Me encontraba en el Conservatorio a la noche, aún recuerdo que era un día miércoles, casi las diez de la noche. Terminaba el ensayo de la orquesta, todos guardaban los instrumentos en sus respectivos estuches; juntaban los atriles antes de volver a casa. Hacía frío, ese frío que te hiela la punta de la nariz.
En el aula, en aquella época había dos pianos de cola. Sonaban muy lindos. Cuando volví de dejar algunos atriles en la biblioteca comencé a escuchar un piano que me hizo detener en el pasillo, no me atreví a entrar. Porque además la puerta era de esas antiguas; pesadas, de hierro, había que levantarla un poquito para que no hiciese ruido. Me quedé ahí, prendida de la ventana mirando y escuchando atentamente.
Había un compañero tocando el piano. Sonaba una melodía que yo nunca había escuchado, pero comprendía que era una sonoridad a la cual yo no estaba acostumbrada; cargada de un color diferente, además contrastaba con lo que acabábamos de ensayar; si mal no recuerdo estábamos preparando El Barbero de Sevilla.
No podía perdérmelo. Me paré del lado de afuera, asomándome por la ventana y escuché. Escuché cómo comenzaban a enlazarse los sonidos, disfruté contemplando ese paisaje sonoro, sin ver quien tocaba y sin que el que tocara se diera cuenta.
Se me erizaba la piel y no era el frío. Eran esos colores, esos silencios, que me envolvían de una manera tan sutil. ¡Cuánta belleza!
Él parecía dejarse llevar, pero no del todo, había algo que lo limitaba. Seguramente era el lugar, porque a pesar de encontrarse solo, sabía que siempre ronda gente por ahí. En cualquier momento podía entrar alguien e interrumpir la obra.
Esperé a que terminara y ahí entré al aula. Le pregunté, con los ojos totalmente iluminados, qué era lo que había tocado. La niña de los cabellos de lino de Debussy, me respondió.
¡Una belleza! Esa armonía, por favor. Cuántos colores, cuántas sutilezas. Acababa de llenarme de una ternura inmensurable.
Desde ese día, con mi compañero compartimos mucha música. Nació una amistad tan bella, tan profunda. Momentos sublimes, nos juntábamos a escuchar música, a analizar la obra de Debussy y obvio siempre le pedía que interpretara La niña de los cabellos de lino. Me animé a escribir mis primeros compases con esa sonoridad. Agregaba novenas, sextas, notas que dieran ese color especial. Comencé a jugar más con los silencios, los efectos sonoros, los diferentes timbres. Comenzó un camino armónico e interpretativo antes desconocido para mí.
Después de algunos años, él se fue a vivir a Barcelona. Pero nunca dejamos de estar en contacto. En uno de sus viajes de vuelta a la Argentina, en el 2015 (quince años después de aquél miércoles ) decidimos grabar un disco con composiciones de ambos y así nació Tiempos, piano y violoncello.
Hoy cada uno sigue su camino musical, tocando y componiendo.
Bárbara Legato es pianista recibida en la Escuela Municipal de Música Julián Aguirre de San Miguel, donde nació y vive. Estudió música clásica con diferentes maestros de piano; entre ellos Marcos Puente Olivera y Paula Peluso y música popular, armonía y composición con los maestros Fernando Pugliese, Mono Fontana, Ricardo Nolé, Álvaro Torres, Guillermo Romero y otros. En 2013 grabó Miras, su primer disco solista y en 2015 editó Tiempos junto a Mariano Camarasa, en dúo de piano y violoncello. Acaba de presentar Luces infinitas, su tercer álbum, grabado junto a Sebastián Loiácono, Nicolás Ojeda y Francisco Jaime, que forma parte de la Selección de Mayo 2019 de Club del Disco.