Las urgencias y dificultades abiertas por la última dictadura militar en nuestro país marcaron a fuego la manera de pensar la literatura. Por eso, en algún sentido, la figura del exiliado, o la idea de una lengua de exilio, empezó a ser trabajada críticamente, en lugar de una circunstancia, como una condición de la vida de cualquier escritor, sin importar su país de procedencia. Así se deja ver en el ensayo que publicó en 1993 el recientemente fallecido escritor rosarino Juan Martini, texto que llevaba el título “Naturaleza del exilio”, aparecido tanto en Cuadernos hispanoamericanos como en el suplemento de cultura de esos años de este mismo diario, Primer plano. Martini remarcaba que el escritor siempre es una figura incómoda, porque infringe leyes, porque va más allá, y, en ese sentido, perturba la quietud del status quo. El exilio geográfico sería segundo, y sólo vendría a confirmar este primer exilio, medular en el más amplio sentido de la palabra. Alejandrina Falcón, en Traductores del exilio, un libro que resulta de una larga investigación en el marco de su doctorado, busca revisar, precisamente, ese esencialismo del exilio, y así contraponerlo a la primera realidad que se le impuso a los escritores que viajaron a países como España a mediados de la década del 70: de algo había que trabajar. Al menos, para poder sobrevivir en el marco de un país de llegada cuyas legislaciones y hasta clima social estaba poco predispuesto a recibir a estos intelectuales, y del país de partida, cuyo gobierno le tenía destinado a personas que pensasen diferente la más cruel de las represalias, la desaparición.

Falcón parte en su libro de dos casos puntuales para analizar los derroteros argentinos en el exilio español: el del citado Juan Martini y el de Marcelo Cohen. Los dos escritores se destacaron por su rol como traductores radicados en una ciudad que empezó a convertirse en el sinónimo de la cultura del destape, luego de la muerte de Franco: la Barcelona de mitad de los 70. Pero, al mismo tiempo, los dos se encargaron de teorizar su experiencia en ensayos que se proponían reflexionar sobre el lugar del exiliado en relación a la lengua, problema central para un argentino en territorio español, en Barcelona, cuya catalana relación con el castellano imperial mantiene tensiones que a veces se comparan, a veces no, con el “idioma de los argentinos”. Así como a mitad de la década del 20, en el ámbito porteño, los escritores se preguntaban cuál sería la lengua, el dialecto oficial con el cual había que escribir, así también Cohen y Martini se dedican a pensar qué pasaba con la lengua argentina en un mercado español en crecimiento, que precisaba traductores que se adaptasen a la variante ibérica y que dejen ese español “de segunda categoría” que era el hablado por los latinoamericanos exiliados. Específicamente, los que provenían de nuestras costas, aquellos que voseaban o imprimían, incluso oralmente, un cierto halo de melancolía que parecía un sello indiscutible de la (ahora más que nunca) evidente argentinidad. 

Si bien Martini y Cohen pueden aparecer como dos casos relativamente exitosos de escritores exiliados que, por vía de recomendaciones o a fuerza de encarar trabajos aparentemente imposibles, se hacen un lugar en un mercado literario extranjero, también existen los casos invisibles, los de los derrotados que sufrieron el desplazamiento geográfico y la pérdida de trabajo como una situación de doble expulsión: de la patria y del mercado laboral. El de mayor resonancia en las páginas de Traductores del exilio es, sin duda, el de Alejandro Safián, de 36 años, radicado en España desde 1976, quien quedó desempleado luego del cierre abrupto de la empresa A.Q. Ediciones y Distribuciones, en marzo de 1977. Dos años después, la revista Resumen de Actualidad Argentina de Madrid, dirigida por exiliados para exiliados, anunciaba el suicidio de Safián, tras dos años de búsqueda infructuosa de trabajo luego del cierre de la mencionada editorial y de un juicio ganado y nunca cobrado a sus dueños, ahora en la fuga. La nota que comentaba el hecho no podría haberle puesto un título más elocuente: “El exilio que mata”. 

El trabajo de Alejandrina Falcón no sólo funciona como un documento histórico, que organiza anécdotas y datos biográficos en relación al duro hecho del escritor exiliado, sino que también presenta una metodología de análisis y una serie de hipótesis por demás interesantes en el marco de los estudios de traducción, de la historia del libro y la edición (en donde es ineludible le nombre de investigadores como José Luis de Diego) y de la teoría literaria. En relación a lo último, Falcón retoma discusiones tan centrales en el largo debate de “los que se fueron, los que se quedaron” que incluye la mención del artículo de Luís Gregorich, “La literatura dividida”, de enero de 1981, aparecido en el suplemente de cultura del diario Clarín; así como un relevante congreso en Maryland, organizado por Saúl Sosnowski, en donde varios intelectuales argentinos, entre ellos el propio Martini, junto con Beatriz Sarlo, Liliana Heker, José Pablo Feinmann, Gregorich, entre otros, fueron convocados en 1984 para retomar el concepto que repartía a los escritores entre los de adentro y los de afuera. Una estructura maniquea revisada por Sarlo y por otros críticos, como Jorge Panesi.  

Desde las traducciones firmadas por quienes las hicieron hasta los casos deslumbrantes como la existencia de “seudotraducciones”, o sea, libros escritos por autores sudamericanos pero que se vendían a las editoriales de best sellers como traducciones de obras de autores norteamericanos (cuya temática pasaba por la novela negra o la novedad de los casos “reales” sobre invasiones extraterrestres); los trabajos que asumieron los argentinos exiliados en territorio ibérico resultan alucinantes y entendibles, al mismo tiempo. Alucinantes, porque muestran una disposición al trabajo que, como todos sabemos, abre la posibilidad de llevar adelante empresas aparentemente imposibles o innobles. Entendibles, precisamente, por lo mismo: había que sobrevivir en un país que pedía cada vez más credenciales para poder quedarse oficialmente en sus límites. Un país que restringía el trabajo, al mismo tiempo que parecía pedirlo como requisito para quedarse, en ese sin sentido tan característico de las políticas migratorias europeas. Alejandrina Falcón desarma con astucia la metáfora compleja del “exilio” como característica de la escritura literaria por el lado más efectivo: la importancia de entender que un escritor es también alguien que come. A veces, y mal que le pese a ciertas posturas entre metafísicas y esencialistas (que terminan siendo lo mismo), con la misma lengua con la que escribe.   La de la necesidad.


Traductores del exilio: argentinos en editoriales españolas
Alejandrina Falcón
Iberoamericana
270 páginas