Rosario siempre estuvo cerca y Venecia está lejos, lejísimo. Entre Vivaldi, pólvora y vidrio de Murano, está lejos en el mar y lejos en el tiempo: la primera bienal de arte que se celebró en la república marítima fue en 1895, el mismo año en el que a Oscar Wilde lo metían preso por, entre otros crímenes, ser homosexual. Esta reliquia del patriciado colonial recibe desde 2011 a los y las artistas argentinas que encontraron sus plegarias atendidas por la gestión diplomática del anterior gobierno, que les aseguró un pabellón propio al menos hasta el 2033 como diciendo “tienen el chiche ahora háganse cargo”.
El veneciano es un modelo que responde a un armado geopolítico obsoleto y la Argentina, a destiempo, como corriendo el colectivo cargada de bolsas, se hace cargo como puede de negociar bajo esos parámetros. El viejo tire y afloje entre visiones contrapuestas sobre lo que exhibir en Venecia significa en términos representacionales dio lugar a un tendal de dilemas: ¿qué habla con más claridad en nombre del país, un arte regional o un arte internacionalista y conectado? ¿Un arte consagrado y anciano o un arte novel? ¿Un arte rico? ¿Un arte pobre? ¿Hablar en nombre de un país es lo que hacen los videastas alemanes y las escultoras inglesas o es una exigencia que pesa nada más sobre aquellos que producen arte en Latinoamérica? La red neuronal artística de la Argentina procesa estas cuestiones todo el tiempo, sin reposo. Por eso, para ahorrarse inconvenientes, lo mejor sería naturalizar la presencia de la Bienal en la vida cultural del país como un vaso conductor para que las preguntas fluyan y circulen. Esta pequeña conquista en términos de soberanía podría ser leída incluso como un reflejo exótico de la democracia: una continuidad novedosa, bella y frágil, sostenida por alternancias y decepciones. Más vale entonces abrazar la idea de que Venecia es ahora una condición, o más bien un problema, al que dedicarse colectivamente.
Este año por primera vez se definió el encargo gracias a un sistema de convocatoria abierta que invitaba a los artistas a enviar sus anteproyectos, sometidos luego al escrutinio de un comité evaluador. Se estableció que no formarían parte de esta convocatoria aquellas personas que residieran fuera del territorio argentino. Una solución elegante, disfrazada de caricia proteccionista y democratizante, que maquillaba el hecho de que este Estado Argentino en crisis no cuenta con la infraestructura financiera y operativa como para costear producciones transatlánticas. El concurso recibió alrededor de sesenta postulaciones, de los cuales quizá solo veinte o quince (¿diez?) hayan sido verdaderamente capaces de ocupar el pabellón, es decir, de proponerse en términos bienalísticos. ¿Que qué son estos términos bienalísticos? Poder vincularse con un mundo del arte que dejó atrás aquellas propuestas del conceptualismo inmaterial tan útiles para una economía subdesarrollada (esas gratuitas “ideas que implementan un concepto” como pensaba Sol Lewitt y ponía en práctica Roberto Jacoby) para en cambio enfocarse cada vez más en el despliegue de una suerte de espectáculo a escala industrial. De esas 15 o 20 personas artistas argentinas que pueden encarar el desafío, la rufinense con sede en Rosario Mariana Telleria fue la seleccionada.
Telleria alineó en el pabellón siete estructuras verticales de gran altura, conformadas por piezas y retazos materiales de los órdenes más diversos. Pliegues de tela, pedazos de automóvil, troncos e imaginería religiosa. Sin facciones ni extremidades, las esculturas retienen apenas una fisionomía vaga, la mínima posible como para que se las considere, de alguna manera, un grupo de cuerpos. Como son deudoras del dinamismo y el drama barroco, parecen preservar en su interior un núcleo magnético atractor y movilizante de una multitud de esquirlas culturales-industriales que flotan entrópicamente hacia el cielo.
En un sentido representativo la artista va en dirección opuesta al envío de 2017, un enorme caballo blanco realizado por Claudia Fontes que apuntaba hacia la total nitidez formal y temática. Aquella obra, a pesar de la literalidad de su imagen, tenía la aparente capacidad de poder hablar sobre otras mil cosas aparte del caballo, algunas incluso de una complejidad impronunciable (la más desaforada: una “problematización del andro/antropocentrismo y el especismo capitalista que persisten detrás de la construcción bio-zoo-hyle-política de la identidad argentina”). El nombre de un país se enuncia en cambio desde un tipo de expresionismo técnico, monumental y muy abstracto que la guarda de la tentación de tener que representar algo y del que nadie sabe bien qué decir. La imagen que entrega es casi tenebrista, angelical de un modo siniestro. A las esculturas las ilumina nada más que el haz tenue e intranquilo de unas ópticas de auto, blancas y rojas. Si algún tipo de identidad argentina aparece en estas obras es una identidad modular y en riesgo, un semblante que se desarma y duplica de forma caótica en el espacio gracias a los espejos montados en las columnas del pabellón. Esta identidad no tiene nada que ver ni con los caballos, ni con los diaguitas, ni con el dulce de leche, como tampoco es una crítica contra las fuerzas que amenazan el proceso de su propia construcción.
Durante la conferencia de prensa que se celebró el pasado noviembre para anunciar su designación, Telleria defendió frente a Pablo Avelluto la importancia de un sistema de educación pública y gratuita en medio del plan de desfinanciamiento y austeridad que se viene aplicando sobre el país. Juntó además para asistirla en su labor veneciana un equipo de amigas y amigos, casi todos rosarinos, que recorrían el espectro de oficios y posibilidades profesionales en torno al arte: soldadores, restauradoras, diseñadores de moda, editoras, escritores e incluso otros artistas. Es quizás en el ámbito de la forma de vida que la artista puede ser verdaderamente representativa de la Argentina, de cierta línea de tradiciones micropolíticas que en esta época pueden ser más útiles que un poncho.
“El retrato de un país que pulveriza sus mediaciones”, escriben Martín Rodríguez y Pablo Touzón para hablar de la tara de los intendentes al momento de proyectarse hacia la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Telleria parece actuar como la primera de una nueva especie mediadora, alguien capaz de acercar la lejana Bienal hacia terrenos de una potencialidad quizás algo más concreta. Alguien capaz de hacer argentinidades por un lado y por el otro, de liberar al arte para que haga lo que el arte quiera.