Querría reexaminar aquí la teoría de la subjetividad y las identidades sociales que traté de introducir en el díptico formado por Regreso a Reims, aparecido en Francia en 2009, y el libro que le siguió, La sociedad como veredicto, publicado en 2013, un díptico que se dio en llamar mi “ciclo del regreso”.
Se trata de cuestiones difíciles. No soy el primero en plantearlas e incluso me pregunto si no están necesariamente incluidas, aunque sea en forma implícita, en cualquier proyecto de escritura de sí o de escritura sobre sí, ya se despliegue este proyecto en el registro de la ficción o la autoficción, la autobiografía o el autoanálisis. Y sobre todo en este último, porque el autoanálisis se sitúa en el lado opuesto a la autoficción: en él nada debe ser ficcional, y lo que prima es la verdad, o en todo caso la veridicción, esto es, la inquietud del decir veraz. Con ello surge de inmediato el problema -que la autobiografía no tiene que plantearse, porque no está obligada a preguntarse sobre el punto de vista a partir del cual se enuncia- de los marcos sociales que definen lo “real” y por tanto lo “verdadero”: el pasado recibe su forma, en gran medida, de lo que Maurice Halbwachs llamaba los “marcos sociales de la memoria”, y la “realidad”, y por consiguiente la “verdad”, son a la vez objetivas (el medio social, las condiciones de vida, el nivel de estudios y de título, la familia, la sexualidad) y performativas (se mira el pasado a partir de las categorías presentes de la cultura y la política: los “marcos sociales de la memoria” son también “marcos políticos de la percepción”. Y la categorización preformativa organiza de una manera más o menos imperiosa y más o menos excluyente lo que nos vemos en la necesidad de considerar como lo “real” y lo “verdadero”).
La pregunta central, en consecuencia, es esta: “¿Quién habla?”. ¿Quién habla cuando un individuo o un grupo toman la palabra, sean cuales fueren las modalidades de esta expresión o manifestación de sí? ¿Y cómo recorta aquello y a aquellos de lo que habla cuando se trata a sí mismo como individuo y como miembro de un “grupo” (digamos: de una “clase”, en el sentido más impreciso, el de un conjunto de agentes sociales, sea cual fuere -y ahí está justamente el reto-el vínculo que reúne a los individuos que forman parte de esa “clase”)?
“Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla”, le gustaba declarar a Foucault en su momento estructuralista o formalista o, si se prefiere, su momento beckettiano. Pero basta con leer a Beauvoir, Leduc o Morrison; a Cesáire, Fanon o Glissant; a Gide, Genet o Wittig, o a Annie Ernaux, Dorothy Allison y Édouard Louis, y podría agregar que basta con leer al propio Foucault (el de Historia de la locura, Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad) para saber que uno no puede atenerse a esta fórmula: conviene, al contrario, escuchar y comprender la implicación del sujeto que habla o escribe en lo que dice o escribe. Y por consiguiente trazar la genealogía histórica y social de esa implicación.
Tal vez sea esa, incluso, la lección principal que podría extraerse de la obra de Foucault: “hacer el diagnóstico del presente” o “la ontología histórica de nosotros mismos”, como propone en textos tardíos (pero puede afirmarse que esa actitud ya animaba sus títulos desde comienzos de la década de 1960), es de hecho trazar la genealogía de lo que somos. ¿Quiénes somos? ¿Y cómo hemos llegado a serlo? Esa genealogía, sin embargo, sólo puede reconstruirse por medio de un abordaje plural, sectorial, “local”. Son diagnósticos y ontologías, en plural, de nosotros mismos. La temporalidad histórica no puede unificarse, reunificarse en una gran síntesis que cada uno de nosotros encarne o que se encarne en cada uno de nosotros: hay presentes, en plural, que son diferentes para cada uno, según las categorías, las ontologías, los colectivos a los cuales estemos adheridos o a los que nos refiera la historia, es decir el poder, pero también la resistencia al poder, los mecanismos de sujeción y el trabajo individual y colectivo de resujeción.
Sí: ¿quién habla cuando uno habla de sí mismo? ¿Y de quién habla? Quiero decir: ¿quién es el yo que escribe y quién el yo del que habla el que escribe? Toda empresa de autoanálisis contiene y pone en juego una teoría social y política del sujeto y los procesos de subjetivación.
Cuando envié Regreso a Reims a mi editora, tenía un subtítulo que era, precisamente, “Una teoría del sujeto”, después de haber sido hasta último momento “Una teoría política del sujeto”. La editora, que temía que ese subtítulo alejara a unos cuantos lectores potenciales, me sugirió eliminarlo. En un primer momento dije que no, ya que no quería dejar que el editor me impusiera la presentación de mi libro por razones comerciales…, pero terminé por aceptar, diciéndome que no hacía falta destacar que en ese libro iba a tratarse de teoría; que, a mis ojos, era una obra de reflexión teórica y no una autobiografía, como si quisiera prescribir su lectura (porque se trataba pese a todo de un “relato de sí” pero con esta pregunta: ¿quién escribe la autobiografía, y de quién habla? O, si se prefiere: ¿cuáles son las categorías de percepción del mundo social a las que se recurre para reconstruir el pasado que se ha vivido y esbozar así el retrato del niño que uno ha sido?). Pero, con subtítulo o sin él, eso era lo que yo había querido elaborar: una teoría –y una teoría social y política– del sujeto. ¿Qué es el “yo”, qué es un individuo?
No era una problemática nueva en mi trabajo: esta interrogación estaba en el centro de mi libro de 1999, que en francés se llamaba Reflexions sur la question gay (en referencia, desde luego, a la obra de Sartre Reflexiones sobre la cuestión judía, que se hace esta pregunta: ¿cómo se define la identidad individual, cómo se define la pertenencia a un grupo, y en especial a un grupo minoritario, interiorizado, insultado, perseguido) y que en inglés se tradujo como Insult and the Making of the Gay Self. Aunque ese título, escogido por el editor norteamericano, no me gustaba demasiado, en el fondo resume bastante bien mi proyecto, que era mostrar cómo el insulto, es decir las palabras destinadas a herir, pero no sólo él sino también, y a la vez, el conjunto del discurso social, todo el lenguaje, todas las imágenes, con las jerarquías que vehiculan, asignan un lugar predefinido a un grupo de individuos, y mostrar además que esos efectos de categorización son constructivos de la subjetividad de los individuos en cuanto estos, quiéranlo o no, acéptenlo o no, están asociados a un colectivo. Esa pertenencia designa y modela al individuo: el sujeto, la subjetividad, se definen a la vez por el proceso de sujeción y por el de recuperación de la categorización en un “contradiscurso”, como habría dicho Foucault, la reapropiación del insulto en la afirmación de sí, la transformación de la vergüenza en orgullo: es un tema omnipresente en Jean Genet, por ejemplo, como lo vio con tanta claridad Sartre. El pasado que nos constituye es pues un pasado social y político, y con él, de una manera u otra, debemos arreglárnosla a lo largo de toda la vida.
Al comienzo de su libro sobre Genet, Sartre describe a este como un “pasatista”: en su caso, un acontecimiento ha congelado el tiempo. Se lo ha nombrado: eres un ladrón. Y con ello, la temporalidad sólo será para él una repetición de lo mismo: se ha pronunciado un veredicto, y este ha dado forma al cuerpo y la mente de quien ha sido su objeto. La cuestión consistirá pues en encontrar la manera de reabrir el tiempo y la historia contra esos efectos de destino y de cierre.
Podemos preguntarnos si, en el fondo, no será posible afirmar que cada uno de nosotros es tan “pasatista” como Genet, en el sentido dado por Sartre a esta palabra: todos vivimos, conscientemente o no, con un “instante fatal” alojado en nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestro corazón, un instante en y por el cual el mundo nos ha revelado lo que somos a los ojos de los otros, nos ha situado en el espacio social , con sus valores, sus normas, sus jerarquías. La nominación, la interpelación, el insulto, son veredictos pronunciados por un tribunal que no sesiona y al que es difícil pedir cuentas o explicaciones. Es un tribunal cuyas sentencias repite todo el orden social, porque este mismo, su reproducción, su perpetuación, son el conjunto de los veredictos que definen lo que somos, lo que es cada uno de nosotros.
Lo que somos siempre ha estado delimitado por un acontecimiento, por ejemplo el insulto que nos inscribe en una categoría (cuya historia hay que rastrear y cuya geografía hay que mostrar, si se pretende explicarla). Y ese acontecimiento bien podría ser, en definitiva, el nacimiento mismo, dador de una pertenencia social que nos marcará para siempre, ya permanezcamos en el medio de origen o nos alejemos de él. La pertenencia a un medio social –a una clase social– define un horizonte de las aspiraciones profesionales, toda vez que el sistema escolar distribuye a los niños y a los adolescentes de manera diferencial en función de su origen social, o racial, étnico, etc. Hay lo que podemos llamar efectos de destino, ligados al origen social y ratificados, reforzados, legitimados por la escuela y los “títulos” que ella otorga,
La estructura social se reproduce en y por el sistema escolar. Las “desigualdades” sociales de partida (o, para ser más exactos, las pertenencias sociales y la distribución diferencial de las posibilidades implicadas por ellas) se repiten y recomienzan sin descanso: la posesión o no de un “capital” cultural, desde luego; también la de un “capital económico”, como es obvio, que no se deja reducir a la mera fortuna patrimonial que heredan los más ricos y puede consistir, antes bien, en salarios más o menos elevados que aseguren cierta holgura y hagan posibles, por tanto, tipos de elecciones escolares vedadas a otros, recorridos largos, lo que se da en llamar “hacer estudios universitarios” y, en el caso de algunos, hacerlos en carreras prestigiosas (que a continuación abren muchas puertas profesionales y, antes, permiten a quienes las siguen pasar uno o dos años en el extranjero, en centros universitarios de prestigio, y poder así aprender idiomas –el inglés–, lo cual refuerza unas ventajas que ya eran considerables al comienzo); para terminar, la posesión de las diversas formas de “capital social” que contribuyen a aumentar el rendimiento de las otras formas de “capital”: el mismo título no tiene el mismo valor si nuestra familia está inscrita en una red de relaciones que pueden darnos ayuda en cualquier momento, una ayuda cuyo carácter puede ser desde banal –informaciones útiles– hasta decisivo –un contacto, un apoyo, una recomendación–, o si, indigente, nuestra familia solo conoce a personas que, como ella, no pueden hacer nada por nosotros porque no pueden hacer nada por sí mismas, ya que, socialmente hablando, no son nada o son poca cosa en la jerarquía objetiva de de las condiciones vividas.
Bourdieu lo mostró con tanta solidez y lo verificamos a tal punto todos los días ante nuestra vista que no veo cómo podría afirmarse que no es cierto: en las sociedades de “escuela”, el nivel de los títulos y diplomas y la posibilidad de que rindan frutos, fuertemente correlacionados con el origen social y las diferentes formas de capital de que se dispone, aseguran y legitiman la perpetuación de la estructura de clase y, de tal modo, definen lo que hacen y son los individuos dentro de ella.
Pero hay no pocas otras formas de veredicto. Como el barrio donde nacemos o donde vivimos, con lo que Bourdieu llamó “efectos de lugares”: todo lo que entraña el hecho de nacer y vivir en espacios segregados, cuya simple mención suena como la condena social de quienes habitan en ellos, cuando no deriva en condenas penales (en los Estados Unidos, nacer en un barrio negro desheredado es con mucha frecuencia, estadísticamente hablando, nacer para ir a parar a la cárcel). Y las formas, además, de cuya existencia nos enteramos a través de las miradas, los gestos hostiles o los insultos que nos lanzan: marica sucio, judío sucio, negro sucio, y que no sólo nos sitúan –negativamente– en el mundo, sino que instituyen nuestra identidad y dan forma a nuestra subjetividad.
Cada uno de nosotros lleva en sí la marca del lugar donde nació, del “lugar” que le corresponde o le correspondió anteriormente, pero que sigue siempre presente en todas las situaciones que puedan vivirse a continuación, a pesar de los cambios y las experiencias que se atraviesan. El tránsfuga es tal vez, de un modo u otro, alguien que ha huido, pero también alguien que no logra jamás escapar del todo, porque el mundo en que se encuentra le recuerda a cada instante que el mundo del que viene era diferente.
Fragmento de “Fechas de nacimiento: relatos de sí y ontología del presente”, primero de los ensayos recopilados en Principios de un pensamiento crítico, de Didier Eribon.