar en mi ciudad natal con una frecuencia aterradora porque lo que hay el lunes, desaparece el jueves, se encarece el sábado, y en una semana, ya las tenderas ni lo recuerdan. Entrando en la parte de comestibles del FOCSA, por ejemplo, somos bautizados por una gota que con puntería de campeonato, cae en el centro del cráneo de cuantos entramos, sin importar la hora del día, ni el ateísmo que se profesa, ni la calvicie disimulada. Lo más probable es que dicha gota proceda de las aguas albañales del edificio de encima de la tienda, pero esa es cuestión que no se piensa. Hay que entrar y punto. Ya una vez dentro, un vaho torturante nos recuerda que estamos en verano. Si fuera invierno, nos congelaríamos, pero desde mayo, ya se sabe que los aires se rompen en cines y tiendas. Si no hubiera tanto calor en dicha tienda, los abofados del techo, los cartones que regados por el piso señalan que algo sucede bajo nuestros pies (¿humedades, aceite o mayonesa derramada?), pasarían más o menos inadvertidos. Pero claro, cuando el malestar se emperra, adquirimos vista de águila y olfato de sabueso para averiguar qué más anda mal. Galerías Paseo, otra de las más concurridas tiendas de la capital, además del calor inherente a lo ya explicado del FOCSA, tiene los suelos rotundamente ahuecados. Más que grima, produce lástima, y más aún: miedo. Agujeros lunáticos ayudan a creer que pisamos otra superficie ajena a la tierra. Ir a Galerías es como visitar un planeta adonde no ha llegado ser humano. Pero no nos satisface la visita ni el descubrimiento, sino más bien nos aterra la idea de quedarnos a vivir allí, entre cráteres alienígenas. Todos estos pensamientos en medio de un mall, producen pena ajena y propia.
Mi amiga me sacude, me invita a seguir mirando vidrieras, me brinda café, y al atardecer caminamos juntas bordeando un agua que si bien no es bonita como la cubana, al menos no atiza añoranzas. Por mi cara, mi amiga sabe que ya el deslumbramiento inicial ha concluido. Y que la compulsión que me caracteriza, ha llegado, y me obligará a regresar cuanto antes por donde mismo vine. El tiempo, que suele volar, cuando estamos fuera se enlentece, o eso me parece a mí. Será que La Habana sigue siendo la ciudad de mis sueños a pesar de todo. Será que echo de menos el aroma del mar, la brisa del malecón, las moscas, el calor, el maltrato y el ruido, como muestra de un masoquismo inexplicable. Será que una extraña culpa me estrangula, como si hubiera abandonado a mi gente en medio de un incendio. Será que mis ojos solo miran aquellas pequeñas cosas que disfrutarían más y mejor mi padre, mi hijo menor, mi compañero, y por tanto, me siento usurpadora. Será que el poema de Benedetti me martilla “No te salves... no te salves... no te salves”. No me quedan claras las razones, pero, y a pesar de la burla de mi amiga, desgarro frases que en ese contexto suenan a ridiculez, sin que pueda evitarlo. No puedo quedarme inmóvil al borde del camino, le digo. No puedo llenarme de calma, ni puedo congelar el júbilo, ni reservo del mundo un lugar tranquilo, porque yo quiero con ganas, y no dejo caer los párpados. Ella sabe que cito al gran uruguayo, y me perdona. Al cabo, volvemos a abrazarnos en el ya no tan desconocido aeropuerto, con la misma pasión de hace más de medio siglo, cuando nos conocimos con aparaticos en los dientes y zapatos ortopédicos, y de nuevo nos decimos adiós, vuelve pronto, te extraño, regresa tú, coño, que esta jugada es muy cara, te quiero siempre, cuídate, llámame, escribe a cada rato. Vuelvo con sartenes, miconazol, pijamas y otros aperos. No pasan ni dos días, y ya recupero el hábito de criticar, señalar y denunciar, tres verbos practicados con letanía, sin remedio. Hablando en plata, llevo en mí la complicada existencia de un país que embruja. Bajo el hechizo de su amenazante derrumbe, La Habana, más que una ciudad, es un estado de ánimo, y a su emanante suerte me rindo, como siempre.
* Escritora cubana. Con este texto acaba de ganar, en Santa Clara, Cuba, el premio Crónica de Oro en el Encuentro Nacional de Cronistas Crónicos.