Durante tres años, Jesmyn Ward vivió con su familia en la casa de su abuela. La ciudad era Deslile, Mississippi, y su familia se había mudado ahí desde California. Eran trece personas, entre primos, tíos y algunas visitas, que habitaban un espacio reducido, techo de madera y una enorme caldera en el centro del living. Cuando tenía 19 años, el hermano mayor murió en un accidente. Años después, Ward estudió en la Universidad de Standford y en la Univesidad de Michigan. En el año 2011, se dio a conocer con su segunda novela, Salvage de Bones que le valió el National Book Award. Al que le siguió Men we reaped, una larga y entrañable carta hacia su familia, en donde hablaba de su infancia como mestiza y afrodescendiente en el sur de Estados Unidos. Sus relatos fueron rápidamente encumbrados en la tradición de la “narrativa negra” con Toni Morrison y James Baldwin a la cabeza, más que en el “gótico sureño” aunque guarde muchas similitudes.

Ahora, la editorial mexicana Sexto Piso, tradujo su quinta novela, La Canción de los Vivos y los Muertos (en inglés es Sing, unburied, sing) que le valió su segundo National Book Award, algo poco usual, menos en las mujeres, menos que menos en la narrativa de afro descendientes. Se trata de un relato alucinado, que le presta voz literaria a las clases bajas negras de los barrios periféricos, en el sur norteamericano. La historia transcurre en Bois Sauvage, una costa ficcional en el Mississippi (la misma costa en donde transcurre Salvage the bones). Con una prosa lírica y rítmica, intricada en el habla rural y de las zonas urbanas, que obviamente recuerda al Faulkner de Mientras Agonizo pero también a Joy Williams en Los vivos y los muertos, la novela de Ward comparte varios puntos de vista narrativos. 

Por un lado, el de Jojo, un chico mestizo, de 13 años, que vive con su Pa y su Ma (abuelos maternos), y su hermana Kayla, quien descubre la rugosidad del mundo rural por primera vez. La otra voz es la de Leonie, la madre de los chicos, una adicta a la cocaína y a las metanfetaminas, que fue madre sin desearlo, y vaga de puerta en puerta, en casas de amigos, hasta recalar siempre en lo de sus padres. La última voz es una invocación: Richie, un chico muerto que cuenta la historia de su vida mientras teje la historia de la familia y de la diáspora africana en Estados Unidos.

El padre de Jojo y de Kayla es Michael, un hombre blanco que cumple una condena por cocinar pasta base en el fondo de su casa. Michael está por salir de la cárcel. Hacía allá va Leonie, con sus dos hijos, para ir a buscarlo. La ruta y la novela americana. Poco tiene que ver con Kerouac, y sus alocados hipsters en la búsqueda de una experiencia mística, tampoco con Thomas Wolfe y el territorio que se abre en sus novelas hacia un mundo en construcción y fracaso. Acá la distancia es corta, el auto es malo, quienes manejan están rotos. La novela se convierte en un road story, aunque las peripecias que se narran (un encuentro con una familia amiga de Leonie, adictos al crack, la detención de un policía en plena ruta mientras le apunta a Jojo con un arma en la cabeza) no van construyendo un arco moral de redención o de superación, sino que el relato se vuelve áspero y radiográfico de la situación social que viven las capas más bajas de Estados Unidos. Las voces se hacen disfónicas, y lo que parecía funcionar como una profecía mesiánica va revelando un costado oscuro en los vínculos familiares, en la desesperación por la sobrevivencia y en la ansiedad por encontrar un sentido en las ruinas plásticas del consumo.

En una entrevista para The Guardian, Ward contó que para escribir su novela llevó adelante una investigación sobre la Prisión Parchman, una de las cárceles más importantes de Deslile. Ahí descubrió, mediante un relevamiento de datos y la lectura de distintos expedientes, que la gran cantidad de presos eran menores de edad y sus causas eran por simples robos en las vías públicas. Muchos de los ingresantes, afroamericanos en su mayoría, salían de la prisión por defunción. Dentro eran tratados con prácticas salvajes que remitían a la era de la esclavitud. Ahí, dice Ward, encontró la encarnadura del personaje de Richie; el fantasma que asola a Pa, se le aparece a Jojo, y se confunde con la imagen del hermano muerto de Leonine; una voz que no apareció hasta que Ward tuvo finalizado el manuscrito y al releerlo no pudo contenerlo. 

Esa voz muerta le permitió a Ward vehiculizar en su novela distintos aspectos de la diáspora africana en el sur de Estados Unidos. “Vivimos un mundo complejo en donde el presente intenta reinventar el pasado para construir una nueva narrativa” dijo Ward, a quien el premio del National Book la tomó por sorpresa, ya que la novela apenas había sido reseñada en los principales medios de prensa de su país. Actualmente, Ward y su familia viven en Nueva Orleans, en donde trabaja para la universidad. Durante el Huracán Catrina perdieron su casa y fueron víctimas del desastre natural. Cuando intentaron buscar refugio en una iglesia, una hilera de tractores se interpuso en su camino; no los dejaron pasar por el color de su piel, alegando que había mucha gente dentro. Que su novela esté poblada de espíritus y de fantasmas de negros, y que otras novelas que dialogan con la de ella, como Lincoln en el bardo de George Saunders, intenten repensar el pasado en términos literarios muestra la situación social que se atraviesa hoy día en los Estados Unidos. “Cuando dicen que vivimos en un Estados Unidos post racial, me da risa y escalofríos al mismo tiempo” dice Ward, “nunca he vivido una cosa así, y tampoco puedo imaginar cómo sería vivir en un país tan fantástico”.