“Jindabyne: localidad de 1903 habitantes en Nueva Gales del Sur, Australia, sobre la costa del lago Jindabyne, cerca de los Montes Nevados de la cordillera australiana. La localidad es un destino turístico frecuente, por su cercanía a varios lugares para esquiar en el Parque Nacional Kosciuszko.” Eso es lo que dice Wikipedia sobre Jindabyne. En términos cinematográficos, Jindabyne es una película australiana de 2006, dirigida por el realizador británico Ray Lawrence, basada en el cuento “Tanta agua tan cerca de casa”, de Raymond Carver, protagonizada por el irlandés Gabriel Byrne y la estadounidense Laura Linney, y estrenada ese año en el Festival de Cannes. La película no se conoció en Argentina en cines ni en DVD, y recién ahora, once años más tarde, hay ocasión de verla, vía la plataforma online Qubit TV, que como se sabe es algo así como una versión criolla de Netflix. Quien no quiera suscribirse (aunque vale la pena), tal vez encuentre alguna otra manera de verla en la web.
Jindabyne es la tercera película de Ray Lawrence (n. 1948). La segunda, Lantana (2001), giraba alrededor de las secuelas producidas por la desaparición y muerte de una mujer. Jindabyne también. El cuento de Carver –incluido en De qué hablamos cuando hablamos de amor y adaptado previamente por Robert Altman en Ciudad de Angeles–, trata sobre la resistencia a abandonar lo que hoy en día se llamaría “zona de confort”. Ni siquiera ante la peor tragedia del prójimo. La adaptación de la guionista Beatrix Christian acentúa ese sentido. En ambos casos, cuatro amigos se van de pesca al río próximo, como todos los años. Uno de ellos es Stewart, dueño de un taller mecánico (Byrne) y casado con Claire (Linney). Ni bien llegados dan con una pesca que no esperaban: el cuerpo de una chica desnuda que quedó atrancado, flotando en el río, entre unas ramas. Lo lógico sería avisar a la policía. Por algún motivo que puede presuponerse vecino del muy argentino “no te metás”, no lo hacen. En su lugar y como si efectivamente se tratara de un pez, para que no se la lleve la corriente la atan con hilo sisal a una rama. Y prosiguen con su jornada.
Como se sabe, Carver desdramatiza. Realizador y guionista agudizan, en cambio, los conflictos. Por un lado, Stewart se siente juzgado por Claire, quien a su turno siente la necesidad de acercarse a la familia de la chica asesinada. Sucede que ésta era miembro de una etnia nativa (línea enteramente introducida por la adaptación) y el silencio de los pescadores ante el descubrimiento ha sido interpretado por la gente de su etnia como racismo liso y llano, por lo cual el clima en el pueblo no es el mejor. Y los gestos de acercamiento de Claire no son muy bienvenidos. A su vez hay una vieja factura impaga: cuando nació el hijo de ambos, Claire sufrió una crisis posparto que la llevó a alejarse de su casa durante un año y medio. Durante ese tiempo Stewart crio al chico, con ayuda de su madre. La suegra está de vuelta en casa ahora, y la relación con Claire sigue sin ser la mejor. Pero además Claire atraviesa una situación particular, de la cual no quiere informar a nadie. La dinámica narrativa de Jindabyne se rige por lo que podría llamarse “piedra sobre el agua”: se arroja una piedra, que aquí sería el asesinato de la muchacha, y se observa luego el sistema de círculos concéntricos que se produce: las reacciones dentro de la comunidad.
Jindabyne es una clase de película que se ve cada vez menos: el drama coral que no condena a sus personajes, sino que los deja expresarse. Desde 21 gramos (2003) en adelante, incluyendo Magnolia, Vidas cruzadas y demás, el formato coral fue utilizado como representación de La Humanidad Pecadora (así, con todas las mayúsculas del mundo), a la que se obligaba a expiar en dos horas y pico o tres (lleva tiempo hacer expiar a la humanidad entera). Ya no más los films de Joseph L. Mankiewicz (La malvada, Cartas a tres mujeres), Otto Preminger (Anatomía de un asesinato, Tempestad sobre Washington) o, notoriamente, la Rashomon de Kurosawa, donde lo coral funcionaba como expresión de la multiplicidad de puntos de vista alrededor de un hecho. Es verdad que ni los pescadores ni, en general, los pobladores de Jindabyne son muy bien vistos, en tanto nadie –salvo Claire, parecería que como única excepción– parece dispuesto a hacerse cargo del crimen cometido en la comunidad. Pero no cae sobre ellos una condena olímpica, terminal, como en aquellas películas que tuvieron su auge una década atrás y que parecería que, por suerte, descansan para siempre en alguno de los círculos del infierno.
Un apunte final para una figura de estilo muy utilizada por Ray Lawrence. Se trata del fundido a negro, del cual se echó mano sobre todo en la edad de oro del cine negro y bastante caído en desuso de allí en más (más allá de su utilización exhaustiva por parte de algún cineasta en particular, como Jim Jarmusch en sus primeros films). La utilización canónica del fundido a negro apunta a marcar el paso de largos períodos de tiempo, pero también puede indicar la “muerte” de una escena, algo que caducó bruscamente en ella. Y puede servir también para generar un ritmo interno entre escenas o secuencias, que es el modo en que Jarmusch lo utilizaba treinta años atrás (aprovechando además que esas películas eran en blanco y negro). Acá pasa algo que hace que los fundidos resulten algo bruscos, que queden como saltos visuales, y ese algo es que son demasiado veloces y breves. El fundido tiene que tener una determinada lentitud y duración para que el ojo humano no lo perciba como disrupción. Y no da la impresión de que esa disrupción sensorial haya sido voluntaria por parte del realizador.