Parece haber cierta contradicción entre las encuestas que muestran a un Presidente con recuperación de su imagen positiva y signos del propio Gobierno, reveladores de que asume haber entrado en problemas electorales severos.
Veamos dos cuestiones en particular, una con rebote mediático considerable y la otra lanzada al solo efecto de ver quién pica.
Un asunto fue ese casi inenarrable discurso de Macri en Rosario, en el Día de la Bandera, en un club de barrio, rodeado de agentes de seguridad en reemplazo de una sola persona que pudiera haber asistido por su cuenta, con la intendenta de la ciudad absorta mientras escuchaba las barbaridades de un jefe de Estado que sustituyó a Manuel Belgrano por Hugo Moyano.
Algunas críticas sentimentaloides pero justificadas apuntaron a que, por una vez en la vida, el Presidente debió elevarse sobre la campaña y hacer una intervención de contenido patriótico.
Macri está impedido de eso y, por más que se lo hubieran escrito, habría sido impresentable que se asimilara al creador de la bandera. Justo él, suscriptor de la angustia que habrán sentido los próceres cuando declararon la independencia.
Lo central no es eso sino que, al haberse jugado a mezclar el culo con la llovizna de semejante forma, Macri refleja la decisión de priorizar a su núcleo duro sobre algún discurso apenas más amplio. En otras palabras, no confía en que esté asegurada, siquiera, su porción de incondicionales.
Lo segundo es que desde el Gobierno y sus voceros salieron a esgrimir que las PASO no tienen razón de ser, siendo que, salvo en algunas fronteras del abajo de las listas, nadie compite.
Obviedad absoluta, arguyen lo caro que sale hacer una virtual encuesta.
Tampoco es eso.
Es que si se eliminaran las primarias retardarían el clima de derrota, prendiéndole todas las velas a un despunte económico que en lugar de agosto arribara en octubre.
El adelanto de ese contexto fue la designación de Miguel Angel Pichetto como compañero de fórmula presidencial.
Previo al cierre de nombres y ubicaciones electivas, empezaron a demostrarse los cortos alcances de tal maniobra. Falsamente, y como ya se analizó aquí la semana pasada, Pichetto fue presentado como un abridor de puertas peronistas.
Estos días irradiaron que, por fuera del palacio legislativo donde resultó un sumiso y eficaz operario de cuanto oficialismo le tocara en suerte, el senador no tiene la capacidad articulatoria proyectada antes en la propaganda que en el imaginario oficialista.
Esa proyección no fue ni es otra cosa que la imagen de amplitud exigida a los cambiemitas. Macri, Peña, Durán Barba y Cía. debieron tomar nota de que insistir con el “purismo” Pro los conducía a la derrota con toda seguridad. Por tanto, aspirar a “peronizarse” en dosis reguladas se mostró como movida única.
El extinto Cambiemos, como eufemismo exclusivo de Casa Rosada porque los radicales quedaron reducidos, casi, a categoría de cadetes, nunca creyó seriamente en que Pichetto allegaría voluntades otrora impensadas.
Sólo se trató de exhibir, frente a los factores de poder internacionales que obsesionan al macrismo, que el Gobierno está dispuesto a una rosca superadora de encerrarse en sí mismo. De allí para adelante, vender que el dólar quieto y la estabilización del riesgo-país son consecuencia de haber agregado a un… peronista.
Lo que Pichetto ratificó en verdad es su muñeca ajena.
Es producto de esa táctica cambiemita, surgida del manotazo de ahogado y no de una ejecución elaborada hace tiempo. Con, además, el riesgo de que una porción del gorilaje eterno opte por no comerse ese batracio. No, al menos, en una primera vuelta que podría determinar la victoria derecho viejo de Fernández y Fernández.
Trasunta gracioso que los colegas macristas hablen de los sapos que se tiene que tragar el kirchnerismo. Lo de ellos viene a ser un congreso de anfibios, resumidos en la figura de Pichetto tras haberse desgañitado contra el peronismo como símbolo del fracaso de los últimos 70 años. Que recientemente pasaron a ser 80, nadie sabe por qué.
En síntesis, lo único que habría conseguido formalmente el Rasputín Pichetto, en su semana inicial y decisiva para tirar algún siete bravo (suponiendo, con grandilocuencia, que pueda adjudicarse a sus gestiones), es una media docena de provincias que llevarán boleta corta a las candidaturas parlamentarias nacionales.
El único de esos distritos con relevancia numérica es Córdoba, y en todos los casos no se garantiza ni por asomo que dejar libre la elección a Presidente implica votar a Macri. Es muy probable que ocurra lo contrario excepto, eventual y justamente, por los cordobeses.
¿Misiones, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santiago del Estero son imaginables como voto antiperonista, determinante, a favor de lo que se llamó Cambiemos? ¿Bromean?
También fueron jocosas, al fin y al cabo, las alusiones de la prensa oficial a que el ganador justicialista santafesino podría ser prescindente en la lucha nacional. Una quimera afiebrada que la propia gente de Omar Perotti desmontó en el lapso de horas.
Como se ve a esta altura, Ex Cambiemos intenta ganar tiempo con operaciones que se diluyen a muy poco de andar.
Pichetto, como parte de ese esquema fantasioso, queda circunscripto al discurso fascistoide. El susceptible de evitar (más) fugas entre ese núcleo duro de los pegoteados jamás por amor a Macri, sino por espanto a la yegua.
El ardid contra José Luis Espert se inscribe en esa dirección. Junto con Roberto Lavagna y lo que queda de la “tercera vía”, el fanático libertario de derechas afecta la densidad del voto macrista.
¿Se descubre entonces un oficialismo dormido en laureles que comenzaron a diluirse en diciembre de 2017?
No, porque sería subestimar la capacidad de reacción de un Gobierno que cuenta con una armería de aparato mediático y judicial como nunca se vio desde el recupero democrático.
Pero sí es constatable que la resistencia callejera contra la reforma previsional –apenas a un par de meses del triunfo de Macri en los comicios de medio término– manifestó que en la sociedad argentina sigue habiendo anticuerpos sólidos, o competitivos, contra el enseñoreo de la derecha. Y continúa. Hace no mucho se hablaba de que no había 2019.
Los números de entelequia, en la economía denominada macro, huyen de la bomba de deuda externa generada por la banda gobernante. Se concentran en la cotización del dólar y las divisas del FMI para aguantar hasta las elecciones.
Ese humo oficial choca de frente contra un desempleo vuelto a los dos dígitos después de 13 años, contra ser uno de los países recesivos más intensos del mundo, contra la vergüenza de pymes cerradas a diario y de a decenas.
Es espeluznante que pueda hablarse de chances positivas del oficialismo, así fuere lejanas, cuando no hay un solo indicador económico que lo sostenga. Pero revela, al igual que en 2015, lo parcial de que el estadio económico explica todo.
Macri aceleró la pobreza, la indigencia, la inflación, la caída industrial, la timba financiera, el desánimo colectivo. Todo lo que ya sabemos y, sin embargo, algo que está enraizado en los peores componentes del pueblo argentino lleva a no cantar victoria: el odio de clase.
O la clase de sujetos que, para decirlo por innúmera oportunidad, son capaces de votar al revés de sus necesidades (que no intereses porque eso, precisamente, es otra cosa).
Quizá ahora no vaya a repetirse electoralmente esa contradicción, visto el derrumbe incontrastable promovido por quienes efectivamente significaron un cambio.
Quizá la fantasía de que tienen posibilidades de volver a ganar sea una construcción mediática o encuestológica, que es más o menos idéntica, y en rigor esté suscitándose una victoria opositora enorme.
Si fuera así, servirá nada menos y nada más que para vencer en las urnas. La oposición debe perfilar y coordinar con exactitud su táctica al respecto.
Enamorar, o convencer firmemente, vendrá después y requiere de una muñeca policlasista, polisectorial, poli (casi) todo, cuya ausencia, hace cuatro años, produjo que demasiados argentinos resolvieran tirarse al precipicio.