Desde Barcelona
UNO En las últimas semanas Rodríguez intentó engañarse a sí mismo. Hacerse el distraído. No despeñarse pero sí despañarse: eyectarse de España. Alienarse asumiéndose como alien y pasajero de primera. Viajar lejos sino con el cuerpo al menos con la cabeza. Así, se perdió y encontró en los poemas de un conductor de autobús por las calles de Paterson, en la amistad con todas las letras entre el expansivo novelista Thomas Wolfe y el contenido y contenedor editor Maxwell Perkins, en los poseídos por el demonio y desposeídos por exorcistas, en los viajeros siderales en las más animadas de las suspensiones, en el corazón solitario pero que tan bien acompaña de Carson McCullers. Todo eso bajo la sombra cada vez más gruesa y larga de Donald Trump quien –a la hora de la verdad– no hace más que anunciar con vozarrón de hooligan lo que el resto de su especial especie cada vez más degenerada ha venido haciendo entre susurros conspirativos desde el principio de los tiempos.
DOS Certeza que, claro, no alcanza a erosionar ni un milímetro el incombustible y blindado interés que ha despertado el supuestamente inesperado arribo de la rubia bestia negra a la Casa Blanca (de ahí que en la nueva temporada de Homeland la presidenta sea una mujer que ahora se contempla como la espectral sombra alternativa de lo que pudo haber sido, de lo que los showrunners estaban seguros de que debía ser en lugar de este incontrolable free-agent color naranja que, seguro, hubiese sido mucho más interesante y causaría más desvelos aún a Carrie Mathison y a Saul Berenson). Lo que ha generado en la fauna política local una casi despechada inquietud como de damisela a la que no sacan a bailar en uno de esos salones/estanques de tiburones de Jane Austen o de Edith Wharton. Pretendientes y prometidas quienes –luego de casi un año con gobierno “en funciones”– se habían malacostumbrado a que sus dimes y diretes se reportasen día tras día y a todo ahora. Sus reuniones entre ellos. Sus consultas con el Rey. Sus pactos y programas. Sus acusaciones mutuas y sus palmaditas en la espalda mientras Mariano Rajoy se apoltronaba como Oblomov a esperar a que todo volviera a su cauce (el suyo) y a su causa: el gobierno en trance, entre paréntesis, en el limbo, que nada suceda para que nada pase salvo el tiempo; y, si te preguntan por Trump, esquivar el bulto contestando sobre Estados Unidos como “aliado fundamental” y “pueblo amigo” y todo eso. Rajoy habló por teléfono con Trump durante quince minutos que le sobraron (traductor mediante) para ofrecer elocuencia como “interlocutor en Europa, América Latina y también en el Norte de África y Oriente Medio”. Si la cosa funciona, añadirá “el infinito y más allá” y (recuerden su “It’s very difficult todo esto” a Cameron) no importa que Rajoy no sepa inglés: con decir yes le alcanzará y sobrará para agradar a Trump. Antes, preguntado acerca de un problema local, Rajoy lanzó a sus interlocutores españoles la primera de sus mínimas máximas del año: “Vamos a esperar al futuro”, dijo.
TRES Pero está claro que sólo los muy contados elegidos alcanzan semejante iluminación y sabiduría. De ahí que –de cuerpo presente y sintiéndose ignorados pero llenos de energía y con ganas de recuperar protagonismo– los cuatro partidos más o menos mayoritarios pero ya ninguno con mayoría absoluta se hayan lanzado a una nueva temporada de congresos. Así, volvieron a flamear los logos las dos primeras semanas de febrero. El del Partido Popular (del que vuelve a explicarse que no contiene gaviota que es “ave carroñera que vuela bajo y se alimenta de basura” sino un noble charrán capaz de alcanzar grandes alturas); el del PSOE (ahora pura sigla, porque tal vez se han cansado que le hagan chistes marchitos con ese puño autoflagelante y esa rosa de tallo impotente); el de Ciudadanos (que a Rodríguez le recuerda a un globito de cómic al que le falta el personaje; haciendo aún más evidente la bien intencionada ingenuidad política de Albert “Campeón de Debate” Rivera, convencido de que lo que se dice es más importante que el quien lo dice); y el de Podemos (que a Rodríguez siempre le pareció como las huellas que deja un vaso de cerveza sobre la barra de un bar entre coleguitas mientras se fantasea con cambiar el mundo a medida). Reuniones a puertas más o menos abiertas y menos o más cerradas para recuperar el interés de la ciudadanía toda. Y, de acuerdo, el 2017 es un año de sequía electoral (a no ser que se cuente la caldereta a presión del prometido referéndum catalán y la posibilidad cada vez más cercana de que desde Madrid se active el artículo 155 y se suspendan las competencias autonómicas). Por lo que se impondrán sucesivas miniseries de consumo interno en las que, al no existir un rival externo a batir, lo que se impondrá serán las puñaladas internas entre compañeros de partidos agrietados o rotos. Nada de realpolitik y mucho politiquerío de reality. El Partido Popular siempre acechado por los fantasmas de su pasado. Ciudadanos preguntándose dónde se fue todo lo que parecían tener pero ya no tienen y que buscan recuperar intentando convencer con supuestas refundaciones ideológicas que lo hagan “evolucionar” desde el socialismo democrático hacia un liberalismo progresista que vuelva a presentarlos como la versión juvenil de un PP cada vez más apoyado en ancianos que viven más de lo que solían vivir, que consumen más y se consumen menos. Y, ah, los chicos y chicas de Podemos quienes alguna vez se propusieron como revolucionaros y ahora, revolucionados, no hacen otra cosa que trenzarse en guerras intestinas y hepáticas y estomacales y renales por el poder golpe de tuit. Y el PSOE –todavía con una gestora al frente, que se reserva para el final, a mediados de junio– acechado por los zombis de su presente.
Rodríguez los vio a todos subiendo y bajando de escenarios bien iluminados, aplaudidos y aplaudiéndose, sonriendo con rigidez, con musiquitas de fondo para disimular el sonido de sillas arrastrándose por la inquietud de cuerpos que hoy están ahí pero mañana nunca se sabe. Todos acongreados, acongojados o acojonados, más cerca de la automasturbación en grupo que del coito orgiástico.
Y Rodríguez dejó de verlos porque no había mucho para ver. En el congreso de Ciudadanos todos se mostraron satisfechos por seguir siendo decisivos sin que nadie les haga mucho caso; en Podemos siguieron jugando a Juego de tronos (con los alguna vez inseparables y ahora archirrivales íntimos, el vencedor Iglesias y el vencido Errejón, como en uno de esos actos más primarios que universitarios donde se escenifican añejas postales soviet con pasión exhibicionista y convencida de que las rotativas deben detenerse y las cámaras encenderse cada vez que salen a anunciar, con los ojos brillantes por la emoción, que “no están dando una buena imagen”, aunque ellos crean en el mostrar todos los trapos sucios como si se tratasen de sábanas santas, porque eso es lo que necesita la cultura democrática). Y en el Partido Popular continuaron entre satisfechos y pasmados de continuar comprobando que –no hagan lo que deshagan, incorruptos más allá de tanta corruptela– continúan vigorosos en las encuestas de voto.
Además, apagándolos a todos, falta cada vez menos para que llegue la electrizante factura de la electricidad (las explicaciones para el aumento en euros de parte de los responsables gubernamentales tuvieron mucho de médico brujo echando culpas a la escasez de lluvias y vientos) y la cosa no está como para andar derrochando voltios.
CUATRO Con un poco de suerte, se dice Rodríguez, todo esto pasará; y él pronto estará pensando en cuestiones mucho más trascendentes y decisivas para el bienestar público. Como, por ejemplo, el esperado estreno de la nueva Lego Movie con Batman y en la que –como en la entrega anterior– todo hace click, todas las piezas encajan y todos atienden su juego.
Y, sí, es un juego al vale la alegría y no la pena jugar.